El primero de la lista

Había pasado la mañana entretenido con mi hermano Luis, repasando aquel plan genial más propio de Hollywood que de este mundo real. No obstante, tengo que confesar que el ingenio de Luis era una cualidad innata en él y que si bien de niño tenía miedo de todo, con el paso de los años se había convertido en un hombre avispado y culto, aunque algo temeroso. Seguramente no era el mejor plan que había oído en mi vida, pero sobre el papel era lo más acertado que podía hacer para conseguir algo de información.

El Prwios Casino, situado a las afueras de Heraklion, era todo un emblema en la ciudad. Un sitio creado por y para el mundo de la noche, un espacio de reunión para la alta sociedad de la isla.

Esperé a la doctora Astrid en la puerta del hotel y a los pocos minutos pasó a recogerme. Impaciente y algo tenso por la situación, intenté mantener una conversación algo coherente, evitando preguntas innecesarias y centrándome sólo en lo esencial. No tenía razones para desconfiar de ella, pero a pesar de todo debía permanecer alerta, vigilante ante cualquier gesto o comentario que me hiciesen dudar. Conducía un lujoso Jaguar descapotable de mediados de los setenta muy apropiado para la ocasión. Se arregló con un elegante vestido negro de encaje, collar de perlas y guantes negros. Me recordaba a una de esas actrices famosas de la tele. Estaba realmente bella. Luis me aconsejó traje negro con pajarita y chaqueta. El toque londinense lo conseguí gracias a un sombrero inglés al estilo de Sherlock Holmes que compré en una de esas tiendas típicas de recuerdos de la isla.

—Mire, es allí —dijo.

Casi habíamos llegado a nuestro destino. Desde la distancia, las luces parpadeantes del recinto destacaban sobre el resto de locales, simulando, aunque a menor escala, el lujoso complejo recreativo de Las Vegas en Estados Unidos.

Bajamos del coche y en la entrada nos esperaban dos corpulentos hombres vestidos de negro. Primera prueba de fuego, pensé.

—No se preocupe —dijo la doctora. Permanezca a mi lado y todo irá bien. He venido alguna que otra vez por aquí.

—Doctora Astrid, bienvenida al Prwios Casino —dijo uno de ellos—. Está usted increíble. Tenga el gusto de acompañarme.

—Gracias, Herman, hacía bastante que no te hacía una visita. Veo que habéis hecho algunos cambios.

—Ya sabe, renovarse o morir. Y dígame… ¿no piensa presentarme a su acompañante?

—Herman, Willian McCarthy, coleccionista inglés de obras de arte. Está de paso por la ciudad y pensé que no podía marcharse sin conocer el casino.

—Encantado, señor McCarthy, soy Herman Papadopoulos, propietario del Prwios Casino.

—Es un placer, señor Papadopoulos. Tiene usted un gusto exquisito para la buena decoración, ¿aquello es un Van Gogh?

—Veo que entiende del tema. En efecto, es una pieza única valorada en un millón de dólares. Pero acompáñenme, les invitaré a una copa.

—¿Y aquel es Jacques de Molay?

—El último Gran Maestre de la Orden del Temple. Desconozco su autoría, pero creo que tiene un valor incalculable. ¿Ha oído hablar de la maldición de la Orden, señor McCarthy?

—Resulta curioso un retrato así en un sitio de apuestas como éste, aunque debo reconocer que el arte no está reñido con el juego. Tengo entendido que fue acusado de hereje, ¿no es así?

—Así es, señor McCarthy. Fue acusado de herejía contra la santa cruz por el Papa Clemente V y el rey de Francia Felipe IV. Condenado a morir en la hoguera, Molay declaró y reconoció, bajo tortura, los cargos que le habían sido impuestos, y por ello en 1314 fue quemado vivo frente a la Catedral de Notre Dame, en forma pública, proclamando la inocencia de la Orden y, según la leyenda, maldiciendo a los culpables de la conspiración. En menos de un año Clemente V y Felipe IV fallecieron de manera repentina… Pero pasen, no se queden ahí. Vayamos al bar.

Un full de ases sobre la mesa, la bola blanca rodando mil veces sobre la vieja ruleta rusa y el humo habano impregnando el ambiente, mustio y sombrío, de una gran sala del siglo XIX. Lujo y azar, oscuridad y placer. Paredes de lienzos sin rostro, lámparas de cristal vestidas de plata y oro, mujeres de ardiente mirada y elegante figura. A medida que avanzaba por el interior me iba cruzando con personas de aspecto variado, vestidas con ropas extravagantes y un poco bebidas, diría yo. Saludé tibiamente con la mirada a los extraños personajes que me iba cruzando, fugaz pero amablemente, con la idea de no sentirme un extraño en aquella casa de lujuria y desenfreno.

—Mire, ¿ve a aquel señor con la corbata de rayas y el puro en la boca? Es el alcalde de la ciudad. Relájese, señor Mesas, le noto un poco tenso. Está especialmente atractivo esta noche, así que déjese llevar.

—Vaya, veo que está muy bien acompañado el alcalde —le dije en voz baja.

—Señor McCarthy, ¿qué quiere tomar? —preguntó Herman.

Whisky doble sin hielo, el más añejo que tenga, por favor.

—¿Y usted, doctora?

—Tomaré un agua con gas, Herman, al estilo de la casa.

—Un whisky doble sin hielo para el señor y un agua con gas y limón para la señorita. A mí póngame lo de siempre.

—Enseguida, señor Papadopoulos —dijo el camarero.

El dueño del casino, Herman, parecía el típico personaje mafioso sacado de alguna película italiana de los años setenta. Su enorme barriga, en la que descansaba una llamativa y trasnochada corbata amarilla, y su chaqueta de pana marrón lo convertían en un hombre pintoresco y tremendamente peculiar.

—Y dígame, Willian, ¿me permite que le tutee?

—Sí, claro.

—¿Qué le trae por la isla? ¿Busca algo en concreto?

—En un par de semanas tengo prevista una exposición de obras de arte inéditas en el Metropolitan Museum de Nueva York. Me gustaría mostrar a mis invitados alguna joya representativa del arte minoico. Los ojos de medio mundo estarán puestos allí y quisiera que la gala estuviese a la altura. A cambio ofrezco una suma de dinero nada despreciable.

—Interesante, Willian, pero lamento no poder ayudarle. Espero que tenga suerte durante su estancia en la isla.

Noté cierto nerviosismo en los gestos de Herman. Quizá por el exceso de calor en la sala o a lo mejor debido a su enorme sobrepeso, aquel extraño hombre no dejaba de sudar. Sacó su pañuelo de tela hasta en tres ocasiones del bolsillo de su chaqueta marrón para secarse la frente, de manera compulsiva. Se rascó el cuello y se aflojó el nudo de la corbata. Fue entonces cuando, sin esperarlo, me percaté de un curioso detalle: ¡la estrella de cuatro puntas!

—¿Se encuentra bien? —preguntó la doctora.

—¡Este maldito calor!

Aquel pequeño tatuaje dibujado bajo la solapa de su camisa confirmó mis sospechas y despertó en mí la necesidad de indagar un poco en los rincones de aquel casino misterioso.

—Disculpe, Herman, ¿el baño?

—Al final del pasillo a la derecha —respondió algo tenso y aturdido.

Seguí la concisa indicación de Herman y caminé unos cuantos pasos por el lóbrego y sugerente pasillo, decorado con hermosos tapices de barroca finura y elegantes bordados de oro, hasta que conseguí ver algo de luz. Atraído por la curiosidad de tan enigmático destello, decidí acercarme un poco más, pero la intensidad de su esplendor iba creciendo a medida que avanzaba, hasta el punto de deslumbrarme casi por completo.

—¿Quién eres? —pregunté confuso y desorientado.

De repente el espectro de un niño descalzo se mostró ante mí. Caminaba erguido pero con la mirada orientada hacia el suelo. Vestía una túnica azul y en su mano derecha llevaba una espada de madera. De repente la luz ya no me cegaba y me permitía ver con claridad tan surrealista escena. No debí probar el whisky tal y como me advirtió Luis. El Niño de Creta había despertado de su eterno letargo y se preparaba para hablarme, o al menos ésa parecía ser su intención. Alzó la cabeza pero el intenso brillo de sus ojos me impedía verlo con claridad. A pesar de sentir cierta inquietud, aquel niño me transmitía una paz inmensa. Su voz, delicada y aterciopelada, escondía el siguiente mensaje:

Uno por cada día sin estar con ella, por profanar mi tumba y ocultar mi nombre. En mi descanso eterno está el secreto y es su voluntad mi destino…

—¿Cuál es tu destino? ¡Déjame ayudarte! —exclamé.

Detén la maldición y descifra el enigma.

—¿El enigma?

«El enigma de la Diosa»…

Éstas fueron sus últimas palabras antes de desaparecer por completo en la oscuridad del infausto y sombrío pasillo. Por momentos sentí temor, pero a la vez la tentación de descubrir a qué se refería con ese enigma. Recordé entonces las palabras de la Dama antes de partir de Madrid mientras en mi cabeza aún se mantenía la imagen de aquel niño desdichado caminando hacia mí. ¿Se haría realidad su venganza o por el contario todo sería fruto de mi imaginación?

—¡David!

—¡Delia!, ¿qué ocurre?

—¡Algo terrible!

Escuché un gran alboroto en la sala y me apresuré para ver qué estaba pasando. Cuando llegué, vi a Herman tumbado en el suelo y rodeado de una multitud de personas.

—¡No! —grité.

—¡Todo pasó tan deprisa! Estaba bien y de repente empezó a sentirse mal y se desmayó, se desplomó en apenas unos segundos.

—Ha sido él —dije.

—¿Cómo?

—Es una maldición, Delia. Caerán uno por uno hasta que pueda descansar en paz.

—No te entiendo, David, ¿qué quieres decirme?

—He visto a ese niño. Estaba vivo y me ha hablado. Tenemos que encontrar el sepulcro cuanto antes para evitar una gran masacre. Si no desciframos el código secreto que apareció en su tumba y lo devolvemos a su sitio, cada día se cobrará una nueva víctima. Vamos, salgamos de aquí.