Se hacía de día en el hotel Kronos y el estridente ruido de los barcos llegando al puerto por la mañana se había convertido en mi mejor despertador. Era sin duda una señal inequívoca de que tocaba levantarse. La vida en Heraklion, capital de Creta, era de todo menos monótona. Hermosa ciudad de contrastes, cálida y acogedora. Luis y yo pronto recorrimos sus estrechas y retorcidas callejuelas, llenas de luces y sombras, de floridos adornos y eternos paisajes. Había momentos, la gran mayoría de ellos, que me recordaban a Baza, mi lugar de nacimiento; sobre todo cuando veíamos los extensos campos de olivos y las doradas viñas de uva de mesa en las afueras de la ciudad. Mar y campo, ciudad legendaria del sur de Europa. Aparte de la floreciente agricultura, Heraklion era un centro económico de referencia para toda la isla. Su importante puerto marítimo registraba un ingente trasiego de mercancías cada día y daba trabajo a decenas de personas. Asimismo, el incesante turismo de personas venidas de todos los rincones del planeta tenía también un papel relevante en la economía griega. Sobre todo gracias a la gran cantidad de restos arqueológicos que albergaba la isla y por sus numerosas y cristalinas playas. Creo que pocos sitios en el mundo tienen tal cantidad de ruinas por metro cuadrado como la maravillosa isla de Creta. Luis y yo pronto recorrimos la ciudad. Quizá lo que más me llamó la atención desde un primer momento fue la mezcla de gentes, sabores y olores. Deseaba compartir con mi hermano esta fantástica aventura. Por un lado pensaba que a lo mejor lo exponía a un riesgo innecesario, pero por otro veía en este reencuentro una oportunidad para recuperar el tiempo perdido. Luis era un hombre sensato, inteligente y precavido. Quizá en exceso. De niños acostumbrábamos a jugar siempre juntos y nunca permitía que me viniese abajo en los malos momentos. Ésos que todos tenemos. Si hubiera tenido que elegir dos personajes literarios que nos representaran con facilidad, estaba claro que él sería Sancho Panza y yo Don Quijote. Siempre ponía un punto de mesura que acababa calmando mi locura, pero también ese punto de enajenación transitoria contagiaba muchas veces a mi hermano y lograba doblegar su exquisita cordura para dejar paso a la imaginación sin límites.

Aquella mañana Luis se quedó en el hotel siguiendo la información en tiempo real que se iba dando sobre el robo en los diversos medios locales. Cogí el autobús urbano rumbo a los yacimientos sin saber a ciencia cierta lo que podría encontrarme allí. Seguramente la zona estaría custodiada por algún policía que otro mientras la investigación siguiese abierta. No sería fácil entrar, pensé. Pulsé el botón de parada cuando vi mi destino y bajé del angustioso autobús. Nunca me gustaron los espacios cerrados, tenía la sensación de que podría pasarme algo en cualquier instante. Justo enfrente, a unos cincuenta metros más o menos y situado en una inmensa llanura verde, podían verse los restos de una gloriosa civilización. En realidad, Festos había sido un viejo y legendario palacio con una antigüedad de más de dos mil años. El palacio original, conocido con el nombre de Palacio viejo, quedó arrasado prácticamente por el fuego. Sobre él se construyó el Palacio nuevo, todo un laberinto de muros, escaleras y patios que daban idea del importante complejo arquitectónico que pudo llegar a ser en aquella época. Era un lugar mágico que conseguía envolverte con encanto y trasladarte a aquella época con gran facilidad. Decenas de turistas se acercaban para visitar las ruinas, mucho más ahora, debido a la curiosidad que despertaba ver el lugar donde fue encontrado el sepulcro misteriosamente robado. Yo parecía uno más con mi sombrero blanco, mi camisa y mis gafas de sol. Me dirigí hacia la entrada con la intención de intentar visitar los yacimientos. El sol apretaba con fuerza pero la brisa marina aliviaba un poco tan sofocante calor. Embriagado de emociones y sensaciones, miré al cielo y quedé atrapado por su azul intenso que se reflejaba en el mar como si de un espejo se tratase. El olor a plantas aromáticas, muy utilizadas en la zona para carnes y pescados, impregnaba todas las calles de la ciudad. En la puerta había un policía y un recepcionista. El hombre de la entrada, encargado quizá de controlar el acceso al recinto, hablaba con una mujer rubia de ojos claros y de aspecto joven. Realmente bella y atractiva. Todo hay que decirlo. En su mano derecha llevaba un pequeño bloc de notas y de su cuello colgaba una especie de acreditación azul.

«Tiene que ser ella», pensé. Sin dudarlo me apresuré para entablar una conversación.

—¿Doctora Astrid?

—¿Sí? ¿Es usted el nuevo funcionario del Gobierno? Ya les dije que todo está en orden. No hace falta más vigilancia, gracias.

—No, no, disculpe. Me llamo David Mesas, corresponsal del diario español El Caso.

—Ah, periodista, encantada. Ya me extrañaba que tardaran en llegar. No sé si podré ayudarle mucho, supongo que habrá escuchado las noticias.

—Sí, algo he oído. Precisamente estaba pasando unos días en la isla y decidí acercarme a ver los yacimientos. ¿Podría visitar la tumba?

—Supongo que no debería, pero si viene de tan lejos quizá pueda hacer una excepción. Aguarde un momento aquí fuera, voy a consultarlo.

Tras mantener una breve pero intensa conversación con otro hombre, regresó de nuevo.

—Tenga, póngase una y manténgase a mi lado.

Me facilitó una acreditación y pude entrar al palacio. Acompañado por la doctora, caminé por un largo y sinuoso pasillo micénico decorado con frisos increíbles. Toda una belleza de valor incalculable. Tras deleitarme con aquellas sorprendentes e impactantes imágenes, llegamos a una pequeña escalinata que nos conducía hasta un piso inferior. La luz allí abajo era cada vez más débil y la humedad empezaba a sentirse con más fuerza. Era un lugar al que aparentemente no se le permitía entrar al público, según me comentaba. Embriagado por la magia de aquel frío habitáculo, intenté buscar alguna señal o simplemente una emoción que me trasladase a la gloriosa ciudad íbera de Basti. Tengo que reconocer que sentí un poco de miedo allí abajo. Tenía la extraña sensación de que en cualquier momento podía aparecer un fantasma detrás de mí. Había visto demasiadas películas quizá. No podía despistarme y debía poner mis cinco sentidos en alerta y estar atento ante cualquier gesto, mirada o forma de comportarse de los allí presentes.

La tenue luz del sombrío patio interior apenas me permitía ver con claridad los extraños personajes que, meticulosa y minuciosamente, exploraban lo que parecía ser la tumba del niño. La doctora se separó de mí un momento para dirigirse hacia un señor fornido y con bigote que custodiaba la tumba. Tenía unas gafas redondas y su enorme barriga impedía que pudiese abrocharse la chaqueta. Sudaba y se comportaba de forma extraña. Yo aproveché entonces para dar algunas vueltas por la habitación, con la idea de encontrar algo que me hiciese sospechar o que al menos despertase en mí cierta inquietud o curiosidad. Pasé mi mano por las rugosas paredes en varias ocasiones, siguiendo las llamativas y retorcidas imágenes de escenas cotidianas que aquellos cretenses habían dibujado hace más de mil años. Estaban hechas con colores vivos e intensos y se encontraban en perfecto estado de conservación, algo que llamó poderosamente mi atención. En uno de los múltiples frisos aparecía la cara de una especie de mago o hechicero con cuatro brazos, sujetando una pequeña daga con uno de ellos. Sobre su enorme cabeza había dibujada una estrella dorada de cuatro puntas. Quizá se tratase de alguna divinidad o a lo mejor simbolizaba el tránsito de la vida hacia la muerte. Aquel dibujo me impactó y me hizo pensar en su significado.

—Señor Mesas, venga por aquí, le mostraré la tumba.

—Sí, disculpe.

Me quedé mirando un rato más ese enigmático símbolo y me acerqué disimuladamente para hacerle una foto con mi pequeña cámara. En ese instante un hombre fornido, de calvicie prolongada y mirada perversa, me llamó la atención golpeándome el hombro.

—Señor —dije asustado.

Me apretó la mano con fuerza y se me quedó mirando de manera brusca y algo desafiante, como si le incomodase mi presencia. La doctora Astrid, con las manos cruzadas tras la espalda, observaba la escena con atención, evitando quizá que le formulase alguna pregunta, digamos, poco apropiada.

—Como puede comprobar, todo está en orden aquí abajo —dijo el hombre misterioso.

—¿Se sabe quién pudo haber sido?

—No está claro, amigo periodista. Tampoco sabemos por qué falló el sistema de seguridad del museo. En los últimos meses se venían produciendo pequeños robos en la ciudad, pero ninguno comparado con la magnitud de este último. La doctora ya le habrá explicado lo extraño del hallazgo, supongo. Era una figura muy peculiar, jamás vista hasta entonces en toda la isla. Tenemos un equipo de investigación especializado en este tipo de robos analizando huellas, así como los fallos del sistema de protección del museo. Seguramente el autor de este fatídico robo tuvo que ser algún ladrón descerebrado de alguno de los barrios conflictivos de la ciudad. Pronto daremos con él —dijo.

—¿Un ladrón común se cuela en el museo más importante de la ciudad y roba una figura de tanto valor? ¿Realmente cree que esto es obra de algún ratero? —pregunté.

—Entiendo su reacción, señor Mesas. Quizá manipuló la alarma y consiguió entrar. No sería el primer caso. Pero quédese tranquilo, en breve tendremos un informe detallado al respecto y lo pondremos a su disposición. ¿Alguna pregunta más?

—¿Quién tiene acceso al museo?

—Señor Mesas, tenemos que abandonar el recinto. La policía debe continuar con sus investigaciones —dijo la doctora—. Si tiene la bondad de acompañarme.

—Tan sólo un segundo, doctora. ¿Es posible que cualquier empleado, desde la limpiadora hasta el director del museo, pudiese acceder a la sala?

—Sí, claro, no descartamos ninguna hipótesis —dijo el hombre—. ¿A dónde pretende llegar?

—¿Podría echar un vistazo a la tumba?

—Está bien, pero no se demore —respondió la doctora Astrid.

Aproveché para acercarme y examinar con detenimiento el lugar del que sacaron la imagen del niño. Consciente de que no disponía de mucho tiempo, saqué del bolsillo la cámara y pude hacer algunas fotos más. La primera imagen que me vino a la cabeza fue la del Cerro del Santuario, lugar en el que fue encontrada la Dama de Baza; una imagen que tomó fuerza cuando mi vista logró alcanzar el interior de la tumba y parte del ajuar del difunto. Vasos griegos, armas y algunas vasijas. Increíble pero cierto, parecía estar viendo un enterramiento clásico de los íberos. Pero había algo que no me cuadraba. Todo estaba perfectamente colocado, como si lo hubiesen puesto a conciencia a la espera de que alguien como yo llegase. Empecé entonces a pensar en el origen de ese niño. Quizá alguien viajó desde aquí hasta la península Ibérica y adoptó sus costumbres. No tenía mucho sentido, pero era lo único que se me venía a la cabeza. Esa persona pudo haber tenido un hijo que falleciera repentinamente, posiblemente víctima de alguna enfermedad o quizá debido a una caída de caballo mientras se preparaba como guerrero.

—Se hace tarde. Acompáñeme por favor.

—Sí, doctora. Gracias por todo.

—Póngase sus gafas si no quiere que el sol lo deslumbre al salir.

Necesitaba más información y estaba convencido de que aquella extraña mujer, de imagen aparentemente fría y calculadora, sabía bastante más de lo que callaba, pero por alguna extraña razón la presencia de aquellos hombres le impedía hablar con tranquilidad. Subimos la escalera hacia la planta superior y volvimos a cruzar el interminable pasillo hasta la salida. Intenté aparentar normalidad y le mostré mi gratitud por la fructífera visita. Ahora tocaba examinar a fondo las fotografías, no sin antes entablar alguna conversación más privada con la doctora.

—Supongo que será un atrevimiento por mi parte invitarla a cenar esta noche. Tengo que confesarlo, soy un desastre en la cocina.

—Es curioso, juraría que intenta ligar conmigo. ¿En qué hotel se hospeda, señor Mesas?

—Hotel Kronos, a una media hora de aquí más o menos.

—Lo conozco, pero hoy me será imposible. Pasaré a recogerlo mañana sábado a las diez, ¿le parece?

—Perfecto. Estoy deseando conocer esta hermosa ciudad por la noche.

—Pues bien, en eso quedamos. Hasta mañana por la noche. Y por cierto, le quedan bien esas gafas.

—Gracias, doctora, que tenga un buen día.

No lograba entender cómo había podido entrar con tanta facilidad al recinto. Era un lugar protegido por la policía y al que sólo tenían acceso unas pocas personas. Tan sólo bastaron unas preguntas. Tuve la sensación de que algo estaban tramando. «La conversación con Delia del sábado me aportará un poco más de luz», pensé. Aquellas personas creían que me quedaría satisfecho con la información que me habían facilitado, sin embargo andaban bastante equivocados.