Galería Municipal de Arte

Buscando respuestas

Pasé varias noches con pesadillas continuas. La imagen de ese niño, espectral y angelical a la vez, dirigiéndose hacia mí en la oscuridad hacía que me despertara empapado en sudor y no quisiese volver a cerrar los ojos. Luis llegó a preocuparse bastante y tuve que contárselo. La muerte de Herman me mantuvo en vela durante un buen tiempo también. A los pocos días de lo sucedido, sentí la necesidad de buscar información sobre maldiciones y leyendas de la Creta antigua. ¿Me estaría convirtiendo en una víctima yo también?, pensé desesperado. Para investigar sobre ello me desplacé con mi hermano hasta la Galería Municipal de Arte de Heraklion, todo un templo de sabiduría en el que se guardaban grandes misterios de la cultura milenaria de la isla. Allí, en su gigantesca biblioteca, pase buena parte del día entre libros antiquísimos relacionados con el mundo de la alquimia y el ocultismo, con la idea de encontrar alguna emocionante historia relacionada con las maldiciones y la profanación de tumbas. Aún estaba impactado por todo lo ocurrido en el casino y decidí navegar por ese fúnebre y luctuoso mundo de misterio en busca de respuestas. Sin embargo, lo más sorprendente no lo encontré en esa colección, sino en un polvoriento y olvidado libro de leyendas y mitología de la época minoica. El libro narraba la historia de un explorador alemán afincado en la isla a principios del siglo XIX. Era la época de las grandes expediciones románticas y Wolfang Sindler, así se llamaba el joven aventurero romántico, sufrió una terrible tragedia debido a la cruel maldición que le tocó vivir y padecer. Todo sucedió cuando en el transcurso de una excavación en los yacimientos de Knossos, el famoso palacio cretense, encontró una pequeña tumba a pocos metros de la superficie. Sorprendentemente el cadáver no había sido incinerado, ni aparecieron restos de vasijas y armas como solía ser habitual. El difunto estaba envuelto en un sudario y había sido momificado, siguiendo el rito del antiguo Egipto. Lo único que se encontró fue una piedra circular colocada sobre sus pies y en la que aparecía escrita una supuesta maldición. Se pensaba que, colocando la piedra sobre el muerto, se evitaría que pudiese abrir las puertas del inframundo y regresar a la vida para aparecerse a sus familiares. Hay una historia parecida en el cristianismo, aunque poco conocida, que se relaciona con los devotos de la Virgen del Carmen. Durante buena parte del reinado de Minos, y con la invasión de la isla por parte de Grecia, era común colocar estas tablillas de piedra junto al sepulcro para de esta manera causar temor y evitar la profanación. Algo similar ocurría en el Egipto de los faraones. Asimismo, la inscripción en la piedra relataba una maldición de siete años para la persona que osase quebrantar el enterramiento. Sindler, ignorándolo o quizá a sabiendas de esto, robó la piedra y la ocultó en su casa durante una buena temporada. Todas las noches, cuando Wolfang se iba a dormir, el fantasma del difunto se le aparecía en forma espectral y con aspecto de niño para recordarle su castigo. Al poco tiempo de esto, uno de sus acompañantes en la expedición fue tragado misteriosamente por la tierra mientras limpiaba unos restos de vasijas. Nunca apareció su cuerpo. Asustado y atormentado, el desdichado aventurero llegó a enloquecer y decidió guardar la piedra en el lecho del difunto, pero era demasiado tarde, ya que alguien la cambió de sitio. Se cuenta en este libro que las pesadillas eran frecuentes y que el fantasma de aquel niño le persiguió hasta el fin de sus días. Enfermo y demacrado, se retiró a un monasterio donde vivió rezando todos los días, implorando a Dios que pusiese fin a su condena.

—¿Cree en los fantasmas?

—Perdón, no la había visto.

Estaba tan entusiasmado con lo que estaba leyendo que no me había fijado en la hermosa mujer que tenía sentada justo frente a mí. Tenía una media melena de color castaño-rojizo y sus ojos, algo rasgados y expresivos, eran verdes y llamativos.

—Toda una tragedia la vida de ese hombre, ¿no cree? Disculpe mi atrevimiento, me llamo María.

—¿Lo ha leído?

—Cuando tengo algo de tiempo libre suelo venir por aquí para relajarme. Trabajo para el Departamento de Policía Científica, cuya sede se encuentra al lado de la Galería.

—Encantado, María. Yo estoy de vacaciones por la isla —dije.

—¿Ha oído hablar del niño robado?

—¿Cómo? —pregunté sorprendido por la pregunta.

—Disculpe, creo que estoy siendo algo indiscreta; paso muchas horas sola entre cadáveres y ciertamente me cuesta entablar una conversación con ellos. No se asuste, era una pequeña broma. Entiendo su perplejidad.

Tardé en reaccionar, pues la cara de aquella mujer me resultaba bastante familiar. Juraría haberla visto antes.

—No se preocupe, María —dije—. Al contrario, es muy interesante conocer gente con pasión por el mágico mundo de la literatura. Supongo que se refiere al enigmático sepulcro encontrado en Festos.

—Así es. Todo un misterio, ¿verdad?

—Algo he escuchado, y de hecho he venido desde España atraído por la curiosidad. Sólo he visto una foto y he de reconocer que se trata de una figura inquietante, cargada de misterio y simbología. Es una gran pérdida para nuestro glorioso pasado mediterráneo, pero estoy convencido de que el código que apareció en su tumba podrá desvelar los secretos que guarda ese sepulcro.

—Tenga, David, éste es mi teléfono. Si necesita ayuda durante su estancia en la isla no dude en contactar conmigo. Ahora tengo que ir a trabajar.

—Gracias, lo tendré en cuenta.

Me quedé mirándola hasta que salió por la puerta, buscando en mi cabeza a la persona que me recordaba tanto a ella, pero… un momento, ¿cómo sabía mi nombre? No recuerdo habérselo dicho.

Me giré para buscar a mi hermano Luis; no andaría muy lejos de allí, pensé.

—¡David! ¿Dónde te habías metido? Te he estado buscando —dijo—. Salí un momento a tomar algo a la cafetería, ¡estaba hambriento!

—¡Qué novedad! —exclamé.

—¿Has visto los retratos de la planta de arriba? Tienes que verlos. Hay uno que hasta me ha asustado. Un hombre con barba muy parecido a Leonado Da Vinci no dejaba de mirarme me moviese donde me moviese.

—Luis… es un efecto óptico. Lo utilizaban mucho los retratistas. No te hará nada

—No, no, te aseguro que me perseguía. Acompáñame y verás.

—Está bien. Por cierto, mañana iremos al museo. He conocido a una mujer que trabaja aquí en la policía y se me está ocurriendo un plan.

—¡David!, ¿qué dijimos de los hombres de azul? No hay que fiarse de ellos, ¡los masones están por todas partes!

—¡Baja la voz, Luis! Escucha, cuando me encontré con la doctora Astrid en el museo de la ciudad había un señor muy raro analizando los símbolos de la tablilla, pero al verme y al escucharme hablar de Baza se puso muy nervioso. Te diré qué haremos. Pero antes tengo que hacer una llamada.

—¡Está bien!, tú eres el genio.

—Salgamos fuera y busquemos una cabina. Sabes, Luis, es curioso pero la persona con la que he estado hablando hace un rato me recordó muchísimo a una vieja amiga del pueblo. Además, se llama igual que ella: María.

—¡No!, ¿te refieres a…?

—Sí, estoy casi seguro de que es ella. Se sabía mi nombre y no se lo había dicho.

—Pero, David, María murió. Su terrible enfermedad no pudo curarse y lo que ocurrió después…

—Lo que ocurrió después sólo tú y yo lo sabemos. Creo que ha regresado. ¿Tienes algo suelto?

—¿Te llega con esto?

—Sí, gracias.

—¿María de policía y casi treinta años después? Me resulta difícil creerlo —dijo Luis.

—¿María? Soy David, espero que aún se acuerde de mí. ¿Qué le parece si quedamos mañana para hacer una vista al museo? Tengo algunas sospechas del hombre que intenta descifrar el código secreto que apareció en la tumba. Necesito su ayuda.

—De acuerdo, espéreme a las seis en la entrada —dijo.

—Allí estaré.

—Hasta mañana.

Al día siguiente, mi hermano y yo nos desplazamos hasta el museo de Heraklion, donde habíamos quedado con María. Era una mujer que en principio me inspiraba cierta confianza, no lo niego, pero el mero hecho de pertenecer al cuerpo de policía, después de lo oído sobre los masones, me hacía dudar un poco. Teníamos que saber más sobre aquel hermético y sibilino investigador. Por momentos me parecía estar regresando a mi temprana adolescencia, ya que si María me recordaba a una vieja amiga del pueblo, cuya cruel enfermedad acabó con su vida, Arthur me parecía una persona con la que seguramente me habría cruzado también en más de una ocasión. No tenía muy claro dónde ni cuándo, pero su cara me era enormemente familiar.

—¡Qué hambre!, me apetece un pastel —exclamó Luis.

—Luis… mira, allí está. Trata de comportarte que te conozco.

—¡Guau!, es hermosa. Veo que no has perdido el tiempo en la isla.

—¡Hola, María!, le presento a mi hermano…

—Déjeme adivinarlo, ¿Luis?

—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó extrañado.

—Simple intuición. Digamos que tengo una especie de sexto sentido. Pero cuénteme, David, ¿qué se le ha ocurrido?

Luis y yo nos habíamos quedado altamente sorprendidos, mirándonos el uno al otro, atónitos y desconcertados, por lo que tardamos unos segundos en reaccionar y no sabíamos muy bien qué decir. ¿Nos estaríamos volviendo locos? ¿Quién era esa mujer con la que habíamos quedado? ¿Podíamos fiarnos de ella? Quizá era el momento de arriesgar, ya que su trabajo podía ayudarnos en la búsqueda del ladrón, o al menos eso es lo que pensaba en ese momento.

—Te lo dije, no me da buena espina —me susurró Luis al oído.

—Necesito que interrogue a Arthur y que lo mantenga ocupado durante un buen rato. Nosotros, mientras, visitaremos el museo, si no tiene un plan mejor.

—Me parece bien. Espero que sirva para algo —dijo María—. Anden con cuidado y mantengan la calma, ¿de acuerdo?

—No se preocupe, hemos salido de otras peores, aunque también es verdad que mi hermano está más mayor y tendré que echarle una mano seguramente —dijo Luis con su fina ironía.

—No le haga mucho caso, estamos así todo el día.

—Entiendo —dijo María.

—Vamos, sígueme Luis —dije.

—Buenos días, ¿Arthur? María Larusso, de la policía científica, ¿podría hacerle unas preguntas?

Una vez más, Arthur, curioso personaje donde los haya, se sorprendió al verme entrar nuevamente por la puerta y su gesto de preocupación parecía delatarlo. Sin embargo, no teníamos ninguna prueba contra él. Había algo en su mirada, melancólica y hundida en el hueso, que no terminaba de descifrar. Desde que lo vi por primera vez en el bar, en mi cabeza se repetían las mismas preguntas constantemente: ¿de qué lo conocía?, ¿por qué huía de mí y trataba de evitarme?

—¿En qué puedo ayudarla? —respondió Arthur.

Mientras tanto, mi hermano y yo nos adentramos en las galerías del museo con la arriesgada idea de llegar hasta su despacho y encontrar alguna pista que nos permitiese pasar de la mera intuición sobre su implicación en el robo a una prueba real del mismo. No tendríamos mucho tiempo, así que empezamos a buscar.

—¡Mira! Doctor Arthur Heinke —exclamó Luis—. Es aquí.

—¡Adelante!, entremos.

—¿Estás seguro? —preguntó Luis—. Nos podemos meter en un gran lío. Está bien, no sé cómo me las apaño pero siempre acabo haciéndote caso —dijo mientras empujaba la puerta—. ¿Qué se supone que buscamos? —preguntó Luis abriendo el armario de Arthur.

—No sé, algo sospechoso.

—¿Esto cuenta como sospechoso?

Era una túnica con las iniciales RM. El traje de Los Hijos del Rey Minos, pensé. Mis dudas sobre él parecía que se estaban confirmando. Arthur era uno de ellos, un miembro de la organización, y posiblemente uno de los que podría sufrir la maldición del Niño. A lo mejor él no lo robó, podría ser, pero su vinculación con la Orden lo convertía en un personaje cuando menos sospechoso.

—Venga, salgamos de aquí. Tenemos todo lo que necesitamos.

—¡Un momento! —exclamó mi hermano—. ¿Qué es esto?

—Déjame ver, parece un anillo y tiene el emblema de la Orden, la cruz de cuatro puntas.

—Hay algo que no entiendo, hermanito, ¿por qué un hijo del rey Minos iba a robar su propio tesoro?

—A lo mejor no quería robarlo, sino protegerlo. Vayamos fuera y guarda eso en tu bolsillo.

Salimos del despacho con disimulo y vimos como al final del pasillo María aún seguía hablando con Arthur.

—Interesante visita. Volveremos otro día con más tiempo —dijo Luis.

De repente sonó el teléfono de la entrada y Arthur se acercó para descolgarlo. Sonó hasta en cuatro ocasiones, pero nada, no se atrevía a cogerlo. Finalmente optó por responder. Estaba nervioso y nuestra presencia parecía incomodarlo enormemente.

—Si me disculpan un segundo.

—Sí, claro, no se preocupe —dijo María.

—¿Dígame? De acuerdo, nos veremos en el lago a las diez —dijo, y colgó.

—¿Todo bien, Arthur? —preguntó María—. Lo noto algo pálido.

—Sí, gracias. Ahora tengo que salir.

—De acuerdo, hemos terminado. Muchas gracias por su colaboración. Que tenga un buen día.

Nuestra visita al museo había finalizado, al menos de momento. Bajamos las escaleras y nos dirigimos a la cafetería de enfrente. Allí le enseñamos el anillo a María y le contamos todo lo que habíamos visto en el despacho de Arthur. Ella no consiguió sacar nada en claro del interrogatorio, pero decidimos seguir investigando.

—Es un hombre extraño y bastante reservado. Creo que él no sabe nada —dijo María.

—¿A qué lago se referiría por teléfono? —pregunté interesado.

—Conozco un lago de agua dulce natural, a unos setenta kilómetros de aquí: el lago Voulismeni. Está en el puerto de Agios Nikolaos, una zona residencial situada al norte de la bahía Mirabello.

—Son las siete y media. Si cogemos un taxi ahora mismo llegaremos en una hora aproximadamente. Dependiendo del tráfico, claro está —dijo Luis.

—Iremos en mi coche. Les recogeré en media hora en las puertas del hotel, si les parece bien. Por cierto, no sabía que en su país había impactado tanto este asunto, ¿o es sólo una ambición personal? —preguntó María antes de despedirse—. Desconozco sus motivos, señor Mesas, pero ¿podría preguntarle a qué se debe tanto interés?

—Digamos que todo arranca de un pasado no muy lejano. Tres amigos y una leyenda. El resto de la historia está aún por escribir. Digamos que una persona me ha encomendado esa misión. La verdad que no he podido decirle que no —respondí sonriéndole.

—Entiendo. Bueno, se nos hace tarde. Hasta dentro de un ratito.

—Allí estaremos —dije.

—David, ¿le dijiste en qué hotel nos hospedamos? —preguntó Luis.

—Tranquilo, sabrá llegar.

—¿Qué mensaje contendrá este anillo? Parece que guarda algo en su interior. Pero no puedo abrirlo. Debe de tener algún mecanismo secreto. ¡Fíjate, David! Es curioso pero tiene el mismo diseño geométrico que la estrella de cuatro puntas. Por más que me fijo no consigo ver nada. Seguro que guarda algo en su interior. Es cuestión de ir probando. Un momento, ¡mira!, hay algo aquí abajo. Parece latín: Minos rex illuminat thesaurum sanctuario veteris ecclesiae. Tú sabías algo de latín, ¿verdad? Recuerdo que el padre Juan daba la misa en latín, pero como yo solía quedarme dormido no le prestaba mucha atención.

—Déjame ver. «El rey Minos ilumina el tesoro bajo el santuario de la iglesia más vieja». ¿A qué se referirá? Vamos, tenemos que averiguar cuál es la iglesia más antigua de la ciudad. Quizá allí encontremos algo.

—Interesante —dijo Luis—. Seguro que María lo sabe. Esa mujer sabe tantas cosas…

—Esperaremos en el hotel hasta que llegue —dije—. Seguramente ella sepa algo sobre ese templo, bajo el que según esta inscripción se oculta un gran tesoro. Todo esto resulta muy extraño. ¿Quién va a esconder un tesoro y lo va a grabar aquí para que alguien lo descubra? No tiene mucho sentido, ¿no te parece? ¿Con qué intención?

—A lo mejor pronto encontramos la respuesta, hermanito. También podría ocurrir que todo esto no conduzca a ninguna parte, con la idea quizá de desviar la atención —aseveró Luis.

Todo parecía ir demasiado deprisa. Alguna que otra pista y muchas incógnitas por resolver. Regresamos al hotel y allí esperamos a que María viniese a por nosotros. Habían pasado casi cuarenta minutos y ni rastro de ella. Empecé a sospechar. Quizá mi hermano tenía razón y los hombres de azul no eran de fiar.

—No vendrá. Te lo dije, David.

—Ten un poco de paciencia, Luis. Se habrá entretenido. Debe de estar a punto de llegar. Si antes lo digo… ¡Mira!, allí viene.

—¡Vaya!, menudo cochecito. No se parece mucho al mío.

—Suban, me demoré un poco. Tuve que pasar por la comisaría para hacer unas gestiones urgentes.

María llegó con su vehículo y se detuvo en la entrada. Nos esperaba un viaje intenso pero apasionante, en el que no sabíamos muy bien lo que nos podíamos encontrar. Echaba mucho de menos a mi familia. Lo reconozco, sería absurdo negarlo. En apariencia podía resultar una persona fuerte, apasionada y decidida, pero en ocasiones necesitaba sacar fuerzas de mi interior para seguir hacia adelante con esta aventura. ¿Qué pasaría si consiguiese descifrar el sentido de la tablilla? ¿Realmente me acabarían creyendo? Otro secreto más olvidado no sería precisamente lo que más convendría a la Dama de Baza, ya enigmática y compleja de por sí. Las noches en el hotel Kronos me hacían pensar mucho en Marta y Lucía. «Pronto os veré», solía pensar. Recordé con una sonrisa esos cuentos sobre dragones y princesas que leía a mi pequeña antes de irse a dormir. Me quedaba junto a ella hasta que el cansancio le hacía cerrar sus preciosos ojos azules. Nunca llegaba a terminarlos. Desde hace casi un año, Lucía y yo habíamos pensado en darle un hermanito, pero por una razón o por otra no llegamos a ponernos en serio con ello. El verano estaba ahí y el destino me tenía guardada esta misión, que, por alguna extraña razón, la diosa íbera me había encomendado. Me quedé pensando dentro del coche y Luis se percató de mi profunda nostalgia, por eso me echó el brazo por el hombro y me dijo:

—Todo va a salir bien, «tete». —Era la forma coloquial en la que acostumbraba a llamarme desde muy pequeñito. Mucha gente la sigue utilizando en la comarca—. Estoy muy orgulloso de ser tu hermano. ¿Recuerdas cuando la vimos por primera vez? —preguntó mirándome a los ojos.

—Sí, fue muy emocionante, Luis. Nunca nos creyeron. Éramos unos críos —dije.

—¿Qué es lo que vieron? —preguntó María, observándonos por el retrovisor.

—Todo ocurrió hace casi treinta años. Era el mes de agosto y hacía un calor terrible. Movido por el deseo de conseguir algo de fruta fresca, salí del convento a escondidas. Encontré por casualidad un curioso pasadizo secreto al que se accedía desde el jardín. Era un pequeño agujero de medio metro más o menos, cubierto con algo de maleza. Atraído por el deseo de indagar en lo desconocido, me aventuré a entrar. Era la única forma de salir sin ser visto.

—¿Qué había dentro? —preguntó María con cierta curiosidad.

—¡Ratas! —exclamó Luis.

—Sí, aparte de ratas que parecían gatos, el pasadizo, construido supuestamente durante la época romana, era una vieja galería que fue utilizada durante la Guerra Civil para proteger a la población.

—¿A dónde conducía? —volvió a preguntar María.

—Tras un buen rato caminando, conseguí llegar hasta las afueras del pueblo. Cuando quise salir, me encontré perdido. No sabía dónde estaba. Miré a mi alrededor y sólo veía campo y más campo. Asustado, pero atraído también por la ruta que había descubierto, ardía en deseos de regresar al convento para contárselo a Luis.

—¡Aún recuerdo tu cara de susto cuando me contaste lo que te dijo aquel agricultor! —dijo Luis entre risas.

—¿Qué te dijo, David? —insistió María.

La verdad que ahora me río, pero en aquel momento no me hizo nada de gracia. He de reconocerlo. Me contó una historia sorprendente. Hablaba del fantasma de una mujer que aparecía todas las noches de luna llena en la finca en la que trabajaba, propiedad de un famoso terrateniente. Me decía que se le escuchaba llorar en silencio y finalmente acababa desapareciendo.

—¡Me hubiera gustado verte cuando te dijo eso! —exclamó María—. ¿Qué hiciste entonces?

—Volví a casa asustado y se lo conté a mi hermano. Cuando logré tranquilizarme un poco, decidimos investigar quién sería esa mujer y el porqué de su lamento. Únicamente con esa pista y con el deseo de abandonar la rutina del convento, iniciamos una apasionante aventura en la que conocimos a seres sorprendentes.

—Sí, tuvimos algún que otro percance, pero fue divertido —dijo Luis.

—Todo parecía ser nada más que una leyenda, pero no fue así. Al final de esa aventura, intensa y apasionada, nos esperaba una agradable sorpresa. Habíamos llegado nada más y nada menos que hasta la tumba de la mismísima Dama de Baza. Éramos unos niños y nadie nos creyó entonces, pero así fue como sucedió.

—¡Guau!, ¡es increíble, David! —exclamó María. Me hubiese gustado estar ahí con vosotros.

Luis y yo nos miramos. Le sonreí y me sentí algo mejor. Nuestra trágica infancia nos unió muchísimo y nos hizo ser fuertes para enfrentarnos a las adversidades de la vida. Nuestro padre murió en la guerra y mamá, al poco tiempo, nos dejó también. Pasamos toda la infancia en un convento. Allí aprendimos la crudeza y la injusticia de un absurdo enfrentamiento entre hermanos. Las monjas de clausura se hicieron cargo de los mutilados de la contienda bélica y gracias a ellas, y al padre Juan, pudimos salir adelante. No era la infancia deseada para un niño, pero nuestro ingenio nos permitía imaginar otro mundo diferente. Luis me enseñó el valor de la templanza y la sensatez. Yo fui un soñador en tiempos de ausencia de esperanza y motivación. Guiados por el rastro de una leyenda, nos dejamos llevar a través de un mundo mágico y lleno de fantasía. Gracias a ese afán por escapar de la rutina diaria del convento, hicimos realidad nuestro sueño y logramos ver a la Dama de Baza, veintitrés años antes de salir a la luz. Pero eso es otra historia. Lo que teníamos por delante era un reto muy diferente, pero igual de estimulante.

—Hemos encontrado una grabación en el anillo, María —dije.

—¿Cómo?, ¿tenía algo escrito? —preguntó asombrada.

—Así es —dijo Luis—. Está grabado en latín y viene a decir que el tesoro se encuentra bajo la iglesia más antigua de la ciudad. ¿Cuál es esa iglesia? —preguntó.

—Pues si no me equivoco debe de ser la basílica de San Tito de Gortina. No está muy lejos de aquí y fue construida en el siglo XVI.

—¿Y por qué debería estar el sepulcro del Niño bajo esa basílica? —preguntó Luis.

—Es un lugar santo y de culto para el cristianismo. En la época romana, cuando los cristianos eran perseguidos, se refugiaban en este templo para celebrar sus ritos. No me extrañaría que el Niño se encontrase allí. La Iglesia nunca permitiría una intervención arqueológica en un lugar sagrado, lo que me hace pensar en algo más, y es que alguien, alertado por los continuos robos que se estaban produciendo en la ciudad, haya robado la imagen para protegerla y de esta manera evitar que acabase en manos de la masonería. No podemos descartar ninguna hipótesis, pero parece evidente que el autor del robo quiere que esa imagen no caiga en manos de otras personas.

—Encontré esta nota en el museo cuando me reuní con la doctora Astrid —dije mientras sacaba aquel arrugado papel de mi bolsillo.

—¿Por qué dejan señales? Lo lógico sería que no dejasen pistas. No sé, todo esto parece muy extraño —dijo Luis.

—Se cree que esas señales son códigos cifrados que les permiten comunicarse entre sí para no ser descubiertos, de manera que sólo el grupo pueda acceder a los secretos de la organización.

—Ahora entiendo. Puede ser que Arthur robase el sepulcro y sólo él sepa dónde se encuentra, pero si esto es así su vida corre un gran peligro. Tenemos que llegar pronto al lago antes de que sea demasiado tarde. Si Arthur muere, será mucho más difícil descifrar el código.

—¡Eso sería terrible! —exclamó Luis. Así nunca sabríamos si ese niño tenía alguna relación con nuestra Dama de Baza.

—¿Cómo? —preguntó María algo sorprendida.

—Así es, María —dije mientras miraba a mi hermano. Hay símbolos en el disco muy evidentes, como por ejemplo las espigas o las plantas de esparto. En el centro de la tabla aparece dibujado un pájaro, cuyo color azul aún se puede apreciar, bastante parecido al que la Dama sostiene en su mano izquierda. Pero eso no es todo. La vestimenta del niño es idéntica a la de los soldados íberos y su enterramiento no deja lugar a dudas: el sepulcro encontrado en Festos no tiene nada que ver con los encontrados en la isla.

—Tengo entendido que la Dama es una figura enigmática de la que se desconoce realmente cuál era su verdadero papel en la cultura íbera, ¿es eso cierto? —preguntó María.

—Sí, los investigadores no han logrado ponerse de acuerdo. Se elaboraron múltiples teorías sobre ella: desde que representaba a una sacerdotisa, a una diosa de la fertilidad o a una virgen, hasta incluso la posibilidad de que fuese una guerrera amazona.

—Y si eso fuese cierto, ¿cómo habría llegado ese niño hasta aquí? ¿Quién lo enterraría bajo el palacio? —preguntó María.

—La región de la Bastetania fue ocupada por diversos pueblos durante toda su historia; entre ellos, los fenicios y los griegos —contestó Luis—. Cada uno dejó su sello de identidad, modificó la estructura de los poblados e introdujo nuevas creencias religiosas y culturales. Es conocido el importante trasiego de mercancías en todo el mediterráneo y quizá en alguno de esos viajes algún soldado se podía haber enamorado de alguna bella mujer y fruto de ese amor, quién sabe, habría nacido un hijo.

—No sé si la historia es así como la cuenta mi hermano —dije—. Es sólo una hipótesis que no para de dar vueltas en mi cabeza. Lo que no me parece nada extraño es que muriera a tan temprana edad, ya que en aquella época esto era bastante común. ¿Por qué regreso a Creta para morir? Bueno, es posible que viniese a la isla para encontrar algún remedio que sanase su enfermedad. Creta fue famosa por sus enormes avances en el campo de la medicina, pero lamentablemente el niño habría fallecido y su padre decidió enterrarlo siguiendo el ritual funerario de los íberos, para honrar de esta manera a su madre.

—Si eso hubiera pasado así, supondría un gran avance en la investigación sobre el verdadero origen de la Dama y su rol en aquella sociedad. Lástima que no podamos demostrarlo —dijo María.

—Tiempo al tiempo —afirmó Luis—. Algún día se sabrá toda la verdad. Por cierto, María, ¿podríamos parar para comer algo? Tanto ajetreo ha revuelto un poco mi estómago y necesito reponer energías.

—¡Mirad!, ya estamos llegando —exclamó María.

—¡Guau!, ¡qué atardecer tan increíble! El sol acaba encontrándose con ese maravilloso mar en calma —dijo Luis admirado por tanta belleza.

—¡Allí está el lago! —dijo María con gesto de admiración—. Bajemos, para llegar hasta allí tendremos que ir andando. Según la mitología griega, Atenas y Armetis se bañaron en las aguas de este magnífico lago. Hasta el siglo XIX, los habitantes de la ciudad creían que el lago no tenía fondo y que estaba conectado con espíritus malignos, lo que dio pie a numerosas leyendas y supersticiones.

—¿En serio? —preguntó Luis algo asustado y perplejo a la vez—. El lago parece bastante tranquilo, aunque aquella espesa niebla que se ve allí no me da muy buena espina.

—Así es. Pero todo eso forma parte de una leyenda, Luis. No tienes por qué preocuparte. Este mito del lago sin fondo fue echado por tierra en 1853, cuando un almirante británico descubrió que el lago tenía unos sesenta y cuatro metros de profundidad.

—¡Vaya, me quedo más tranquilo! —dijo.

—Sin embargo, se dice que cuando los alemanes abandonaron Creta al finalizar la Segunda Guerra Mundial se hundieron sus vehículos militares en el lago y nunca fueron encontrados. ¿Mito o realidad? A eso ya no sabría responderte.

—Creta está cargada de grandes mitos y leyendas, Luis —dije—. En toda leyenda hay una parte que es verdad y otra creada por el miedo y la superstición.

—Creo que ya no me parece tan bonito este sitio, David. ¿Has oído eso?

—Yo no he oído nada, Luis, y deja de agarrarme la camisa. Son casi las diez. Deben de estar a punto de llegar —dije.

—¿A quién se supone que esperamos? —preguntó mi hermano—. ¡Ah, sí!, al hombre de la barba que se parecía a Leonardo. Ahora lo recuerdo. Pero ¡un momento!, yo he visto a ese hombre en algún sitio antes. ¡Claro!, en la Galería de Arte.

—¿Cómo? —pregunté esperando uno de esos momentos de lucidez que de vez en cuando tenía Luis. Es cierto, solía ocurrir con cierta frecuencia.

—¿Recuerdas el retrato que te enseñé?

—Sí, el hombre que según tú no dejaba de mirarte y te perseguía por todo el edificio. Aunque ahora que lo dices sí que le noto cierto parecido. Quizá sea algún pariente cercano —dije.

—¡Fijaos! —exclamó María señalando hacia la orilla del lago—. Acaba de llegar un vehículo.

Permanecimos ocultos tras una gran roca situada en la ladera de la montaña. Expectantes y curiosos por saber quién se bajaría del coche, vimos cómo el sol iba desapareciendo casi por completo y la noche empezaba a ser la verdadera protagonista. Apagó el motor pero dejó las luces encendidas. Tras unos segundos de pausa, la puerta trasera empezó a abrirse lentamente y un hombre con sombrero y chaqueta puso los pies en el suelo. En su mano derecha sostenía una especie de maletín y no dejaba de mirar a todos lados, algo nervioso y esperando, quizá, encontrarse con la persona que lo había citado en aquel misterioso y oscuro lugar.

—¡Mirad allí!, ¿qué es aquello? —preguntó María.

—Parecen dos sombras —dije—. Creo que lo están buscando.

—¡No! —exclamó Luis—. Son hombres con el rostro cubierto y creo que van a por él. No parecen tener buenas intenciones.

—¿Cómo? ¡Tenemos que hacer algo! —exclamó María.

—¡Oh, no! ¡Intentan ahogarlo en el lago! —gritó Luis.

—¡Vamos! —exclamé, y salí corriendo sin pensármelo dos veces.

—¡David, no! —dijo mi hermano—. ¡Es arriesgado!

Me lancé al agua en un intento desesperado por salvar su vida. Lo cogí por la espalda y traté de llevarlo hasta la orilla. Pero ya era demasiado tarde. El esfuerzo fue inútil. Había tragado mucha agua y no pude hacer nada por él.

—¡Arthur! —grité cuando pude ver su rostro—. ¡No puede ser!, ¿por qué? —exclamé arrodillado y sosteniendo su cabeza—. ¡Es otra víctima más de la maldición!

—¿Qué maldición, David? —preguntó María. Por cierto, han desparecido como si fueran magos. Ni rastro de ellos.

—La maldición del Niño de Creta. «Uno por cada día sin descanso…».

—Está muerto, David —afirmó María—. Avisaré a mi departamento para que se hagan cargo del cadáver. Será mejor no tocar el cuerpo, pronto vendrá un equipo para analizarlo. ¿Quién se ocultará bajo esas túnicas?

—No lo sé, María, pero pronto lo descubriremos —dije—. Es posible que el secreto de Arthur haya muerto con él, pero a lo mejor este anillo es nuestra última esperanza. Tenemos que ir a esa basílica, Luis, es posible que el Niño se encuentre bajo ese templo, tal y como figura en la inscripción del anillo.

—¿Y si no fuese así?, tengo dudas, David. No sería extraño que el sepulcro haya salido ya del país para venderse en el mercado negro. ¡Ojalá esa inscripción tenga sentido y consigamos dar caza a los culpables!

—Pero ahora será mucho más difícil adivinar qué significan los símbolos de la tablilla y poder así resolver el enigma. La muerte de Arthur lo pone todo más difícil —dije.

—¿El enigma, David? —preguntó María algo desconcertada mientras yo perdía la mirada en el horizonte de aquel maldito lago.

—Sí, el enigma de la Diosa. El secreto mejor guardado durante siglos —afirmé.

—¿Qué diosa? ¿Te refieres a la Dama? —preguntó María.

—Así es. El Niño de Creta guarda un celoso secreto. Estoy convencido. Tengo la sensación de que pronto sabremos qué hacía ese niño aquí. Durante muchos años, arqueólogos, antropólogos y algún que otro visionario descerebrado intentaron descifrar sin éxito lo que se escondía tras aquel rostro sereno, impasible y mudo, silencioso y trágico a la vez. Muchos la negaron mil veces y quisieron evitarla cuando fue descubierta, decían que era horrenda; otros intentaron robarla para venderla y satisfacer su ego; pero sólo unos pocos lloraron su ausencia. Extrañados y perplejos por las armas encontradas en su tumba, la convirtieron en un hombre, pues no había sitio para las mujeres en el arte de la guerra, así que decidieron evitarla para no caer en su maleficio, pero el daño ya estaba hecho. Nadie vio en su mirada el llanto silencioso que durante siglos había permanecido oculto, esperando ausente en una desangelada y fría urna de cristal, tan lejos de su tierra, en busca de algún mortal que la ayudase a encontrar respuestas. María, Luis, ese momento está cerca y ahora nos toca a nosotros mostrar al mundo su verdad. ¡Resolvamos el enigma y pongamos fin a esta maldición!

—Te ayudaremos. Si eso que dices es cierto y puede cambiar todo lo que se ha escrito sobre tu diosa, merece la pena intentarlo —dijo María.

—Claro que sí, David —dijo Luis—. Juntos vamos a descubrir a los asesinos de Arthur y te vamos a ayudar a resolver ese enigma. Daremos con el Niño y haremos que el destino haga su trabajo.

—Tiene que ser muy valioso ese secreto para que alguien decida quitarle la vida a otra persona. ¿Qué puede haber más fuerte que la vida? —preguntó María.

—La propia vida, María —dije—. Esos criminales piensan conseguir sus objetivos sin importarles a quién se llevan por delante.

—Tenemos que llegar a la iglesia antes que ellos. Espero que Luis me ayude a pensar un plan ingenioso para entrar —afirmó María con una ligera sonrisa.

—Seguro que sí. Esta noche pensará algo y nos mostrará un plan genial, ¿a que sí, hermanito?

—Bueno, creo que se me está ocurriendo algo interesante, pero será mejor que lo concretemos mañana. Mi mente está algo cansada en estos momentos y con el estómago vacío no puedo pensar bien. ¿Hay algún restaurante por aquí cerca?

—¿Siempre está así? —preguntó María.

—Digamos que es su seña de identidad.

—Ya está aquí la policía, será mejor que dejemos esto en sus manos. Hablaré con mi superior y le contaré todo lo ocurrido.

—Está bien, María. Espero que encuentren alguna pista para dar con ellos —dije.