La mañana siguiente pensé en todo lo vivido bajo el palacio de Festos. Salí del hotel a eso de las nueve y me senté en un bar para tomar un café. Cogí el periódico que alguien había dejado sobre la mesa y empecé a ojearlo. Se avecinaba un día de calor intenso y la sofocante humedad en el ambiente había empezado a calar en mi camisa blanca. A pocos metros de mí, un hombre no dejaba de mirarme. Tenía la nariz afilada como una zanahoria, una extensa y prolongada barba blanca que llegaba casi hasta la cintura, sombrero inglés y los ojos tapados con unas gafas de sol. Parecía algo nervioso y hacía extraños movimientos circulares con la copa que sostenía entre las manos, hasta el punto de que casi la derrama por completo. El efecto de aquella extraña bebida unido al calor del recinto hacían que sudara de manera intensa. La situación se volvió un poco tensa e incómoda a la vez, así que decidí salir. Caminé por una gran avenida sin saber exactamente hacia dónde ir. Tenía la extraña sensación de que alguien me estaba siguiendo y de vez en cuando miraba hacia atrás. ¿Sería obsesión mía?, pensé. Podría ser. Al final de la calle, un emblemático edificio de la ciudad me daba la bienvenida. Se trataba del Museo de Heraklion, quizá el más importante de la capital. Atraído por la bellísima entrada, decidí entrar. Mi sorpresa fue grandiosa cuando, tras una breve visita por el recinto, me crucé con la doctora Astrid en uno de los pasillos. Hablaba con el mismo hombre que no paraba de mirarme en el bar. ¿Coincidencia, casualidad…?, me pregunté. Yo permanecía de espaldas, intentando que no me viesen y atento a la entretenida conversación que estaban teniendo.
—Buenos días, ¿alguna novedad? —preguntó la doctora.
—Parece que la lectura de los símbolos se haría desde fuera hacia dentro, es decir, desde la periferia hacia el centro del disco. Hay dibujos que se repiten y que parecen representar algún nacimiento, o quizá algún rito funerario. No lo tengo claro. Este pájaro aún mantiene restos de pintura azul y podría simbolizar el tránsito desde la muerte hacia la vida eterna, pero todo esto son especulaciones, doctora Astrid.
—Buen trabajo, Arthur, siga en esa línea. Si necesita ayuda no dude en pedirla, ¿de acuerdo?
—Está bien, señora, descuide.
—Fue un acierto guardar el disco en un museo diferente, de lo contrario hubiera desaparecido junto con la urna del Niño.
Parecía uno de esos experimentados arqueólogos especializado en descifrar la simbología jeroglífica. Durante muchos años, los exploradores románticos viajaron a Egipto junto a grandes arqueólogos, cuyos conocimientos en la materia fueron clave para encontrar los sarcófagos de los faraones. Estudiaron la estructura de las pirámides y su orientación hacia el sol, así como los códigos alfanuméricos dibujados en los complejos y laboriosos pasadizos secretos. Sin embargo, el código encontrado en Festos parecía indescifrable a primera vista.
La primera vez que me crucé con ese hombre me causó una extraña sensación, mezcla de perplejidad y sospecha. Era un señor canoso, de unos cincuenta años edad, con gafas y un característico sombrero al estilo inglés. Mi sorpresa aquella mañana fue doble, ya que no esperaba encontrar el famoso código en este museo, sino en el de la Canea, allí donde llevaron al Niño. No obstante, me fue fácil entender que por motivos de seguridad, y dada la importancia de los hallazgos, fue acertada la decisión de guardarlos en sitios diferentes.
—Señor Mesas, ¿qué le trae por aquí? ¿Investigando en el Heraklion?
Me habían descubierto. Me resultaba extraño entablar una segunda conversación con Delia en tan poco tiempo pero me acerqué a saludarla.
—Doctora, ¿qué tal todo? Me alojo al final de la avenida y pensé en acercarme para empaparme de la magnífica y enigmática arqueología cretense.
—Pues ha venido al mejor sitio —dijo—. Este museo alberga joyas de nuestro pasado de un valor incalculable.
—Disculpe, ¿ése es el…?
—Sí, el famoso código que apareció junto al Niño. Lo guardamos en este museo por motivos de seguridad. Aún no hemos conseguido descifrar su compleja y extraña simbología. No he visto nada igual en mi vida. Estoy llegando a pensar que han sido seres de otro planeta los que han hecho las inscripciones. Por cierto, le presento a Arthur, una eminencia en la materia. Nos cuenta que nunca vio algo parecido en toda su carrera como investigador.
—¿Me permite? —pregunté mientras me acercaba para observar el código.
—Sí, claro. Fíjese en el pájaro, en esta planta y en aquel ojo. Me recuerda al ojo de Osiris, el dios egipcio.
—Conozco esa planta. Es esparto. En mi comarca se utilizaba para fabricar utensilios de todo tipo, como canastos, calzado…
—¿En Baza?
Arthur se detuvo en la limpieza del disco al escuchar nombrar mi pueblo e intentó evitar que mi mirada se cruzara con la suya. Su piel había cambiado por completo de color, se volvió pálida y blanquecina.
—¿Ocurre algo, Arthur?, le noto algo mareado.
—No es nada, señora, el calor y la humedad de la habitación. Saldré un rato a tomar el aire.
El aroma a historia recorría todos mis sentidos en aquella inmensa sala de grandes cristaleras. La luz solar irrumpía con fuerza a través de ellas resaltando aún más los hermosos bustos de mármol colocados sobre relucientes columnas dóricas y jónicas. El silencio allí dentro era eterno pero frágil, ya que tenía la sensación de que en cualquier momento podía romperse.
—Dígame la verdad, señor Mesas, ¿está aquí para descubrir quién robó el sepulcro o por alguna otra razón?
—Creo que debo ser sincero con usted, doctora. El pasado de ese niño está ligado a mi ciudad y a la cultura íbera. Por eso estoy aquí. Es lo que pienso.
—¿Cómo?, explíquese
—He visto la foto en la que aparece junto a él y ese sepulcro no se parece en nada a los encontrados en la zona. ¡Fíjese!, ¿ve alguno parecido a él en este museo?
—Ciertamente lleva usted razón, pero la isla de Creta fue invadida por diversas culturas. Griegos, fenicios, romanos… todos ellos pasaron por aquí y dejaron su huella. No entiendo a dónde quiere llegar.
—Le hablaré claro. Creo que existe una estrecha relación entre el sepulcro encontrado en Festos y la Dama de Baza.
—¿Qué tipo de relación? —preguntó extrañada.
—Para responderle a esa pregunta habría que descifrar primero ese misterioso código. Creo que tras los símbolos que alberga se esconde un gran secreto que ha permanecido oculto durante siglos. No sólo debemos encontrarlo para averiguar quién era ese niño y qué papel jugaba en su época, sino también porque ese hallazgo le corresponde a usted, doctora Astrid, y su nombre merece ser recordado.
—Le agradezco su interés pero el caso está en manos de la policía, ¿qué podemos hacer?
—Le seré franco. Desde que llegué a la isla ningún policía me ha parecido de fiar. ¿Ha oído hablar de Los Hijos del Rey Minos?
—Señora Astrid, si me disculpa.
—Sí, Arthur.
—Estaré en la cafetería de al lado. Necesito tomar algo de cafeína para seguir con la investigación. Este calor agobiante me está dejando sin fuerzas.
—Está bien, Arthur. ¿Me decía, señor Mesas?
—Sí, le preguntaba si había escuchado algo sobre la banda de…
—¿Qué ha sido eso? —preguntó la doctora.
—Parece que viene de arriba. ¿Hay alguien allí?
Un estruendo proveniente de la planta superior había interrumpido de manera brusca aquella interesante conversación y provocó un pánico contenido entre los visitantes.
—Usted quédese aquí abajo vigilando el código. Yo subiré —dije.
—De acuerdo. Tenga cuidado.
Subí las escaleras de madera que me conducían hacia la segunda planta del edificio. Asombrosamente, la sala estaba vacía. Me oculté tras la esquina de la pared y esperé. Habían forzado la ventana. Rápidamente corrí para intentar ver al intruso, sin embargo ya era demasiado tarde. Seguramente al escucharme subir huyó sin pensarlo dos veces.
—¡Doctora!, ¡avise a la policía! Parece que alguien ha intentado colarse en el museo.
«¿Dónde te has metido?, —pensé—. No debes de andar muy lejos». Me adentré un poco más en la oscura y solitaria habitación y vi que todo parecía estar en su sitio. La persona que había forzado la ventana sabía muy bien lo que estaba buscando. No dejó pistas, o al menos eso pensaba. Me acerqué para intentar verlo, pero ni rastro del sospechoso, tan sólo una sombra que se esfumaba entre los árboles fugazmente. Algo salió mal. En la esquina del enorme ventanal había dejado un pedazo de papel con una minúscula inscripción. «Te tengo», pensé raudo. Sin embargo, aquel extraviado folleto contenía una extraña inscripción que la poca luz del habitáculo me impedía ver con facilidad. No sé si lo hizo de manera intencionada o simplemente se le había caído. El tiempo lo dirá.
—¿Ha visto algo?
—No, doctora. Salió por aquella ventana. Sin embargo encontré esto.
—Déjeme ver.
—¿Ocurre algo, doctora?
—Es la estrella de cuatro puntas.
El gesto de la doctora cambió de repente, mostrando cierta perplejidad y preocupación por la enigmática señal. Conocía ese símbolo, y por su rostro conseguí deducir que no eran buenas noticias.
—¿Cómo? He visto ese símbolo antes —dije—. ¡Claro!, ¡ya lo recuerdo! Fue en el templo de Festos. Ayer mismo. Era el dibujo que vi en una de sus paredes, justo al lado del hechicero que sostenía la daga.
Todo resultaba enormemente extraño. No entendía por qué había dejado esa misteriosa nota, si es que lo había hecho a conciencia. A simple vista parecía como si quisieran que se les reconociese con esa estrella de cuatro puntas. Es posible que haya sido una manera de distraer la investigación, pero no tenía claro su significado actual.
—¿Qué representa, doctora?
—Simboliza al rey Minos, una figura legendaria concebida según la mitología por Zeus y Europa. Minos habría reinado sobre Creta y las islas del mar Egeo durante tres generaciones antes de la Guerra de Troya. Hay teorías que lo consideran como un gobernante tirano, encargado de cobrar un tributo a los jóvenes atenienses que alimentaban al Minotauro. Sin embargo, otros estudiosos consideran a Minos como un rey benévolo, legislador y supresor de la piratería. Según esta teoría, tras su muerte se convirtió en el juez de las sombras del inframundo. Sus descendientes, creyendo en la explicación mitológica, se hicieron llamar Los Hijos del Rey Minos, y han llegado a la actualidad bajo este nombre. En la práctica actúan como un día lo hicieron los caballeros templarios. Consideran que tienen ese origen divino y su objetivo es recuperar las reliquias sagradas del rey.
—Y el sepulcro del Niño, ¿qué tendrá que ver con su rey?
—No lo sé, quizá no tenga nada que ver con él. Algún día lo sabremos. Tengo entendido que este tipo de organizaciones secretas creen que es posible descifrar los grandes enigmas de la humanidad a través del complejo mundo de los símbolos. Su origen y diversidad es muy variada y han llegado a la actualidad con objetivos muy distintos. En su ADN parece ser que existe un deseo innato por alcanzar el poder y gobernar el mundo. En el lenguaje coloquial se les ha confundido con las sectas y han sido perseguidas por intentar alterar el comportamiento humano de forma, digamos, poco decorosa. Muchos han visto frustradas sus ambiciones de poder, y en este caso que nos ocupa se consideran descendientes de una estirpe legendaria, destinada a gobernar en toda la isla.
—¿Símbolos? Es posible que estén buscando algún valioso objeto muy vinculado al rey Minos, algo así como el cáliz de la última cena de Jesús, pero ¿cuál puede ser ese objeto?
—Será mejor que no comentemos nada de esto a la policía. Me temo que esa red de cazadores de tesoros está más cerca de lo que pensamos, señor Mesas. Debemos tener los ojos bien abiertos.
—Sí, algo me dice que deben reunirse con frecuencia en algún sitio aparentemente normal para no levantar sospechas. ¿Conoce algún lugar donde se concentre gente elegante?
—Sí, claro, no muy lejos de aquí está el casino de la ciudad. Pero no le entiendo, ¿por qué me pregunta eso?
—¿Qué le parece si después de cenar tomamos una copa allí?
—Me parece bien, pero creo que va a necesitar un traje de gala. Allí no dejan entrar a todo el mundo. Tienen una clientela muy selecta.
—Supongo que a una arqueóloga de prestigio como usted no deberían ponerle ningún impedimento, ¿cierto?
—Veré qué puedo hacer. Ya está aquí la policía, será mejor que se marche y descanse. En unas horas pasaré a recogerlo. Póngase guapo.
—Cuídese, doctora, y si nota algo raro en el museo en el día de hoy no dude en avisarme.
—Descuide.
Salí del museo con el recuerdo aún presente de aquella nota misteriosa en mi cabeza. Una estrella de cuatro puntas resultaba enormemente original, pensé. Lo normal sería que tuviese cinco, pero por alguna extraña razón alguien decidió que ésta fuera su seña de identidad. Me dirigí hacia el casco histórico de la ciudad. Tocaba esperar, no sin cierta resignación, a que el devenir de los acontecimientos me fuese aportando algo de luz. Creta tenía grandes sitios para visitar, muchos de ellos en lugares pocos conocidos, como por ejemplo el lugar en el que me encontraba. Paré en una típica cafetería cretense, de ésas de toda la vida. Se encontraba en un hermoso barrio de pescadores, justo al lado del mar. Había quedado allí con mi hermano Luis a eso de las doce. Esperar siempre me ponía nervioso, pero conociendo a mi hermano esto era algo normal. Me había metido en el corazón de la ciudad, pero también en la zona más humilde. Pasé un buen rato por sus estrechas y floridas callejuelas, dejándome llevar por el intenso y agradable olor a mar. Los balcones, hechos a base de madera, estaban adornados con floridos y aromáticos geranios de intensa tonalidad rojiza. Era un lugar típicamente mediterráneo, cargado de historia y al que siempre desearías regresar. Me quedé mirando hacia el horizonte del cristalino mar en calma, recibiendo la agradable brisa marina mientras mi cabeza no paraba de darle vueltas a todo lo ocurrido en el museo, y me pregunté si sería capaz de encontrar el sepulcro y desenmascarar toda esta compleja trama. Recordé entonces a mi pequeña Marta y a Lucía, los dos amores de mi vida. Me gustaría poder volver a casa para abrazarlas y contarles que había resuelto el enigma y que el Niño de Creta regresaba con su madre, pero todavía quedaba mucho trabajo por hacer aquí en la isla. Esperaba examinar con atención las fotos que hice en la tumba y buscar algún elemento para unir ambas figuras.
—¡David!
—Luis, ¿has traído eso?
—Sí, me costó encontrar algún sitio para revelar las fotos pero al final tuve suerte y puede sacarlas. Hay un total de diez, ¿qué es esta estrella?
—Vayamos al puerto. En el Café Marina estaremos más tranquilos y te lo explicaré.
—De acuerdo, espero que tengan churros, ¡estoy hambriento!
—Menuda novedad. No creo que tengan churros en Creta. Vamos, tengo que contarte algo.
Nos sentamos en un famoso bar justo al lado del mar, el Café Marina. Tenía unas vistas impresionantes hasta el punto de que el sol parecía juntarse con el mar, lo que creaba un escenario mágico y emocionante.
—¡Mira, Luis!, esta imagen me ha dejado sin palabras. Es la supuesta tumba donde fue encontrado.
—Me recuerda mucho a la tumba de la Dama, David.
—Y ésta es la estrella de cuatro puntas. La doctora Astrid me estuvo contando que representaba a una especie de organización supuestamente vinculada con la masonería y conocida con el nombre de Los Hijos del Rey Minos.
—¿Masones? ¡Vaya, esto se pone interesante! Tengo entendido que en la actualidad existen grandes masones reconocidos, desde políticos hasta empresarios y diversas personalidades del mundo cultural, pero pensaba que los caballeros templarios fueron los últimos que se dedicaron a la búsqueda de reliquias sagradas.
—Existen muchas asociaciones secretas de este tipo y pueden ocultarse en cualquier institución relacionada con el poder sin despertar ningún tipo de sospecha, como por ejemplo en el Gobierno o en la policía. Es posible que estén por todas partes, así que no hables de esto con nadie, ¿de acuerdo?
—Sí, no te preocupes. Mi boca permanecerá cerrada. De todas formas no conozco a mucha gente por Creta.
—Muy bien, esta noche he quedado con la doctora para cenar. Iremos al casino de la ciudad.
—¿Vas a jugar a la ruleta? Cuidado con tus ahorros, David. Dicen que te acaba enganchando y cuando quieres darte cuenta ya estás en bancarrota
—No, Luis. Allí suele juntarse gente importante, políticos, empresarios, altos mandos policiales… Es posible que averigüe algo.
—¿Cómo entrarás?
—Seré el acompañante de la doctora Astrid. Ella es bien conocida en la ciudad y supongo que nos dejarán entrar. Eso espero. Por cierto, necesito un traje elegante para mañana.
—Estupendo. De manera que pretendes entrar a un sitio reservado para gente exclusiva, pasar desapercibido y averiguar si hay algún masón entre tanta gente importante, ¡cómo me gustaría parecerme a ti! Está bien, necesitarás una identidad falsa. Te prepararé un pequeño guion. Por cierto, ¿pediste los churros?
—Luis… aquí no tienen churros. Toma, prueba esto. Se llama dakos y es pan de sésamo tostado con aceite de oliva. No creo que tengan churros en Creta. Este café helado está riquísimo. Lo llaman café frappé y aquí es toda una institución, sobre todo en verano cuando aprieta el calor.
—¿Crees que sacarás algo en claro mañana?
—Cruza los dedos para que todo salga bien —dije.
—Todo irá bien. Ahora te daré algunas clases de cómo se comporta ese tipo de gente tan exclusiva.
—Miedo me das —dije.
—Hazme caso. Mira, he pensado que eres un empresario londinense interesado en la pintura y la arqueología de la isla. Quieres hacer una exposición de arte cretense en la capital de Inglaterra y te gustaría exponer algunas de las piezas más representativas del arte minoico.
—Ya, se supone que tengo que hablar inglés correctamente y en tono elegante, ¿no? Demasiadas películas, Luis…
—No, escúchame. A cambio ofreces una importante suma de dinero. Una vez dentro, acércate a la mujer más elegante de la sala y ofrécele una copa. Coméntale con disimulo cuáles son tus intenciones y si te puede presentar a alguien interesado en hacer negocios. Seguramente te llevará a una de las personas más pudientes del casino.
—Vale, ¿y luego?
—No corras. Os sentaréis en un lugar tranquilo y te llenará un vaso con whisky escocés para que te sientas como en casa. Haz como que bebes, pero sólo mójate los labios por si acaso. Háblale del Niño con naturalidad y observa su reacción. Puede que en ese momento encuentres alguna respuesta. ¿Soy o no soy un genio?
—Tengo que reconocer que no suena mal tu plan, pero es demasiado arriesgado. Anda, tómate ese café y regresemos al hotel. Tenemos mucho trabajo por delante.
—Está bien. Al final se te acabará ocurriendo otra cosa, pero no olvides mis consejos, ¿de acuerdo?
—Claro que sí, hermanito.