La leyenda del Niño de Creta
Era mi próximo destino. Sin pensarlo, puse rumbo hacia la Escuela de Arqueología. Mi idea era entrevistarme con uno de los investigadores con más prestigio de toda la isla; un auténtico especialista en historia antigua y masonería, el doctor Goulas Diamantidis. Había leído alguno de sus libros en España y sabía que trabajaba en esta prestigiosa institución como docente. Desconocía si estaría dispuesto a hablarme del tema. Ni siquiera sabía si lo podía encontrar allí. Pregunté a la entrada y el conserje me informó de que estaba a punto de terminar su última clase del día. Decidí esperarlo en el pasillo hasta que terminara. Mientras esperaba, eché un vistazo a las fotos que había colgadas en el vestíbulo del edificio. La mayoría de ellas hacían referencia a la misma persona. Un hombre mayor, rodeado de diversas personalidades y vestido con una característica chaqueta gris. No lo había visto en persona, pero imaginé que se trataba de él. A los pocos minutos finalizó la clase. Me di la vuelta y vi cómo los alumnos empezaban a salir. Tras ellos, el profesor Goulas Diamantidis.
—Doctor Diamantidis, ¿tendría un momento? Me llamo David Mesas, periodista español del diario El Caso. ¿Podría hacerle algunas preguntas sobre el robo del sepulcro?
Era un hombre mayor, de unos cincuenta y cinco años de edad, con el pelo canoso y alborotado como si se acabase de levantar. La barba, poblada y profunda hasta aburrir, desdibujaba una barbilla ausente bajo aquel manto de pelo sin perfilar. Su pronunciada frente arrugada y el ceño fruncido descansaban sobre una monumental nariz, rojiza y gorda como un pimiento gigante. Vestía un traje oscuro con corbata grisácea y sus gafas, redondeadas y casi de juguete, parecían hechas más bien por algún artesano callejero que por un óptico cualificado. Daban la sensación de que en cualquier momento se caerían. Juraría que estaban sin graduar. Lo que más me llamó la atención a primera vista fue un pequeño tic en su ojo derecho, el cual emitía un pequeño espasmo cada cierto tiempo. Tras un primer contacto visual, intenso pero cordial, iniciamos la conversación.
—Sí, dígame, ¿en qué le puedo ayudar? No sé nada al respecto. Tampoco sé por qué ha acudido a mí.
—¿Qué podría contarme sobre los símbolos y la orden de Los Hijos del Rey Minos?
—Señor Mesas, esa organización hace mucho tiempo que dejó de existir. Es un tema zanjado y del que no se habla en esta universidad. Ahora, si me disculpa…
—Serán sólo unos minutos. Le prometo que no le robaré mucho tiempo. Necesito que me ayude.
—Está bien. Acompáñeme.
Caminamos por el largo pasillo hacia su despacho mientras analizaba al detalle cada palabra de aquel hombre tan experimentado en la materia. Parecía algo tenso por mis preguntas y no dejaba de rascarse la nariz. Sus gestos y la manera de comportarse conmigo me hacían pensar que se sentía bastante incómodo. Quizá era sólo una impresión. Tenía que sacarle información fuese como fuese.
—¿Y qué me diría si le muestro este símbolo? —le pregunté, mostrándole el papel que el ladrón había dejado en el museo.
—La estrella de cuatro puntas… ¿de dónde la ha sacado? —preguntó algo extrañado.
—Digamos que hace poco quisieron robar en el museo y dejaron esta pista. ¿Ha oído hablar del Niño de Creta?
—¡Claro! Ese niño es de todo menos cretense. Sólo Dios sabe qué habrán hecho con él. Pero hábleme claro, ¿intenta decirme que han sido ellos?
—¿Qué pasaría si en un lugar cercano y bajo los cimientos de una antigua iglesia apareciese el mayor tesoro que el hombre alcanzase a ver? Me estoy refiriendo a las reliquias del rey Minos, doctor.
—Eso son bobadas, señor Mesas. Me pasé años buscando ese tesoro y nunca apareció, ¿por qué debería creerle?
—Fíjese en este anillo, a lo mejor le dice algo.
—¡No! El anillo sagrado del rey. Siempre pensé que era una leyenda.
—¿Me cree ahora?
—Pase a mi despacho —dijo—. Durante siglos, la Orden ocultó las reliquias del rey en un lugar desconocido. De esta manera, y para evitar el robo del valioso tesoro, Los Hijos del rey Minos actuaron como guardianes y protectores, jurando lealtad a sus superiores y prometiendo no desvelar nunca sus secretos. Con la invasión de la isla por parte del imperio otomano, y para evitar el expolio de obras de arte, la organización pensó que sería necesario crear algún lenguaje específico que los distinguiera del resto de los mortales y los ayudase a comunicarse entre sí, de manera que empezaron a utilizar un curioso sistema de signos que sólo ellos entendían, con el objeto de preservar todo aquel legado cultural. Pero todo cambió un día, cuando Nikolas Fotsis, miembro de la Orden, cayó preso y desveló a los turcos, a punta de espada, el lugar en el que se guardaba uno de los más grandes secretos de la civilización cretense de toda la historia: el anillo sagrado de Minos.
—¿Cuál era el poder de ese anillo, doctor? —pregunté, entusiasmado por seguir escuchando tan intrigante historia.
—Cuenta la profecía que en la noche más corta del año, una luz se mostrará y enseñará el camino hacia el tesoro, y sólo el anillo abrirá la primera puerta sagrada hacia la tercera escalera.
—«La noche más corta del año…», ¿se refiere a la noche de San Juan? Es pasado mañana, 23 de junio, pero no entiendo a qué se refiere con «la primera puerta sagrada hacia la tercera escalera…».
—Querido amigo, es sólo una leyenda. El tesoro nunca apareció y los masones crearon un entramado de símbolos y algoritmos matemáticos imposibles de descifrar. Así que es mejor que se olvide de este asunto y no pierda el tiempo. Es mi humilde consejo.
—Tengo entendido que trabajó en los yacimientos de Festos, junto a la doctora Delia Astrid. ¿Por qué abandonó la investigación?
—¿Ha oído hablar de Wolfang Sindler? —preguntó Goulas con la mirada perdida.
—¿Se refiere a la maldición del sepulcro?
—Todo ocurrió bajo las ruinas de aquel siniestro y tenebroso palacio. Yo trabajaba junto a Delia, siguiendo el rastro de la tumba de un niño.
—¿Un niño? ¿Qué les hizo pensar que podía estar enterrado allí? —pregunté.
—En las galerías subterráneas de aquellos yacimientos milenarios descubrimos casi por casualidad un sorprendente hallazgo. Se trataba de una sucesión de pinturas variadas que relataban la vida de ese pequeño, mediante la figuración de escenas cotidianas. Digamos que esto podía ser algo aparentemente normal en la cultura micénica, o minoica, como prefiera llamarla. Sin embargo, el último dibujo de toda aquella serie mostraba la escena de un ritual funerario. Esto ya no resultaba tan normal. En la imagen podía apreciarse cómo el niño estaba siendo incinerado sobre un lecho de ramas, siguiendo la vieja tradición de los íberos, que supongo que usted conocerá bien. Es cierto que los griegos utilizaban ese método también, sin embargo nunca representaron este tipo de rituales. La vela que nos guiaba se apagó de repente, pero volvimos a encenderla. Escuchamos a continuación dos golpes, como si alguien llamara a la puerta. Tras el angustioso silencio vino un extraño ruido, una especie de lamento, muy parecido al de un gato en celo. A pesar del miedo, decidimos seguir avanzando por el oscuro pasadizo hasta que nos topamos con una puerta, sellada con el símbolo de los reyes: la estrella de cuatro puntas. Delia acercó la vela y pasó su mano por ella. Había grabada una inscripción en latín con la siguiente leyenda: Persecutus est in morte, qui atro somno perturbare regem Hiberiae.
—¿Qué significa?
—«La muerte perseguirá con su negro manto a quien perturbe el sueño del rey íbero».
—¿Un rey íbero?
—Así rezaba en su tumba. Delia insistió en abrirla, sin embargo yo me negué. Recordé entonces la maldición de Wolfang y opté por salir de allí. Sin embargo, cuando quise retroceder, la tentación me hizo cambiar de opinión y decidí ayudar a la doctora. La piedra que sellaba la entrada era de un gran tamaño y conseguir moverla no iba a resultar fácil. Sin embargo, el deseo por ver lo se escondía tras esa losa gigante nos dio la fuerza suficiente para desplazarla unos centímetros. De repente me vino un extraño olor, similar a cuando la tierra se moja tras un intenso día de lluvia. El interior estaba completamente oscuro y empujamos un poco más, lo justo para que pudiese entrar uno de los dos. Nos miramos sin saber muy bien quién debería entrar primero. Algún día esa persona sería recordada como la primera que entró en la tumba, aunque también podría serlo como la primera en sufrir la maldición del sepulcro.
»—¿Está preparada Delia? —le pregunté.
»—Deséeme suerte —dijo.
»Tras ella entré yo. Cauto pero emocionado a la vez, esperaba encontrar algún sarcófago similar al de los faraones del viejo Egipto, pero sin embargo cuando acerqué mi vela a lo que parecía ser una mera escultura decorativa me llevé una enorme sorpresa.
»—¡Mire esto, doctora Astrid! ¿Qué demonios será? ¡No he visto nada parecido en toda mi carrera!
»—Es la imagen de un niño y está sentado sobre un trono alado. Debe formar parte del ajuar. Pero no encuentro ningún sarcófago. Creo que hemos llegado tarde, Goulas.
»—No, Delia. Ese niño que tienes ante ti es el difunto.
»—¿Cómo? —preguntó extrañada.
»—Es maravilloso. No debe de tener más de trece años. Pero ¿¡quién eres, maldita sea!? Permítame. Quiero ver qué tiene aquí detrás, —dije—. ¡Lo sabía! Aquí están depositadas sus cenizas. Es una urna funeraria.
»—¡Pero no puede ser! —exclamó Delia. ¿Y todo esto? ¡Parecen dagas de Iberia!
»En aquel momento me acordé de la Dama de Baza y pasé días viendo fotos suyas y del ajuar encontrado en la tumba. Por el parecido juraría que eran familia.
—Descríbamelo por favor, doctor Diamantidis.
—Era bello pero siniestro a la vez. Tenía la cabeza rapada y una túnica que le llegaba casi hasta los pies recorría todo su cuerpo. En efecto, se encontraba sentado en un trono alado. Su mirada, vacía y ausente, causaba una sensación aterradora y pavorosa. Toda la tumba estaba llena de ánforas, joyas y vasijas. Pero lo más sorprendente del hallazgo estaba quizá en lo que había justo debajo de la imagen.
»—¡Un momento! ¿Qué es esto? —preguntó la doctora.
»—Parece una tablilla sumeria o quizá mesopotámica, diría yo. Está escrita en símbolos jeroglíficos. No sé qué significado puede tener. Tendríamos que analizarla.
»—¿Ha oído eso?
»—No, ¿el qué, Delia?
»—No sé, parecía como la voz de un niño. Es el mismo ruido que escuchamos antes, cuando estábamos llegando a la tumba, ¿lo recuerda? ¡Mire! ¡Algo se ha movido por allí!
»—¡Dios santo! —exclamé paralizado por el miedo y con la respiración cortada por la daga más afilada. Me arrodillé ante él, implorando clemencia y perdón.
—¿Qué vio exactamente, doctor? —pregunté.
—Vi a un niño vestido como un pastor. Tenía una media melena y en su mano izquierda llevaba un pájaro azul. De repente empecé a escuchar ruido de tambores, como si fuese a librarse una gran batalla. Al principio eran lejanos y casi imperceptibles, pero poco a poco la virulencia del golpeo se iba haciendo cada vez más grande. Delia intentó huir, pero también quedó inmovilizada por el fantasma del niño. El niño empezó a caminar hacia mí, rodeado por un aura de luz intensa, y cuando ya casi podía tocarme se detuvo. Sobrecogido y tremendamente asustado le pregunté: «¿Qué quieres de mí?». Entonces los tambores dejaron de sonar. Abrió la palma de su mano y miró al pajarillo. Empezaron a caerle lágrimas por su cara. Eran lágrimas de sangre. Delia me cogió del brazo con fuerza. Estaba como poseída ante semejante escena tan dantesca.
»—Salgamos de aquí… —dijo con la voz temblorosa.
»Ese niño tenía un mensaje para nosotros, pero nos fue imposible entenderle. Agachó la cabeza un instante y desapareció por completo.
»—¡Rápido, la puerta se está cerrando! —grité asustado.
»Delia consiguió salir pero yo quedé atrapado entre la puerta y la pared y necesité de su ayuda. Finalmente, y con un gran esfuerzo, pude escapar de aquel lugar maldito. El suelo comenzó a temblar de repente y del techo caían piedras como granizo. Corrimos horrorizados y consternados, creyendo que había llegado nuestro final. La salida parecía no llegar nunca y en nuestro camino se cruzaron imágenes espectrales de todo tipo: demonios, hechiceras, serpientes… No entendía lo que decían. Hablaban en lengua extraña, mezcla de arameo y latín, todo un absurdo sinsentido de locura y angustia que ahogaba nuestro eterno viaje hacia la escapatoria. Exhaustos y paralizados por el miedo, vimos una luz al final de la galería. Nos aferramos con pasión a esa última esperanza, a ese hilo de vida que toda persona busca cuando se enfrenta cara a cara con la muerte. Por fin pudimos respirar y regresar a la superficie. Sin aire y aún temblando, nos miramos. Sentimos una extraña sensación de calor en el cuello. Habíamos sido marcados con la estrella de cuatro puntas. Habíamos caído en la maldición.
—Yo he visto a ese niño, doctor.
—¿Cómo? —preguntó Goulas con la mirada ausente.
—Wolfang decía la verdad. No estaba loco. Fue víctima de una infausta y desdichada maldición. La maldición del Niño de Creta. Se me apareció una noche en el casino de Herman Papadopoulos, uno de los hombres más ricos de la ciudad. Él también estaba marcado por la estrella de cuatro puntas. Dígame, doctor, ¿qué ocurrió después? ¿Cómo acabó el sepulcro en el museo?
—A los pocos días de nuestra funesta visita a la tumba, Delia decidió reanudar la investigación junto con sus hombres, a pesar de todo lo ocurrido. Yo abandoné la exploración y me puse a indagar sobre el origen de ese enigmático sepulcro. Como ya le dije, era una urna funeraria y la estrella de cuatro puntas en la entrada de su tumba dejaba muy claro que tenía sangre real. Es probable que reinase desde muy temprana edad, aunque su mandato debió de ser corto y efímero. No obstante, éste no ha sido el único caso que se ha dado en la historia de un niño-rey; fíjese por ejemplo en Tutankamón. De todas formas, estaríamos ante una joya única de valor incalculable. Como le decía, la doctora Astrid lo preparó todo con detalle. Avisó a los periódicos y concedió entrevistas a la radio en las que anunciaba una sorprendente revelación bajo las ruinas de uno de los yacimientos más importantes de la isla. Se rodeó de gente importante vinculada a la masonería para poder interpretar el código secreto y descifrar el significado de aquella inquietante figura. Conoció al famoso y malogrado arqueólogo Arthur Heinke, con el que mantuvo una estrecha colaboración. Si le digo mi sincera opinión, señor Mesas, el traslado del sepulcro hacia el museo de la Canea estuvo rodeado de una gran polémica, así como de un gran secretismo en todo momento. Salió de las galerías a media tarde en una caja y custodiado por dos policías. Sin embargo, nadie pudo ver lo que había dentro, excepto Delia, Arthur y el alcalde de la ciudad, el señor Theodoros Nikopoulos. Fueron los únicos que accedieron a la tumba.
—¿Cree que la caja estaba vacía?
—El sepulcro nunca estuvo expuesto en el museo. Se guardó en una habitación contigua para proceder a su estudio antes de mostrarlo al público. Si quiere saber la verdad tendrá que entrevistarse con esas dos personas.
—Muchas gracias por toda esta valiosa información, doctor, y quédese tranquilo, guardaré esta conversación en el más absoluto anonimato. Nadie sabrá que he estado aquí.
—Se lo agradezco.
—Sólo una cosa más.
—Usted dirá, señor Mesas.
—Puede que la doctora Delia Astrid sea recordada como la primera persona que puso un pie en la tumba, pero usted, doctor Diamantidis, puede pasar a la historia como el hombre que logró descifrar el enigma de ese misterioso sepulcro. Necesito saber qué mensaje se esconde en esa tablilla.
—Siento no poder ayudarle, amigo periodista. Como le comenté anteriormente, ese asunto está olvidado. No quiero que la imagen del niño siga persiguiéndome y atormentándome eternamente. Lo lamento.
—Está bien, doctor, pero quizá sea ésa la única manera de poner fin a esa tortura. Si consigue averiguar el motivo del lamento de ese niño, es posible que desaparezca esa señal que lleva en el cuello. Tenga, éste es mi número de teléfono por si cambia de opinión.
—Está bien. Me lo pensaré. Y disculpe, ¿por qué tiene tanto interés en descifrar ese enigma?
—Forma parte de mi misión.
—¿Qué misión?
—Aún la desconozco, doctor. Digamos que una vieja amiga me ha elegido para que la ayude. Por cierto, bonito traje. Que pase un buen día.
Abandoné el despacho de Goulas para dirigirme a casa. Me coloqué las gafas de sol antes de salir y me ajusté el cuello de la camisa. Pasados cinco minutos desde que salí de la Escuela, me crucé con un niño vestido con ropa vieja y sucia. En su cabeza llevaba una especie de boina de principios de siglo y tenía la cara manchada de grasa. Sus zapatos estaban rotos por la suela y sostenía un pequeño maletín.
—¡Señor!, ¿le limpio los zapatos? —me preguntó con una mirada triste.
Me agaché y me quité las gafas para mirarle a los ojos. Eran azules y transparentes, igual que el mar de Creta. Sin embargo, su mirada denotaba una enorme tristeza y una profunda melancolía. ¿Quién era ese niño?, me pregunté.
—¿Cómo es que no estás con tus padres? —pregunté preocupado—. No es bueno que andes solo por aquí. Es un sitio peligroso. Será mejor que regreses a casa. Deben de estar preocupados.
—Mi padre murió, señor, y mi madre… también.
—¿Cómo? Aquellas palabras me hicieron recordar que yo también me quedé sin padres cuando era un niño. Qué historia más terrible, pensé. Francisco Mesas Domene, soldado republicano, falleció al explotarle una granada de mano en un acto heroico, cuando intentaba salvar la vida de una mujer, en medio de una emboscada del bando nacional. Una maldita guerra entre hermanos se lo había llevado para siempre. Al poco tiempo, mi madre decía adiós también a este mundo, víctima de una terrible enfermedad, agravada por la trágica pérdida de mi padre. No pudo aguantar tanto sufrimiento. No fue una infancia fácil, sin duda. Gracias a Dios tuve la suerte de cruzarme con un buen hombre, una de esas personas nobles y de buen corazón a las que cuesta encontrar hoy día.
—Toma estas monedas —dije.
—Gracias, señor.
Me di la vuelta, pero no pude evitar la tentación de mirarlo otra vez, así que me giré para recordar su mirada por última vez antes de marcharme. Agaché entonces la cabeza para continuar con mi camino; sin embargo, su voz hizo que me detuviera bruscamente.
—¡Señor! ¿Cómo metería en una caja algo que no existe? —me preguntó.
Intrigado y asombrado a la vez por el extraño acertijo negué con la cabeza un par de veces.
—A ver, ¿cómo lo harías? —dije desde la lejanía.
—Muy fácil. Si no existe, no puede meterlo.
Curiosa y acertada respuesta, sin duda. Me esbozó una ligera sonrisa y me quedé un rato mirándolo. A continuación levantó su mano para decirme adiós y salió corriendo.
Busqué un taxi para que me llevase hasta casa y lo paré justo en la avenida principal de la ciudad. Ya dentro, saqué mi pequeña libreta marrón y empecé a anotar algunas de las cosas más relevantes de la conversación con Goulas. Aunque parecía decir la verdad, necesitaba profundizar más y conocer el resto de versiones. A lo mejor él lo robó y lo escondió en algún sitio. «¿Quién está realmente detrás de todo esto?», me preguntaba una y otra vez. Quizá el sepulcro no llegó a salir de su tumba y estaba todo orquestado y preparado para desviar la atención de los medios para moverlo hacia otro lugar, cuando la presión mediática hubiera cesado. No lo sé, todos parecían decir la verdad. Empezaba a parecerse a un rompecabezas. Esto era lo que más me desconcertaba. Lo que sí que parecía evidente era que organizar una trama de estas dimensiones, con una figura escultórica y funeraria de tanta importancia como protagonista, no hubiera sido posible llevarla a cabo sin la participación directa de alguna o de varias personas relacionadas con las estructuras de poder. No sé a qué niveles, pero tanto secretismo respecto al tema empezaba a incomodarme. Podían estar implicados desde la policía hasta los propios empleados del museo, pasando por arqueólogos de prestigio o incluso hasta el mismísimo alcalde de la ciudad. Lo cierto era que, aunque mi investigación avanzaba a pasos agigantados, aún tenía un gran trabajo por delante para destapar a los verdaderos culpables.
Recuerdo la curiosa escena en aquel taxi. Saqué de mi bolsillo la foto que traje desde Madrid. En ella podía apreciarse con nitidez la tenebrosa escultura del Niño. Tres personas y una urna funeraria. La fotografía parecía tomada a comienzos de siglo, en tonos grises y blancos. Estuve observándola durante un buen rato y quedé asombrado ante lo que sucedió. La imagen de Arthur se fue desdibujando lentamente, haciéndose cada vez más débil, hasta el punto de llegar a desaparecer por completo. Perplejo y confuso, le pasé la mano por encima. Ni rastro de él. ¿Quién sería la próxima víctima?, pensé. Aquello me impresionó profundamente y me hizo cambiar de planes durante el trayecto a casa. Decidí bajarme en la comisaría de policía para contárselo a María. A lo mejor había averiguado algo en el interrogatorio a los secuestradores. También quería comprobar que el código se encontraba en buen estado. Era una visita obligada de una manera o de otra.
—¿La doctora Larusso, por favor? —pregunté a la entrada.
—Sí, ¿de parte de quién, por favor? Se encuentra reunida en su despacho. ¿Había quedado con ella?
—David Mesas. Bueno, más o menos. Teníamos un asunto entre manos y necesitaba hablar con ella.
—Un momento, voy a avisarla. Tenga la bondad de esperarla aquí —dijo la mujer de la entrada.
—De acuerdo, muchas gracias.
Pasaron unos diez minutos más o menos y María aún no había aparecido. Empezaba a preocuparme. No paraba de dar vueltas por el recibidor, observando a los policías que iban y venían. ¿Y si fuera alguno de ellos?, me pregunté.
—¡David!
—¿Cómo va todo, María? ¿Alguna novedad? Me ha pasado algo sorprendente viniendo hacia aquí y tenía que contártelo.
—Siento decirte que no. Los secuestradores se niegan a confesar. Es algo normal en este tipo de organizaciones, David. El secretismo y la fidelidad hacia el resto de los hermanos están por encima de todo. Aun así, estoy siguiéndole la pista a la doctora Astrid.
—¿Has sabido algo de ella? —pregunté.
—Esta mañana llamó a la comisaría preguntando por la tablilla. Ese excesivo interés me tiene preocupado. Ya le he informado de que por motivos de seguridad permanecerá aquí bajo custodia policial. Parece que no le ha hecho demasiada gracia. De todas formas creo que no está muy interesada en descifrar el enigma, sino más bien en llegar hasta el código con otra idea bien distinta —afirmó.
—Habrá que estar vigilantes. No me inspira una gran confianza, todo hay que decirlo. Yo aproveché para ir a la Escuela de Arqueología. He entrevistado a Goulas Diamantidis, el famoso arqueólogo.
—Era compañero de Delia en la exploración, según tengo entendido —dijo María.
—Así es. Abandonó el caso tras un incidente ocurrido en las galerías del palacio. Según su versión, Delia y él entraron en la tumba y consiguieron ver el sepulcro del niño junto con todo su ajuar. A pesar de la inscripción en la puerta de la tumba, que advertía de una posible maldición a quienes osasen perturbar su descanso, decidieron entrar. No sé exactamente qué es lo que ocurrió allí dentro, pero quedaron aterrados y fueron marcados por la estrella de cuatro puntas. Quiero enseñarte algo —dije mientras sacaba la misteriosa foto de mi bolsillo—. Mira, ¿ves algo raro?
—Es la foto que mostraron todos los periódicos como prueba del hallazgo. Pero, un momento, aquí falta una persona. ¿Dónde está Arthur?
—Inexplicablemente se ha borrado. Todo ocurrió viniendo de camino hacia aquí. La imagen del doctor Arthur Heinke se ha difuminado y ha desaparecido por completo.
—¿Cómo? —preguntó María sorprendida. No puedo creerlo. Parece ser que lo de la maldición va en serio.
—Según me contó Goulas, a las pocas semanas de la primera visita a la tumba Delia decidió regresar con sus hombres de confianza. Entre ellos estaba Arthur. Estuvo acompañada también por Theodoros Nikopoulos, alcalde de Heraklion. Sólo esas tres personas entraron y se hicieron la fotografía. ¡Claro!, ésta es la tercera persona que buscaba. Es éste de aquí, el hombre que vi cuando visité la tumba junto a Delia. Querían inmortalizar el momento o quizá mostrar al mundo que el sepulcro había sido descubierto y que se encontraba en buen estado. La figura del niño fue trasladada al museo para su estudio en una caja, cuando apenas había luz. Estaba casi anocheciendo. Esto no era casualidad, estoy convencido. El sepulcro nunca estuvo expuesto al público. Lo que trato de decirte es que nunca se movió de su tumba. La caja estaba vacía.
—¿Nos engañó a todos? —preguntó incrédula.
—Eso parece. Ahora bien, durante dos días la caja se guardó en una habitación del museo. ¿Quién podía acceder a esa sala con gran facilidad?
—¿Delia?
—Correcto. Ella pudo haberlo preparado todo. Simular un robo y, de esa manera, conseguir que los medios y la policía centraran su investigación en el museo, sin pensar en lo que podía estar pasando en la tumba.
—Sin duda alguna parece bastante creíble, David, pero hay algo que no me cuadra. Después del robo, la tumba fue investigada por la policía y no encontraron nada en su interior. Sólo algunos restos de vasijas.
—Yo vi esa tumba cuando visité los yacimientos de Festos, al poco tiempo de llegar a la isla. Delia me llevó por unas galerías subterráneas. La policía parecía vigilar el enterramiento. Sin embargo, mi presencia les resultó algo incómoda. Intentaron aparentar normalidad e insistieron constantemente en que todo estaba en orden. Me engañaron. Pero no sólo a mí, sino a todos. Todo fue un gran engaño. La tumba que me mostraron era una tumba falsa. Al tratarse de un asunto de interés nacional, dada la importancia del descubrimiento, seguramente pensaron que la policía del Gobierno no tardaría en llegar para hacerse cargo del caso. Crearon todo un escenario ficticio para que nadie volviese a investigar en aquel lugar.
—Hay algo que no entiendo en esta fotografía. Si sólo entraron tres personas, ¿quién hizo la foto?
—¿Podríamos echarle un vistazo más detenido en tu taller de revelado?
—Sí, claro. Acompáñame.
María tenía razón. Había una cuarta persona implicada. Ese detalle se me había escapado. Entramos en una habitación oscura, rodeada de fotografías en blanco y negro. Aquí se estudiaban los casos de asesinatos, robos importantes y las muertes repentinas y sin explicación aparente… Trabajaba gente especializada en el estudio de la anatomía humana, arqueólogos, antropólogos, paleontólogos, químicos y especialistas en el análisis de las huellas dactilares. Me adentré junto con María en aquella sala oscura con luz infrarroja, en la que solían realizarse revelados fotográficos, así como estudios profundos de huellas y de los restos orgánicos en la ropa. El olor a productos químicos y la frialdad del ambiente tenue y solemne impregnaban todos mis sentidos, lo que me causaba una sensación de estupor y recogimiento continuos.
—Colócate estas gafas —dijo—. Aplicaremos una potente lupa sobre la imagen para detectar si algo esta trucado. Ponte detrás de mí y bajo ningún concepto te las quites.
—De acuerdo —dije—. A ver qué escondes, amiguita.
—Bien, miremos sobre esta pantalla del ordenador y observemos el resultado. Sólo hay que esperar unos segundos.
—¡Mira!, en aquella esquina parece que hay algo. Amplia un poco más la imagen. ¿Qué es eso? —pregunté—. Un momento. Parece como una sombra. Aunque se ve algo borroso.
—¡Es el fantasma! ¿Qué hace al lado de la doctora? —preguntó María, sorprendida por lo que estaba viendo—. Voy a oscurecer el resto de la foto para verlo con más claridad. Espera… ¡no, no puede ser!
—¿Qué has visto, María?
—Fíjate bien. No me vas a creer pero ese fantasma está tomando la foto. ¡Es su reflejo lo que se ve en la pared! Creo que está jugando con nosotros.
—¿Cómo? Tenemos que encontrar ese sepulcro, María. Pronto habrá una nueva víctima y puede ser cualquiera de nosotros. Goulas habló de una profecía en la noche más corta del año, es decir, pasado mañana. «La primera puerta sagrada mostrará el camino hacia la tercera escalera…».
—¿Qué querrá decir? ¿La iglesia más antigua de la ciudad? Se está refiriendo a la basílica de San Tito de Gortina.
—¡Claro, eso es! Coincide con la inscripción en el anillo de Arthur. Quizá allí encontremos el sepulcro, en la noche de San Juan.
—Aún estoy impactada por esta imagen. Bien, ya sabemos que ese niño es un poco travieso, así que puede hacer cualquier locura. Muy bien, será mejor que regreses a casa junto con tu familia. Lucía y Marta te echarán de menos. Mañana seguiremos investigando. Creo que le seguiré la pista a Delia, no me da buena espina esa mujer. Por cierto, tu pequeña tiene un ingenio asombroso y una gran intuición, David. Ahora entiendo de dónde le viene. Mi madre ha preparado gyros, significa «giro» en griego y es un plato exquisito de la comida típica de Grecia. Yo tengo guardia esta noche. Espero que no se alargue mucho la conferencia en el hotel Galaxy Iraklio, el más lujoso de la isla.
—¡Espero que Luis me haya dejado algo! —exclamé sonriendo—. ¿Una conferencia? —pregunté intrigado—. Parece interesante.
—Sí, pero no te creas. Acudirán diversas personalidades relacionadas con el mundo del arte. No sólo están invitados coleccionistas, pintores y escultores de prestigio, también se prevé que asistan numerosos dirigentes europeos, así como los directores de los museos más importantes del mundo. No creo que me permitan colarme en el cóctel de bienvenida. A nuestro alcalde le ha dado últimamente por organizar este tipo de actos. Dejan dinero pero también cuesta mucho organizarlos.
—Seguro que no te aburrirás. Por cierto, si sobra algún comensal, no te olvides de llamarme, ¿de acuerdo?
—Está bien. Aunque no creo que la comida de allí pueda superar el gyros que prepara mi madre.
—Cuídate, María, y un consejo: no te fíes de nadie. A estas alturas ya no sé en quién se puede confiar.
—Descuida, estaré vigilante. Saluda a la familia de mi parte.
Dejé atrás la comisaría de policía para poner rumbo a casa y encontrarme de nuevo con mi familia. Había sido una jornada agotadora, pero algo me decía que aún me depararía alguna sorpresa más. Por fin llegué. Me recibió Marta con un cálido abrazo y, tras ella, Lucía. Mi hermano Luis hablaba en la cocina con Herminia, la madre de María. Era una mujer encantadora, no muy mayor y con el pelo recogido. Siempre la recuerdo con su delantal azul y su enorme sonrisa. En general la gente de la isla era bastante amable. Posiblemente era la herencia de la cultura mediterránea. Durante nuestra estancia en Heraklion estuvo muy pendiente de nosotros en todo momento. Siempre le estaré eternamente agradecido. Se esforzaba cada día porque nuestra estancia en la casa fuese la mejor posible. Y bueno, yo me sentía mucho más tranquilo de poder tener cerca a mi mujer y a mi hija.
—Hermanito, ¿ya estás rebuscando por la cocina? ¿No vienes a darme un abrazo?
—¡David! ¿Cómo ha ido todo? ¿Has cazado a ese fantasma? Sabes, esta mujer tiene unas manos increíbles para la cocina.
—¿Has visto a un fantasma, papi? —preguntó asombrada Marta.
—No hagas caso a tu tío. Cada día dice más tonterías. Los fantasmas no existen, cariño. Sólo en nuestra imaginación.
—Pues yo anoche soñé con uno. Estuve jugando con él en mi habitación. Dice que viene de muy lejos y que se llama Sinué. Es un fantasma bueno.
Me quedé mirando a Lucía sin saber muy bien qué decir. A continuación se hizo un silencio incómodo en la habitación. De repente sonó el teléfono hasta en tres ocasiones.
—¿Esperáis alguna llamada? —pregunté.
Todos negaron y decidí cogerlo
—¿Diga?
No contestó nadie. Intenté aparentar cierta normalidad y dije que se habían equivocado. No quería que se preocuparan.
Tras la comida, estuvimos recordando momentos de nuestra infancia. Marta no dejaba de hacer preguntas a su tío y juntos pasamos un rato entretenido y ameno. Pero aquel momento de paz pronto se iba a ver perturbado por una nueva llamada.
—¿Diga? —pregunté algo enojado.
—¡David, tienes que venir pronto!
—¡María! ¿Qué ocurre?
Lucía me miraba preocupada, consciente de que algo nada bueno estaba ocurriendo.
—¿Qué ocurre, David? —preguntó.
—María necesita ayuda. Tiene sospechas de que la cena de esta noche es una excusa para intentar sacar obras de arte fuera del país. Se ha presentado al público como una conferencia rutinaria, pero parece ser que se está planeando una venta importante en el mercado negro. El Niño de Creta puede que esté muy cerca de allí. Tengo que ir, antes de que sea demasiado tarde. Herminia —dije—, ¿tiene algún traje de gala para mi hermano? Seguro que te queda bien, Luis, aunque últimamente has cogido algo de peso.
—Muy gracioso. ¿Y pretendes que nos dejen entrar sin invitación? —preguntó Luis con ironía.
—Ya se nos ocurrirá algo. Me dijiste que querías emociones fuertes. Bien, pues éste es tu momento. Ahora o nunca.
—Sabía que dirías eso. Vayamos a probarnos ese traje. Espero que me esté bien. Tampoco he engordado tanto. Bueno, un poquito sí.
—No abráis la puerta a nadie. Y tú, pequeñaja, cuéntale a Herminia cuando íbamos a visitar museos por Madrid, ¿vale?
—Vale.
—¿Me das un beso?
—Sí.
—Pórtate bien.
—Id con cuidado —dijo Lucía.