Los Hijos del Rey Minos
Todo había pasado tan deprisa que ni me dio tiempo a asimilarlo. En apenas dos días, Herman y Arthur habían dejado este mundo, víctimas de una supuesta maldición o simplemente de un complot organizado para quitarlos de en medio. ¿Quién sería el próximo?, me preguntaba. El anillo encontrado en el despacho de Arthur era la única pista con la que contábamos para encontrar el sepulcro, pero tampoco estaba claro hacia lo que nos podía conducir. Ya en el hotel, Luis y yo pasamos la noche planeando la estrategia que debíamos seguir para entrar en la iglesia sin despertar sospechas. Como solía ser habitual, la opción más fácil era siempre la más sencilla, y Luis tuvo una idea genial, aunque algo arriesgada. Me desperté temprano y preparé el café soluble de todas las mañanas. Dos cucharadas de azúcar y algo de espuma. No era persona sin la cafeína. Digamos que ésta era mi única adicción. La taza gris de todas las mañanas, un vistazo a la foto en la tumba y preparado para vestirme. Abrí el armario y cogí una camisa gris y un pantalón vaquero. Me gustaba la sencillez, y sobre todo la comodidad, aunque siempre he creído que no están reñidas con el estilo. Para finalizar, no podía salir de casa sin las gafas del sol. Eran parecidas a las que llevaba un detective de una famosa serie de televisión, pero ahora no recuerdo su nombre. Estaba acostumbrado a una rutina diaria desde que llegué a la isla. Era la mejor forma de adaptarse a un país diferente en el que no conocía a nadie. Mientras Luis seguía roncando, yo bajaba a por el periódico de todos los días; era una forma de mantener mi mente activa y de no caer en la desidia y el abatimiento. El día prometía ser largo y necesitaba estar despejado, así que aproveché para ir un rato al parque. Todo parecía tranquilo en la ciudad, sin nada que pudiera perturbarlo, al menos aparentemente. El sol brillaba con fuerza, pero todo cambió en cuestión de unos segundos. De regreso a casa, y con el periódico en la mano, sentí una presencia inquietante que parecía perseguirme de manera exhaustiva. Cuando quise darme la vuelta no logré ver nada, sin embargo al regresar sobre mis pasos me sentí atrapado por una extraña sensación de virulencia, repentina y arrolladora, que transformó la poderosa luz del sol en una inmensa sensación de oscuridad e impotencia. Habían cubierto mi rostro y me ataron las manos tras la espalda con una cuerda. Desorientado y aturdido, me llevaron a un vehículo. Hablaban un idioma extraño, y en aquel tumulto de palabras sin sentido pude adivinar el recuerdo de una voz femenina, familiar y cercana, a la que intentaba poner nombre. Sentí un pinchazo en mi brazo izquierdo y lentamente mis ojos empezaron a cerrarse, entrando en un sueño profundo y prolongado. Me habían sedado. Cuando quise despertar, el efecto de la droga me impedía ver con claridad y apenas distinguía unas sombras justo enfrente de mí. Vestían la túnica de los masones, pero mi vista aún estaba nublada y no me permitía observar la extraña realidad que había a mi alrededor. Los efectos del potente narcótico aún perduraban en mi cuerpo, distorsionando por momentos la imagen de aquellos dos encapuchados y modificando sus voces, hasta el punto de que me era prácticamente imposible entender lo que decían. Recuerdo un sudor helado recorriendo todo mi cuerpo, la camiseta completamente empapada y la presión de la cuerda que me mantenía unido a la silla. No sabía dónde estaba. Era un sito lúgubre y desolador, lleno de telarañas y de cuadros en blanco y negro. El olor a madera húmeda y el frío de la habitación me hacían pensar que estaba en algún sótano, pero a lo mejor todo era fruto de aquella potente droga. Poco a poco fui recuperando el sentido. Aturdido y desquiciado intenté desprenderme de la cuerda sin éxito. Tenía la vista nublada y en lugar de caras veía máscaras. Horribles máscaras de terribles monstruos riendo a carcajadas. El humo había impregnado toda la habitación y sus afilados dientes parecían atraparme. Cuanto más intentaba moverme, más distorsionada me parecía la realidad. Me vendaron los ojos y uno de mis secuestradores empezó a hablar. Me era imposible distinguir su voz con claridad. Sólo recuerdo unas palabras.
—Si colaboras con nosotros no te sucederá nada. Es lo más conveniente para todos. Dinos dónde está el anillo y te dejaremos ir.
—No sé de qué anillo me hablan —dije.
—Creo que no has entendido muy bien lo que te acabo de decir, David. A lo mejor esto te hace reaccionar.
—¿Cómo sabe mi nombre?
Me golpearon. Sentí un impacto en mi pecho y casi pierdo el conocimiento. Pero para evitar que desfalleciera me echaron agua en la cara.
—Nunca conseguirás descifrar el enigma, David. Por tus venas no corre sangre divina —dijo enfurecida.
—¿Te crees un dios? —dije aturdido y mareado.
—Jesucristo era un dios y mira cómo acabó. Un dios no se arrodilla nunca ni pide perdón.
—Pues para ser un dios golpeas como una niña. ¡Olvídate del anillo! —dije—. ¿Quién demonios eres? —pregunté.
—Está bien. Eres duro y te admiro, pero no lo suficiente. ¡Quemadlo!
—¡Malditos! —grité rabiando por el dolor.
Me habían marcado en el brazo con un hierro ardiendo. Tenía que resistir, pero cada vez tenía menos fuerzas.
—Sólo los descendientes de nuestro rey estarán preparados para cumplir la profecía en la noche más corta del año. Así está escrito y así será.
—¿La profecía? —pregunté.
—Sabemos que guardas el anillo de Arthur, nuestro Gran Maestre, aunque debería decir nuestro antiguo Gran Maestre, se me olvidaba que ese viejo ya pasó a mejor vida. Resulta paradójico, ¿no crees? El maestro superado por su alumno. Sólo te lo preguntaré una vez más: ¿dónde está el anillo?
—¡Vete al infierno!
—¡Encerradlo! Tarde o temprano acabará hablando.
Me arrastraron por el suelo de madera hasta que llegué a otra habitación. Cerraron la puerta con llave y echaron el cerrojo. El silencio en aquellas cuatro paredes resultaba atronador, dramático y fulminante. Me sentí derrotado y abatido, víctima de una absurda leyenda que parecía conducir a ninguna parte. Sentí rabia y frustración a la vez. «Nunca volveré a ver a mi familia», pensé. Sentado junto a una esquina, intenté desprenderme de la venda que cubría mis ojos, pero todo intento fue en vano. Comencé a llorar de impotencia y caí derrumbado sobre el suelo. Durante un buen tiempo perdí el conocimiento, como si mi alma impenetrable quisiera desprenderse de mi cuerpo ausente y magullado. Encontré entonces una paz inmensa y perpetua en medio de aquella tranquilidad casi mística y mágica. Una áspera y destemplada voz comenzó a retumbar en mi cabeza pronunciando frases inconclusas en un mar de imágenes borrosas y sin nombre.
«En la espesa niebla del campo gris un guerrero fue concebido… Detén la maldición y descifra el enigma… Uno por cada día sin estar con ella…».
El sinsentido de aquel levítico y trascendental estado me hizo creer que podía haber enloquecido, incluso llegué a pensar en la muerte y en ese supuesto túnel del que todos hablan. Sin embargo, el frío calaba mis huesos y el aliento casi perdido me recordaba de vez en cuando que aún estaba vivo. Fue una plácida y agradable voz la que al final terminé reconociendo entre tanto desorden: la voz de Lucía, mi amada esposa.
—¡Lucía! —exclamé emocionado al verla.
Atrapado en aquella solitaria jaula de hormigón y preso de mi locura, acabé viendo su hermosa sonrisa; sin embargo, no podía tocarla. Era una imagen débil y frágil, espectral y casi desdibujada. En aquel instante era todo lo que tenía y lo único que podía hacer que no me viniese abajo. Debía resistir y encontrar fuerzas en mi familia; sin ellos, toda esta aventura no tendría sentido.
Poco a poco empecé a recuperarme de los efectos del veneno en mi sangre y conseguí quitarme la venda mediante el roce continuo contra la pared. Me hice una idea de dónde estaba y traté de ubicarme, pero la escasa luz me impedía distinguir bien los objetos. Intenté desprenderme de la cuerda que unía mis muñecas tras la espalda, pero el esfuerzo me cansaba y decidí entonces mirar a mi alrededor y buscar algo que me ayudase en aquella complicada tarea. Golpeé la puerta de metal en varias ocasiones intentando llamar la atención de alguno de ellos. Abrieron y entraron dos de mis secuestradores con el rostro aún cubierto.
—Vaya, vaya, parece que has entrado en razón. Es lo mejor para todos. Muy bien, David, dinos dónde está el anillo.
—Mírame —dije—, porque vas a soñar conmigo. La maldición caerá sobre ti y sufrirás su castigo hasta el fin de los días.
—De acuerdo, a lo mejor esto te ayuda a hablar ¡maldito estúpido! ¡Traed a la niña!
—¡Marta! ¡No!
—¡Papá!
—¡Soltadla! ¡Es una niña inocente! ¡Confesaré, pero no le hagáis nada!
—Sabía que esta piel suave y delicada acabaría por ablandarte el corazón. Sabes, no eres tan fuerte como creía. Sólo te lo preguntaré una vez más, ¿dónde demonios está el anillo?
—¡De acuerdo!, pero a ella dejadla en paz. Lo guardé en el museo, justo donde lo encontré, en el despacho del doctor Arthur Heinke.
—Espero que sea así y que no estés intentando jugar con nosotros; de lo contario, no dudaremos en actuar y puede que ella no sea la única víctima. ¡Traed a la mujer! ¡Vamos!
—¡Cariño!
—¡David!
—Mírala bien, puede que sea lo último que veas si no colaboras.
Al verla me derrumbé por completo. La rabia y la impotencia recorrían todos los poros de mi cuerpo y me hundían en una profunda desesperación.
—¡Preparad el coche!
—No os preocupéis —dije—. Les daré ese anillo y esta pesadilla se habrá acabado.
Noté la ansiedad en la mirada de mi amada esposa, que abrazaba con fuerza a Marta. De inmediato nos subieron a un vehículo negro aparcado en la puerta. Yo iba sentado atrás junto a mi familia. Nunca antes me había enfrentado a una sensación tan dramática como ésta, en la que cualquier gesto, palabra o acto que llevase a cabo podía influir de manera traumática en la vida de mi familia. Lucía me miraba asustada y apenada a la vez. Era fácil entender sus pensamientos aunque no pronunciase ninguna palabra. Sus ojos, tremendamente expresivos y cautivadores, eran capaces de expresar un sentimiento con mucha facilidad. Me preocupaba la situación de Marta, los efectos que tan azarosa escena podían provocar en una niña de su edad. Apesadumbrado y dolido a la vez, los llevé por la ciudad hasta el museo de Heraklion. Necesitaba atraerlos hacia un sitio en el que hubiese mucha gente, intentando así que las posibilidades de escapar fueran mayores. No tenía ni idea de dónde había guardado el anillo mi hermano, pero tenía que ganar tiempo para buscar ayuda. Al fin llegamos y el coche se detuvo justo en la entrada.
—No intentes hacer ninguna locura, ¿has oído? —dijo uno de ellos.
Asentí con la cabeza y bajé del coche. Subí las escaleras hasta llegar a la puerta principal. Allí me esperaba la recepcionista, una mujer de color que me notó algo tenso y preocupado. Mi rostro lastimado y con signos evidentes de dolor le causó una impresión extraña y desconcertante.
—¿Quería algo, señor? ¿Disculpe? —preguntó en un par de ocasiones al ver que me costaba reaccionar—. Está sangrando —dijo.
Me sentía tremendamente angustiado y nervioso. Miré hacia atrás un momento y vi cómo desde el vehículo no dejaban de controlar mis movimientos. Cualquier paso en falso sería letal por lo que tenía que andar con mucha cautela.
—¿Está la doctora Astrid? —pregunté.
—No, señor, esta mañana no ha aparecido por aquí. ¿Se encuentra bien?
—¿Se tomó el día?
—Parece que tuvo un imprevisto y no ha podido venir, ¿quiere que le deje algún recado?
—No, no se preocupe —dije temblando—. ¿Podría visitar el museo?
El sudor recorría mi frente y la ansiedad empezaba a adueñarse de mí, pero necesitaba calmarme para poder pensar en algún plan.
—Si quiere ver la tablilla misteriosa creo que llega un poco tarde. Se la llevaron para estudiarla esta tarde; además, hemos cerrado hace media hora. Lo siento.
—¿Cómo? ¡No puede ser! Mire, avise a la policía. Han secuestrado a mi mujer y a mi hija —dije con gesto desafiante—. Hay un coche negro detrás de mí, ¡no mire! Tenga, llame a este número y pregunte por la agente Larusso, dígale que es urgente y que llama de parte de David.
—Pero yo…
—¡La vida de mi familia está en juego! ¡Vamos! —exclamé enfurecido y con la mirada perdida y desencajada—. No se preocupe, intente aparentar normalidad y no sucederá nada. Necesito que me abra el museo para ganar tiempo.
—De acuerdo.
—Todo irá bien.
Cualquier señal que despertase la más mínima sospecha podría resultar trágica y mortal. Me abrió la puerta y pasé adentro. Ahora sólo me quedaba esperar a que María llegase pronto. Uno de los secuestradores bajó para vigilar la entrada. Tras la enorme cristalera del monumental edificio conseguí ver cómo caminaba de un lado para otro de la acera. Tenía las manos cruzadas y sus gestos denotaban cierta inquietud y nerviosismo. Empecé a correr por el fastuoso pasillo hasta llegar al despacho de Arthur para tratar de buscar algún mensaje oculto en aquellas cuatro paredes desangeladas y mustias. Confuso y angustiado, removí todo lo que me iba encontrando. Busqué alguna señal, un mensaje, algo que Arthur hubiese querido dejar por si algún día él ya no estuviese entre nosotros. Todo estaba como la última vez: su biblioteca particular, la túnica de la Orden en el armario, los folios desordenados sobre la mesa…, pero no encontré nada que pudiese ayudarme a descifrar el enigma. Habían pasado casi cinco minutos desde que salí del coche y María aún no había llegado. De repente, algo captó mi atención de manera brusca cuando cogí uno de los libros que Arthur tenía en su polvorienta estantería. Al retirarlo de su sitio observé que no había nada detrás, sólo un vacío inmenso hacia lo que parecía ser otra habitación del museo. Tenía toda la pinta de ser una especie de puerta falsa. «Cada vez tengo menos tiempo, no tardarán en llegar», pensé, pero el instinto me hizo quitar todos los libros de golpe y mover la vieja y polvorienta estantería hacia un lado.
—¿Qué es esto? ¡Parece una salida!
No lo pensé dos veces y decidí cruzar el extraño agujero. Dejé atrás el despacho de Arthur para adentrarme en un oscuro y tenebroso pasadizo secreto en busca de alguna salida. A medida que avanzaba, aquel misterioso lugar se iba haciendo cada vez más estrecho, hasta el punto de tener que arrastrarme en algunos momentos para poder continuar. Mi sorpresa se agrandó aún más cuando al subir una pequeña escalera llegué a otra galería por la que discurría un agua pestilente. Parecían las cloacas de la ciudad. Me dejé llevar por el minúsculo rayo de luz que se veía en el horizonte, mientras caminaba con la ropa destrozada, pisando aquella hedionda y densa agua, y aferrándome a esa tenue y exigua luz. El nauseabundo olor del agua casi terminó por marearme, pero tenía que seguir hacia delante sin mirar atrás. No tenía otra opción.
—¡Ya te veo! —exclamé eufórico.
Había llegado a mi destino. La tapadera quedó entreabierta y dejaba pasar un halo de claridad, intenso pero liviano a la vez. Empujé con fuerza hacia arriba y saqué las manos a la superficie. Antes de salir miré a mi alrededor para poder ubicarme. Pronto reconocí el lugar. Estaba en una de las caras del museo, justo enfrente de un parque. Por fortuna podía ver el coche y al hombre que me estaba vigilando andando alrededor del edificio. Había llegado la hora de pasar a la acción. Salí de aquel agujero sin hacer mucho ruido y me escondí tras la pared, esperando mi oportunidad. Estaba completamente empapado y tiritando de frío. Decidí entonces quitarme la camisa. Oculto y exaltado, traté de idear algún plan para salir de aquella complicada y peligrosa situación. Esperé a que el hombre apareciese por allí hasta que llegó mi momento. Escondido tras la pared, le di caza por la espalda y lo agarré por el cuello tapándole la boca para evitar que pudiera gritar. La presión fue constante e intensa, y a los pocos segundos cayó de manera fulminante. Le tomé el pulso y comprobé que no había muerto, sólo se había desmayado. Cogí la pistola que tenía oculta bajo la túnica y le quité la ropa. Necesitaba entrar en calor. Pero de repente alguien me sorprendió por la espalda.
—¡Alto, policía!
—¿María? Soy yo, David.
—¿David? ¿Qué haces vestido así?
—Es una larga historia. Pero ven, desde ahí pueden verte. Mi mujer y mi hija están secuestradas en ese coche. Están buscando el anillo. Les traje hasta aquí para distraerlos y ganar algo de tiempo. ¡Tenemos que hacer algo!
—¿Cómo? ¿Han sido ellos?
—Sí.
—¿Y éste es otra víctima de la maldición?
—¡Tarde o temprano le llegará su merecido! Pero de momento sólo está dormido. Necesito que vigiles mis movimientos, María.
—¿Qué pretendes, David?
—Confía en mí.
—Está bien, pero ten cuidado —dijo.
Sabía que era un plan arriesgado, pero no tenía muchas opciones. Me dirigí hacia el auto con la cabeza cubierta gracias a la túnica del secuestrador. Según me iba acercando a mi destino, sentía cómo el corazón se me aceleraba cada vez más. Me sudaban las manos y tenía el estómago encogido. No podía fallar, pensé. Vi que el asiento del conductor estaba libre y decidí abrir la puerta. Me senté y respiré profundamente.
—Y bien, ¿por qué has tardado tanto? ¿Tienes el anillo? —preguntó uno de ellos.
—¿Has oído hablar del Niño de Creta?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Cuentan que su maldición perseguirá a los que perturben su descanso durante toda su vida.
—¡Estás loco, tío!
Me descubrí el rostro y les miré a los ojos fijamente mientras los apuntaba con mi pistola.
—¡Ni os mováis! —exclamé apuntando con mi arma.
—¡Papá!
—¡Las manos donde pueda verlas!
Uno de ellos intentó huir; empujó la puerta con fuerza y bajó del coche, pero su intento se vio frustrado ya que allí les esperaba María.
—¡Alto! ¡Ponga las manos sobre la cabeza!
Por fin pude abrazarme a mi familia. Los secuestradores fueron detenidos y trasladados a la comisaría.
—Buen trabajo, David —dijo María. ¡Menuda sangre fría!
—¡Avisad a Luis! Debe de estar preocupado —dije.
Nos llevaron al hospital más cercano y me hicieron unas pruebas. María me dijo que era conveniente analizar la droga que habían introducido en mi cuerpo. Cuando quise darme cuenta, me encontraba rodeado de cables y completamente desconcertado. Lucía estaba a mi lado, intentando calmarme. Miré a mi alrededor, extrañado y confundido: mi cabeza estaba a medio camino entre el mundo del sueño y éste. Más calmado, cogí la mano de Lucía y le susurré al oído sin detenerme: «¿Recuerdas la primera vez que nos vimos? Pensabas que era un atrevido por la forma en que te miraba fijamente. Me bajé en otra estación de metro sólo para saber cómo te llamabas. Y tú no quisiste decírmelo. Pero yo no quería irme hasta que me lo dijeras. Así que me mentiste y me dijiste que te llamabas Marta. Durante un par de semanas no podía dejar de pensar en otra cosa que no fuese en ese nombre. Se lo decía a todos los compañeros de la facultad: “¡Marta es guapísima!”. Cuando por fin logré coincidir contigo en la clase de oratoria y pude convencerte para que vinieses al Retiro a pasear, te estuve llamando Marta todo el rato, pero nunca me corregiste. Recuerdo que cuando estábamos terminando el paseo y nos íbamos a despedir, yo estaba preparado para besarte y tú para decirme tu verdadero nombre. Al día siguiente les dije a todos mis amigos lo maravillosa que era una mujer llamada Lucía. Me sentía el hombre más feliz de Madrid y todos se echaron a reír porque la semana anterior decía que te llamabas Marta. Aún lo recuerdo como si fuera ayer». Lucía me miró y llegó a emocionarse. Tenía mi mano cogida y a pesar de sus lágrimas sacó fuerzas para hablar.
—Estás siendo muy valiente, cariño. Te admiro y quiero que sepas que siempre voy a estar a tu lado apoyándote. Sé que descifrar ese enigma significa mucho para ti, no sólo para tu carrera como periodista, sino también para reencontrarte con tu pasado y poder así ayudar a tu Dama. Por cierto, tengo que contarte algo.
—Dime, cariño.
—Estoy embarazada.
—¿Cómo? No puedo creerlo —dije emocionado.
—Era una sorpresa. Supongo que las cosas llegan cuando tienen que llegar, y llegó.
—Es una gran noticia, cariño. No lo esperaba. ¿Marta lo sabe?
—No, he preferido que se lo digas tú.
—¡Espero que no esté aburriendo demasiado a María con sus preguntas! ¡Verás cuando se lo diga! —exclamé.
—Seguro que estará bien con ella. Mira, por ahí vienen.
—¡Papá!
—¿Cómo está mi pequeña? ¿Te lo estás pasando bien?
—Sí, María me ha contado que pronto sabrás el significado de esa piedra misteriosa.
—Claro que sí, cielo, y podremos regresar a casa. ¿Sabes que aquí en Creta hay muchos monumentos?
—¡Sí! —exclamó feliz.
—¿Y sabes que vas a tener un hermanito?
Su cara lo decía todo. No sabía cómo reaccionar ante la impactante noticia. Quedó más perpleja que yo y casi no le salían las palabras.
—Cuando me ponga un poco mejor iremos a visitarlos, ¿vale?
—Vale. ¿Y cómo se va a llamar? A mí me gusta Martín —dijo.
—¿Martín? Bueno, no suena mal. Me gusta. Por cierto, María, ¿tenemos alguna novedad? —pregunté.
—Ninguno de los detenidos quiere hablar, pero los hemos identificado. Dos de ellos no tienen antecedentes, excepto el más mayor. Responde al nombre de Dimitris Kostapoulos y hace unos años fue acusado de robo con violencia, estafa y tráfico de estupefacientes. No se librarán de la cárcel.
—Me temo que el verdadero cerebro de la operación está ahí afuera. Tengo la sensación de que esos individuos reciben órdenes de otra persona, pero ¿quién será?, ¿quién está detrás de todo esto? Me temo que la trama es más grande de lo que pensaba.
—De momento es pronto para saberlo, la policía está haciendo sus averiguaciones. Te mantendré informado de cómo se desarrollen los acontecimientos, aunque conociéndote supongo que no querrás esperar tanto, ¿cierto?
—Me conoces muy bien.
—De acuerdo, yo tampoco me fío de mis compañeros, pero tómate un par de días con tu familia hasta que te recuperes por completo. Hoy mismo te darán el alta. Los resultados de los análisis tardarán un par de semanas.
—Gracias, María.
—Y por cierto, estabas horrendo con esa túnica.
—¿Tú crees? Yo no me veía tan mal.
—He pensado que podríais quedaros a vivir en mi casa durante el tiempo que sigáis en la isla. Vivo en el centro de la ciudad con mi madre. Últimamente se siente un poco sola desde que mi padre murió. Apenas paso tiempo con ella debido a mi trabajo y creo que le vendrá bien. Es una casa amplia y además allí estaréis más seguros, ya he dado una orden para que un policía vigile la vivienda mientras la investigación siga abierta. Ya lo tengo hablado con mi madre. Creo que es lo mejor para todos.
—Pero no quisiéramos molestar —dijo Lucía.
—No es ninguna molestia; al contrario, seréis bienvenidos todos.
—¿Y Luis? ¿Dónde se habrá metido? —pregunté algo extrañado.
—Supongo que andará por la cafetería —respondió Lucía.
—Bien, yo tengo que irme —dijo María. Tomad, ésta es la dirección. Tenéis un taxi esperándoos abajo en la entrada del hospital. No os preocupéis por nada. Mi madre se encargará de todo. Ahora tengo que ir a trabajar.
—Un momento, ¡el código!, ¿qué ha sido de él? —dije exaltado y preocupado—. Me dijo la recepcionista que se lo llevaron para analizarlo.
—Tranquilo, David, lo cogí para guardarlo en un lugar más seguro. La persona que buscamos parece que tiene fácil acceso al museo. No podíamos correr ese riesgo. Ahora se encuentra en una urna de cristal blindada a la que sólo yo tengo acceso mediante esta llave electrónica. Descansad, está todo bajo control.
Las palabras de María me tranquilizaron algo, pero a estas alturas ya no podía fiarme de nadie. Estaba contento por reunirme con mi familia, aunque me hubiese gustado haberlo hecho de otra forma, sin que hubieran pasado por tanto sufrimiento. Sin embargo me sentía feliz. El embarazo de Lucía era algo con lo que no contaba y me había dado un extra de fuerzas para seguir en mi lucha.
Casi habían pasado tres días sin que supiese nada de la doctora Astrid, una mujer intrigante y astuta, de la que sin duda alguna sería muy fácil sospechar. No tenía noticias de ella y eso me preocupaba demasiado. Aún recuerdo cuando la vi por primera vez. Mi visita a los yacimientos para ver la tumba hizo que desde ese momento no dejase de preguntarme cosas, como por ejemplo la enorme facilidad con la que logré entrar en una zona reservada y protegida por la policía. Más aún siendo un perfecto desconocido. Eché mano nuevamente de las fotos que hice en la tumba mientras recordaba algunos detalles de aquella escena. El hombre recio con bigote que vigilaba el recinto me apretó la mano con fuerza y me miró con un gesto desafiante. «Como puede comprobar, aquí abajo todo está en orden», dijo. ¡Ya lo recuerdo! Ese señor es la tercera persona que aparecía en la foto que recibí en la redacción, justo cuando dieron la noticia del hallazgo. Aquí tengo la foto. ¡Sí, es él!, exclamé. El que está a su lado con barba blanca y pronunciada es Arthur, y la mujer es la doctora Astrid. ¡Todos llevan la insignia de la cruz de cuatro estrellas! ¡Todos forman parte de la organización! Ahora lo comprendo. «Dígame la verdad, señor Mesas. ¿Está aquí para descubrir quién robó el sepulcro o por alguna otra razón?», dijo Delia. Ese temor porque supiese demasiado pude observarlo en la forma de actuar de los allí presentes. Hablaban entre ellos a escondidas, decían que mi tiempo de preguntas había terminado e incluso me invitaron a abandonar el recinto. Realmente sospechoso. Ahora lo entiendo todo. No era normal que la jefe de las excavaciones, sin conocerme absolutamente de nada, me abriese las puertas de la tumba del Niño. Estaba claro y resultaba evidente que se sentían incómodos con mi presencia. Me quedaba por averiguar quién era el hombre del bigote. Recuerdo que Delia no me lo presentó y parecía ser alguien importante. Iba trajeado y su enorme cabeza junto a su gran bigote, lo convertían en un personaje peculiar. No sé, espero averiguarlo en los próximos días. Tengo que seguir investigando y creo que sé por dónde continuar. Necesito saber más sobre ellos.