Era un elegido. Nunca supe muy bien por qué se fijó en mí. Ignoraba sus motivos, pero tampoco los necesitaba. Sólo sé que nací con una misión: desvelar el enigma de la Diosa. Todo comenzó con una explosión. Era un viaje rutinario en metro, sin apenas sitio para moverme y rodeado de personas desconocidas. Ya casi había llegado. Sin embargo, todo cambió en apenas cinco segundos. El tiempo se detuvo y el brutal impacto de la onda expansiva acabó por desplazarme varios metros hacia atrás, lo que hizo que me golpeara bruscamente contra el cristal. Fue entonces cuando perdí el conocimiento. Al despertar, sentí la necesidad de salir de aquel maltrecho y destrozado vagón, pero apenas podía moverme. Intenté reponerme y fui a buscar ayuda. No había supervivientes, todos habían muerto. «¿Hay alguien ahí?», grité mientras intentaba poner fin al incesante goteo de sangre que corría por mi cara. Me volví a desmayar. Ya no recuerdo nada más. Todo había pasado tan deprisa… Había muerto y sin embargo estaba vivo. Eso creía yo. Vi ese túnel del que todos hablan y la imagen de una mujer con un niño en su regazo. Eso fue lo último antes de convertirme en su elegido.

Amanecía deprisa en la gran ciudad y las luces del Prado, bohemias y sombrías, anunciaban una nueva y apasionante jornada de trabajo en mi corta, pero intensa, vida como periodista. No fue un cambio de aires fácil, ni mucho menos; de hecho, el alejarme de mi hermano Luis durante todo este tiempo, aparte de convertirme en otra persona, me había provocado cierta nostalgia durante buena parte de mi estancia en la capital del reino. Todas las mañanas, antes de partir hacia la redacción, me despedía de Lucía, mi mujer, y acompañaba a mi hija Marta hasta el colegio. Camisa blanca, gafas de sol y maletín en mano. Ésta solía ser mi forma de vestir cotidiana. Odiaba el metro y los atascos. Lucía, una mujer increíble, de voz dulce y mirada penetrante, acostumbraba a decirme que mi forma de ser había cambiado en los últimos meses. De hecho, esto era algo que me preocupaba enormemente, hasta el punto de plantearme en varias ocasiones, si ese cambio podría afectar a nuestra relación tarde o temprano. Estaba claro que no era el mismo desde que partí de Baza, la eterna ciudad del altiplano granadino. Nos conocimos no por casualidad, como dirían algunos, sino por un deseo buscado y común mediante el que acabamos encontrándonos. Fue durante una rutinaria conferencia sobre medios de comunicación social y redes políticas. Un verdadero coñazo, breve pero intenso, dirigido y llevado al mayor de los aburrimientos posibles por un famoso y aclamado locutor de radio estadounidense. No recuerdo su nombre, sólo mis ganas de salir de aquella sala para poder hablar con Lucía. El flechazo fue instantáneo, sincero y pasional. Supongo que esto es algo normal cuando uno apenas tiene veinte años. Fruto de ese amor incontrolado nacería Marta, una hermosa niña, rubia y de ojos claros, que acababa de cumplir siete años y que se parecía mucho a su madre. Ciertamente era así, las cosas como son. Pero no sólo en el físico, sino también en su forma de ver el mundo. Era inquieta y testaruda como yo, eso sí, pero su talento y su labia descomunal la convertían en una niña tremendamente especial. Yo solía decir en multitud de ocasiones que su alma era noble y su corazón bondadoso. Era lo mejor que le podía pasar a un hombre en esta vida. Es cierto y puedo decir sin temor a equivocarme que su piel dorada por el sol me recordaba en ocasiones a las mujeres de mi tierra. Era andaluza de corazón y madrileña de adopción. Sin ella, el eterno recuerdo de Baza me dolería aún más si cabe.

Lucía era una bella mujer de ojos verdes, pelo rizado y labios gruesos. Era dos años menor que yo. Nació en Fuenmayor, un pequeño pueblo de La Rioja, a pocos kilómetros de Logroño, entre campos dorados de vides y ríos de oro rojo. Lucía tenía dos hermanas, Julia, un año menor que ella, y Elena, la mayor de las tres. Sus padres, Francisco e Izaskun, compraron una bodega y pronto prosperaron, no sin esfuerzo, claro está. Estaban muy pendientes de la finca y cuidaban hasta el más mínimo detalle para que el resultado del vino fuese excelente.

Desde pequeña, mi mujer quiso ser periodista. Todos hemos soñado con ser algo durante nuestra infancia. Esto no sería novedoso, pero cuando crecemos y tenemos un poco más de conciencia, esos sueños suelen caer en saco roto y se pierden por algún extraño y misterioso lugar. Ella, sin embargo, testaruda y trabajadora donde las haya, quiso hacer realidad ese deseo. Quería narrar historias de actualidad y desentrañar los sucesos más oscuros de la sociedad. Incluso hablaba de tener su propia emisora de radio algún día. Esta pasión le hizo trasladarse a los dieciocho años a la capital. Sus padres, enormemente trabajadores, siguieron cuidando con esmero la explotación vinícola durante todo este tiempo, produciendo un rico caldo rojizo lleno de contrastes muy apreciado en la zona. La familia Ramos-Eguizábal era bastante conocida en la comarca y Lucía, apasionada por aprender, se había empapado desde pequeñita de todos los secretos que rodean el mundo del vino. La casualidad, o quizá el destino, hizo que nos enamorásemos en un instante. Sin embargo hay quien dice por ahí, y razón no le falta, que las casualidades no existen. Yo era un joven bastetano —es así como comúnmente se conoce a los nativos de este hermoso pueblo del altiplano granadino— sin oficio ni beneficio que quería explorar nuevos mundos y aprender más sobre otras culturas. Siempre quise ir a Egipto, perderme en sus pirámides y convertirme en explorador. Mis ganas de prosperar hicieron que saliera de Baza, mi ciudad natal, para hacer realidad uno de mis sueños: investigar crímenes sin respuesta aparente hasta llegar a descifrar la verdad. Con esfuerzo y algo de fortuna me convertí en jefe de redacción en el diario El Caso, un importante periódico de tirada nacional centrado en el estudio de sucesos acaecidos en los pueblos más perdidos de la España rural. Pero no siempre era así, de hecho muchas veces las historias estaban en el corazón de la ciudad.

La mañana de un jueves 12 de junio, nublada y calurosa, recibí una sorprendente y curiosa noticia en la sede del periódico. Se trataba del descubrimiento de un enigmático sarcófago en la isla griega de Creta. El misterioso sepulcro representaba la imagen de un niño de unos diez años de edad que permanecía sentado en un trono alado con una mirada desconcertante. Estaba tallado en piedra rojiza y podían apreciarse algunos restos de pintura azul en su rostro que la humedad se había encargado de borrar casi por completo. La escultura, siguiendo la tradición etrusca, había sido utilizada como urna funeraria ya que albergaba cenizas en un pequeño agujero hecho en la espalda. Había leído algo sobre los etruscos y recuerdo que los enterramientos solían realizarse de muy diversas formas, siendo la más común la de depositar las cenizas en vasijas con asas que intentaban simular la anatomía humana. Sin embargo, lo más sorprendente de este hallazgo, aparte de la temprana edad del difunto, era la vestimenta que lo cubría, jamás vista hasta entonces en aquella zona. Las primeras fotos que llegaron desde Grecia despertaron en mí un sentimiento que parecía olvidado y que me devolvía a un pasado no muy lejano en mi ciudad natal. En efecto, el Niño de Creta parecía de todo menos griego. Su indumentaria, rica en adornos tribales, me recordaba bastante a la de los aristócratas de la península Ibérica; dicho de otra forma, aquel sarcófago se parecía bastante a la Dama de Baza.

«Tengo que ir», pensé.

La noticia, apasionante sin duda, era una gran oportunidad que no podía dejar pasar, no sólo por lo que podía suponer desde el punto de vista mediático, sino también por las posibles implicaciones que un hallazgo de este tipo podrían tener para intentar desvelar uno de los mayores enigmas de la historia de la arqueología: el verdadero papel de la diosa bastetana en la cultura íbera. ¿Qué misterioso significado escondería aquel niño? ¿Tendría algo que ver con la Dama? Y si así fuera, ¿qué hacía en la isla de Creta? Demasiadas preguntas para tan poca información al respecto.

El sepulcro fue descubierto por un grupo de arqueólogos dirigidos por la doctora Delia Astrid, durante el transcurso de unas excavaciones rutinarias, muy cerca de los yacimientos de Festos, uno de los palacios más importantes de la próspera civilización micénica. La noticia, tentadora sin duda para grandes aficionados a la especulación, causó una gran conmoción en buena parte de la sociedad griega y del resto del mundo. La narración del descubrimiento se limitaba a unas pocas líneas:

Limpiada la estatua, fue llevada hasta el Museo Arqueológico de la Canea, situado en la antigua iglesia veneciana, para estudiarla con detalle. De momento, y hasta que no se realicen las primeras investigaciones, el sepulcro permanecerá en una sala privada. Cuando se dispongan de los datos suficientes se expondrá al público.

«Excesivamente escueto», pensé. Desde un primer momento, el desconcierto se hizo patente entre los investigadores, incapaces de darle un significado a tan misteriosa escultura. Atónito e intrigado, me pasé horas mirando la única foto del hallazgo, que se repetía en todos los diarios griegos. Era una imagen en blanco y negro, algo dañada por una esquina, y en la que aparecían tres personas. De repente sonó el teléfono.

—¿Sí?

—¡David, soy yo!

—¿Luis?

—Sí

Mi hermano Luis. Desde pequeños habíamos estado muy unidos. Sin embargo nos distanciamos un poco cuando me marché a vivir a Madrid. Supongo que era algo normal, sin embargo lo echaba bastante de menos. No podía ser de otra forma. Él optó por quedarse en Baza y montar una tienda de alimentación. El negocio parecía irle bastante bien y de vez en cuando hablábamos por teléfono. Éramos muy distintos, no sólo en el físico, sino también en nuestra forma de actuar. Tenía un par de años menos que yo, el pelo rizado y los ojos marrones. Le encantaba bromear y siempre sacaba una sonrisa cuando las cosas se ponían un poco feas. Yo, sin embargo, era todo lo contario. Mis ojos eran claros, azules casi grises; rubio, y un poco más alto que él. Luis se pensaba las cosas un par de veces antes de tomar una decisión, algo que a mí nunca me pasaba. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, solía decir yo.

—¡Qué alegría!, ¿cómo está todo por el pueblo?

—Bien, bien, ¿oíste la radio?

—Creo que sé por qué lo preguntas. ¡Es alucinante!, ¿quién crees que puede ser?

—No sé, David, todo esto me resulta muy extraño. Cuentan que en la tumba han encontrado un código secreto. Quizá ahí esté la clave para conocer su pasado.

—¿Un código secreto?

—Sí, una especia de tablilla circular con inscripciones jeroglíficas.

—No parece un enterramiento normal —dije—. He repasado la foto y por más que intento darle vueltas no consigo averiguar qué es lo que representa. ¿Piensas que puede ser íbero?

—Es posible. Quizá el trasiego de mercancías por el mediterráneo, algo muy normal por aquella época, hiciera que acabase allí.

La isla de Creta, situada al sur del Mar Egeo, se encuentra en el centro de la comunicación marítima entre Europa, Asia y África. La primera impresión que tuve fue pensar que alguien lo robó como un trofeo y lo llevó en barco desde la antigua Iberia hasta las islas griegas. Sin embargo dicha hipótesis parecía bastante surrealista. ¿Con qué intención lo enterraría allí? ¿Qué significado tendría aquel misterioso código jeroglífico encontrado en su tumba?

—¿Qué piensas hacer, David?

—Viajaré hasta la isla. Averiguaré quién era ese niño y qué hacía allí, Luis. Creo que ya lo tengo decidido.

—¡Yo iré contigo! Ya sabes que no me gusta dejarte solo. Es posible que necesites de mi ingenio. Por cierto, he oído que en Creta se come bastante bien.

—¡Luis!, ¿y la tienda?

—No te preocupes, hermanito. He cerrado durante una semana. No es bueno trabajar tanto, ya me conoces. Además, creo que me vendrá bien un cambio de aires durante unos días… ¡el calor aquí empieza a ser agobiante!

—Está bien, terminaré un artículo que tengo pendiente de redactar antes de partir. ¡Recuerda traerme vino del país!

—¡Eso está hecho, «tete»!

El vino del país era como comúnmente se conocía al vino temprano que se elaboraba en toda la comarca bastetana. Era tradición que los viticultores se reuniesen en la plaza del pueblo el día de Santa Bárbara para dar a conocer el resultado de sus cosechas, bajo un ambiente festivo y acogedor. Uno de los grandes problemas del vino del país eran las consecuencias para el cuerpo del día después. Sin embargo, la tradición se imponía por encima de la calidad del caldo.

Extremadamente confuso por cómo empezar mi investigación, decidí escribir en un papel algunas ideas sueltas. Necesitaba más datos y estaba claro que la única forma de encontrar respuestas era viajar hasta Creta e intentar ver el sepulcro. Sin embargo, tan apasionante misión no sería tarea fácil.

Aquel día me encerré en mi despacho. Pasé horas buscando información sobre la civilización micénica. En ninguna de las imágenes que pude observar encontré una escultura parecida. Era una cultura de la que se desconocía bastante sobre los ritos funerarios y el más allá, algo que también ocurría con los íberos de Basti. De hecho, con la ocupación de la península Ibérica por parte de Roma, y gracias a la gran influencia de tradiciones milenarias como la griega, la fenicia o la cartaginesa, el pueblo íbero acabó adoptando una personalidad propia, mezcla de todas esas tradiciones. Sobre todo en lo relativo a la concepción de la muerte y el más allá. Prueba de ello es la enorme cantidad de vasos griegos encontrados en las tumbas. El desesperante devenir de los minutos en el viejo reloj de pared parecía no tener fin, pero se hacía tarde y mi familia empezaría a preocuparse.

Odiaba el metro, pero muchas veces no me quedaba otra. En esta ocasión quería llegar pronto y cogí un taxi. En el interminable trayecto hacia mi hogar, tuve que hacer frente a infinidad de atascos. Era una de las cosas que más aborrecía de la capital. Sin embargo ya quedaba poco para llegar. Fue una de esas corazonadas, absurdas muchas veces, tentadoras en otras, la que me hizo parar en un lugar mágico de Madrid. No estaba previsto, lo sé, pero a veces no queda otra opción que obedecer al instinto y así lo hice.

—¡Pare! —dije bruscamente.

—¿Aquí, señor?, estamos en calle Serrano. Queda un poco aún para llegar a su destino —dijo aquel hombre de elegante bigote y cuidado peinado engominado.

—Sí, tenga, quédese el cambio.

—Gracias, espero que no se le haga demasiado largo el camino, señor.

—No se preocupe —dije—. Quiero hacer antes una visita. Que pase un buen día.

Me bajé del coche y caminé decidido hacia un museo muy especial, el Museo Arqueológico Nacional. En su interior se encontraba uno de los mayores tesoros de la cultura íbera: la Dama de Baza. Incomprensiblemente, tan valiosa joya acabó allí. Permanecí un instante mirando el emblemático lugar, todo un paraíso cargado de leyenda e historia viva de España. Era una visita obligada antes de iniciar tan estimulante misión por tierras griegas. El extraordinario edificio era una construcción típica del siglo XIX y estaba justo al lado de la famosa plaza de Colón. La entrada, presidida por dos efigies aladas y adornada con sobrios elementos neoclásicos, resaltaba aún más su belleza. Su fachada estaba presidida por seis columnas dóricas y otras seis jónicas en la planta de abajo. Avancé unos metros con la idea de entrar y ver a mi vieja amiga, la Dama de Baza. Insisto, no sé muy bien el porqué de esa visita, pero sentí una necesidad más fuerte que yo. Quise obrar en consecuencia. Hacía ya casi nueve años que salió de su tumba entre luces y sombras; con más sombras que luces quizá, diría yo. El hallazgo del sepulcro siempre estuvo cargado de polémica y a día de hoy mucha gente sigue guardando silencio. ¡Aún lo recuerdo como si fuera ayer! Mi hermano Luis y yo estuvimos presentes cuando la descubrieron de manera más o menos intencionada. Hubo quien afirmó que el verdadero responsable de su descubrimiento fue un pastor de la zona; otros lo achacan a uno de los obreros de la excavación. Incluso se pensó que fue una acción divina. Hay gustos para todos. Lo cierto es que nunca estuvo muy claro este asunto. Todos tenían su versión, algo que es habitual en los pueblos. La verdad es de muchos, pero el silencio de unos pocos. Así es la vida.

Subí la pequeña escalinata hasta el pórtico con la esperanza de que quedase alguna entrada libre. He de reconocer que tuve algo de suerte, o a lo mejor era una simple casualidad. Lo único que sé es que tenía que entrar fuese como fuese, y ahora os explicaré el porqué.

—Buenas tardes, trabajo para el diario El Caso y me gustaría visitar el museo, ¿sería posible? —pregunté.

—Casi estamos cerrando —dijo la recepcionista, una mujer de pelo corto y moreno que no paraba de mascar chicle y de mirar la hora—. Le ruego que no se demore —añadió.

—De acuerdo, serán sólo unos instantes.

Nada más entrar, la impresionante imagen de la diosa bastetana me daba la bienvenida. Me quedé mirándola a los ojos durante un tiempo esperando alguna respuesta de su enigmática mirada. Atrapada en su fría urna de cristal y lejos de su tierra, parecía como si sus ojos quisieran hablar y confesar el secreto que había permanecido oculto durante tantos siglos. Deseoso e intrigado por oírla le pregunté: «¿Lo conoces, verdad? Ayúdame a encontrarme con él. Sé que ese niño tiene que ver mucho contigo». No hubo respuesta, y tras unos segundos de pausa decidí darme la vuelta y caminar hacia la salida. Mi esfuerzo había sido en vano, pensé. Sin embargo todo cambió repentinamente.

¡David!

—¡Mi diosa!

No podía creerlo, ¿sería mi imaginación? Regresé hacia ella sonriendo y la volví a mirar a los ojos, unos ojos llameantes que empezaron a brillar con fuerza. No muy lejos de allí, la mujer de la entrada no me quitaba ojo de encima, algo desconcertada quizá por mis gestos sin sentido. Pensaría que hablaba solo. Nada más lejos de la realidad. De repente el brazo derecho de la estatua, adherido de forma perenne al trono alado, comenzó a despegarse lentamente casi sin hacer ruido. La Dama tenía un nuevo mensaje para mí y yo estaba ansioso por escucharlo. Estaba temblando de emoción. Nunca entendí muy bien cómo se podía violar el eterno descanso de un difunto para llevarlo a un sitio tan sombrío como éste. Entiendo que hay que preservar la historia, estudiarla y adorarla, pero también creo que la cultura pertenece a los pueblos en los que se gesta. Estaba claro, y me reafirmo sin dudarlo, que el niño de Creta era otra víctima más del asombroso expolio al que fueron sometidas todas estas personas. Dejando a un lado mi valoración personal, mi opinión respecto a la escultura de ese niño seguía inalterable. No era común que una persona de tan temprana edad fuese enterrada siguiendo ese rito y acompañado de tan valioso ajuar, salvo que perteneciese a una pudiente familia aristocrática o a una estirpe legendaria de guerreros. Estaba convencido de que aquel enigmático código encontrado en su tumba contenía bastante información al respecto, pero quizá la mirada de ese niño podría aportarme también algunas pistas sobre su corta vida. Era idéntico a ella. En mi cabeza surgió entonces una pregunta algo surrealista: ¿Qué pasaría si la Dama de Baza hubiese tenido un hijo? «¡No, por Dios, no puede ser!», pensé acto seguido. Tremenda locura estaba diciendo, o quizá no. Era pronto para afirmarlo. Sobre el origen de la Dama se ha especulado mucho. Hechicera, diosa de la fertilidad, virgen, guerrera amazona, aristócrata pudiente… ¿Qué puedo decir? En mi humilde opinión, no se entierra a una mujer con armas de guerrero. No recuerdo haberlo visto en otro sitio del planeta. Divagaciones aparte, la escena que estaba viviendo me hizo dudar de todo. No sabía si lo que estaba viviendo era un sueño o era fruto de mi deseo de encontrar respuestas. Su verdadero rostro empezó a mostrarse tras la apagada piedra gris, dejando entrever todo el esplendor de su belleza íbera. Su piel era clara como el mármol, y sus labios rojizos y carnosos me recordaron a las princesas árabes que pasearon su atractivo por los rincones de la Alhambra. Tuvo que ser una gran mujer, con un poder que a día de hoy aún desconocemos. ¿Me estaría volviendo loco?, pensé.

¡David!

—Nos volvemos a encontrar —dije aún con voz temblorosa.

Aunque había pasado el tiempo y ya no era un niño, aquella imagen serena seguía impresionándome igual que la primera vez. Sí, como lo estáis oyendo. Yo era un niño y atraído por el rumor de una vieja leyenda emprendí una búsqueda apasionante junto a mi hermano Luis para descubrir lo que se escondía tras el viejo cuento que un día me relató un campesino. Estaba enormemente asustado. Todas las noches de luna llena el fantasma de una mujer se le aparecía. Escuchaba un llanto desconsolado y salía huyendo despavorido. Pero bueno, aquello forma parte de otra historia.

El tiempo transcurría despacio al lado de ella. No sabía muy bien qué decir. Curiosamente, parecía que sólo yo podía oírla, víctima quizá del atrayente encanto de su mirada. A lo mejor sólo yo quería escucharla y todo era fruto de mi imaginación descontrolada. Seguramente el leer tantos libros de misterio y fantasía me estaría pasando factura y todo esto no estaba ocurriendo. Recordé entonces a Cervantes y a su Quijote confundiendo molinos con gigantes. Pensé también en el dulce canto de las sirenas que eclipsaba al gran Ulises. La mujer de la entrada, extrañada y con gesto de preocupación por la incómoda situación, solía mirar de vez en cuando hacia la urna de cristal.

En la espesa niebla del campo gris un guerrero fue concebido. Un mar de guerra lo arrebató de mí y en su tumba está mi secreto. Encuentra su paz para que mi descanso sea eterno.

—No entiendo, mi diosa, ¿quién es ese guerrero? —pregunté ansioso por volverla a oír, pero no hubo respuesta.

—Tenemos que cerrar, señor. Son casi las nueve y media

—Sí, sí, disculpe.

—¿Tiene papel y bolígrafo? —pregunté.

—Sí, tenga. ¿Sabe?, me gusta su camisa.

—Gracias.

Sin detenerme a indagar mucho empecé a escribir sus palabras en un pedazo de papel arrugado arrancado bruscamente de una pequeña agenda. Lo doblé un par de veces hacia dentro y me lo guardé en el bolsillo.

—Su bolígrafo. Gracias por todo.

—Disculpe, ¿la conoce? —preguntó la mujer.

—Es una vieja amiga —dije.

Le sonreí y me di la vuelta. Busqué la salida y bajé las escaleras para dirigirme a casa. Estaba impaciente por ver a mi familia y contarle todo lo que me había ocurrido. Crucé la calle y pensé en mi pequeña Marta. Deseaba encontrarme con ella para abrazarla y contarle el cuento de todas las noches. Era una apasionada del mundo de la arqueología y la mitología. Se sabía el nombre de todos los dioses griegos y lo que representaba cada uno de ellos. En alguna que otra ocasión nos escapábamos para ver museos por toda la ciudad. Era uno de esos momentos en los que me sentía tan orgulloso de ser padre. No solía pasar mucho tiempo con ella, he de reconocerlo. El trabajo me robaba un preciado tiempo, demasiado diría yo. Pero lo más grave de todo es que ese tiempo era irrecuperable. Los veranos los pasábamos en un pequeño y entrañable pueblo de la costa de Granada. La rutina del trabajo y la vida ajetreada de Madrid hacían que no siempre pudiese estar mucho tiempo junto a ella, pero los momentos que compartía a su lado me hacían sentir enormemente feliz.

Jugaba en el jardín con los hijos de una familia vecina, Jesús y Marina. Al igual que nosotros, habían llegado allí por trabajo y solíamos juntarnos de vez en cuando para hacer barbacoas y compartir algunas risas. Eran buena gente, honrados y trabajadores. Durante el caluroso y agobiante verano, intentábamos perdernos alguna semana con ellos y desconectar un poco. Hacía ya bastante tiempo que no marchábamos a Baza, de hecho casi ni la recuerdo. Reconozco que en la mayoría de las ocasiones era por evitar el reencuentro con mi pasado. El exceso de añoranza me producía en ciertos momentos una nostalgia compulsiva y arrolladora. No podía volver. Eran demasiados recuerdos. El recuerdo de mi madre se manifestaba de manera difusa. El crudo invierno, sentado junto a ella en la vieja chimenea, era uno de los momentos que había quedado grabado en mi mente para siempre. Era una gran mujer. Me hubiese gustado compartir con ella toda mi adolescencia y juventud, sin embargo la impasible guadaña hizo su trabajo. Dios la tenga en su gloria.

El abrazo cálido y sentido de todas las noches era una de las sensaciones más felices del día. Corrió hacia mí, decidida y sonriente, nada más verme. Inquieta como siempre me hacía preguntas sobre el trabajo y me contaba todo lo que había hecho en el día. Toda la frustración y el malestar que la vida me daba a veces, desaparecían por completo con la mirada de mi querida Marta. No es amor de padre, o quizá sí. No lo sé. Es algo inexplicable y faltarían palabras en este libro. Lucía, bella y expresiva, me recibía con una cerveza bien fresquita y un beso de bienvenida. Todo parecía ir bien, o al menos eso creía yo.

—¿Cómo ha ido el día, cariño? —pregunté.

—Bien, hemos tenido algo de lío en el trabajo, lo normal en estos días. Estaba deseando llegar a casa para descansar… ¿Y esa sonrisa? —me preguntó extrañada.

Lucía presentaba un programa de radio por las mañanas en una emisora local. Se sentía a gusto y disfrutaba narrando la actualidad. Ella organizaba la programación de la cadena y en algunas ocasiones hacía entrevistas a algunos personajes de la vida social y cultural madrileña. Era algo que siempre le había gustado hacer y se sentía cómoda con su trabajo.

Regresó a la cocina para preparar la cena y algo provocó que dejase de picar los arreglos para el salmorejo. Sí, en verano era la cena de muchas noches calurosas. Un poco por detrás se encontraba el gazpacho y el ajoblanco. Este último era un plato similar al gazpacho, elaborado a base de almendras crudas, ajos, pan y vinagre. Eran comidas típicas de mi tierra. Le apasionaba el mundo de las noticias y siempre se fijaba en la manera en que los periodistas se expresaban. Analizaba todos sus movimientos. Aquella noche, la primera cadena de Televisión Española interrumpió la programación para dar una noticia de última hora.

Les rogamos disculpen la interrupción del informativo. Nos ha llegado una noticia de última hora desde Grecia. Según fuentes de la policía griega, se acaba de producir un extraño robo en el prestigioso museo de la Canea en Creta. Concretamente se trata del sepulcro descubierto hace un par de días en los yacimientos arqueológicos de Festos. La escultura, que era conocida popularmente con el nombre de «el Niño de Creta», y de la que se desconoce su verdadero origen, ha desaparecido misteriosamente. Según las primeras investigaciones, se sospecha que el robo podría estar relacionado con la banda conocida con el nombre de «Los Hijos del Rey Minos», pero aún no hay nada confirmado al respecto. Les mantendremos informados ante cualquier novedad.

—¡David!

—Voy, cariño.

Entré a la cocina y noté algo preocupada a mi esposa. Miraba fijamente el televisor.

—¿Has oído?

—¿Qué ocurre? —pregunté atónito.

—Han cortado la programación de Televisión Española. Dicen que han robado en el museo de Creta. Parece ser que se trata de una escultura. Es asombroso lo que puede hacer la gente —dijo.

—¿Cómo?

—Sí, un sepulcro misterioso con la imagen de un niño.

—¡No puede ser! —exclamé.

—¿Ocurre algo?

—Mira, es éste.

Saqué del bolsillo la famosa foto. En ella podía verse a la directora de las excavaciones al lado de la estatua. Aparecían además otras dos personas. Me resultaba bastante familiar la del centro de la imagen. Era un señor de figura esbelta, barba prolongada y sombrero gris. A su lado había un señor de aspecto recio y serio con gafas redondas. Posiblemente alguna autoridad local. Quizá era el alcalde o algún policía. Todos tenían algo en común en su vestimenta: en el lado derecho de sus atuendos había una pequeña insignia dorada de cuatro puntas. No alcanzaba a distinguir qué es lo que podía representar.

—Fíjate bien, Lucía. Viste como un soldado íbero. No se parece en nada a los guerreros etruscos. Es bastante sospechoso que desaparezca al poco tiempo de que lo encuentren, ¿no crees?

—Es cierto, David. Además está sentado en un trono alado. Me recuerda muchísimo a la Dama de Baza. Estarás de acuerdo conmigo.

Cogí sus manos y la miré a los ojos.

—No vas a creerme, pero me ha dejado un mensaje.

—¿Ella? No entiendo.

—Sí, hace apenas unos minutos en el museo. Tengo que investigar ese misterioso robo. Ni siquiera yo sé los verdaderos motivos, Lucía. Es una fuerza superior a mí, una pasión descontrolada que me dice que debo averiguar el significado que encierra esa escultura. Por alguna extraña razón que desconozco el sepulcro acabó enterrado bajo los cimientos de un palacio real. La tumba parece ser que estaba intacta, así que no creo que haya sido profanada, al menos hasta que llegara esta gente. Ese niño guarda un enorme parecido con la Dama y es posible que tenga algún tipo de parentesco con ella.

—¿Quieres decir que podría ser un familiar cercano o incluso… su hijo? Pero eso echaría por tierra todo lo que se ha escrito sobre ella. Me refiero a su supuesta virginidad. He leído algo sobre los griegos y los íberos. Incluso una vez un amigo historiador me relató una salvaje batalla entre ellos.

—En su tumba apareció un código jeroglífico que los arqueólogos intentan descifrar. Una especie de tablilla de piedra escrita con diversos caracteres. No se parece en nada a lo encontrado en otros enterramientos. Afortunadamente dicho código creo que no ha sido robado. Al menos eso espero, de lo contrario nunca sabrán quién era ese niño. Tengo entendido que cuando se producen este tipo de hallazgos suelen guardar el ajuar en salas diferentes para evitar expolios masivos. De todas formas necesitaría viajar hasta la isla para entrevistarme con la directora de la excavación, así como con el responsable del museo. Seguramente me aportarán algo de luz. Aparte del mensaje, esto era lo segundo que te quería contar, cariño. Quiero ir a Creta para investigar el caso. ¿Qué te parece?

—Inquieto, testarudo, tenaz… Me recuerdas a Marta, ¿lo sabes? Sé que es una gran oportunidad para reencontrarte con tu pasado y que debería apoyarte en esto, pero no lo veo claro. Lo siento, cariño. Sé que estaremos bien, pero no sé cómo se lo vas a contar a tu princesa.

—Espero que pueda entenderlo. Le traeré algún recuerdo de allí. Todo irá bien, Lucía. Por cierto, no iría solo. Mi hermano Luis vendría conmigo. Se ha apuntado y no he podido decirle que no.

—¿Luis?

—Sí. Recordaremos viejos tiempos y me ayudará cuando las cosas se compliquen. He de reconocer que su ingenio me ha salvado de muchas, aunque, por otro lado, espero que no haga de las suyas. Creo que nos vendrá bien vivir juntos esta apasionante aventura. Necesito que estés conmigo en esto. El destino me ha impuesto esta misión y no puedo decir que no.

—No sé, David, me parece un poco arriesgado, aunque la verdad me quedo algo más tranquila si él te acompaña. Está bien, pero ¿por dónde empezaréis a buscar?

—Iremos a ver los yacimientos. Supongo que nos pondrán algunos impedimentos para entrar, pero ya buscaré la forma de llegar hasta la tumba. Por cierto, espero que la comida allí sea buena, no soportaría a mi hermano quejándose todos los días. Ya lo conoces.

—Seguro que se traerá algo de Baza. ¡Qué peligro tiene! Hace tiempo que no veo a mi cuñado. Cariño, ten mucho cuidado. ¿Me echarás de menos?

—¿Tú qué crees?

Lucía era una mujer extraordinaria. El cambio hacia la capital no fue fácil, tampoco para ella, acostumbrada a vivir rodeada de naturaleza y de forma tradicional. Era sagaz e inteligente, entregada a su trabajo y su familia. No me resultaría fácil separarme de ella, de eso no tenía duda. Actué movido por un deseo de búsqueda interior, quizá era una huida hacia lo desconocido. Es este impulso, carente muchas veces de una explicación lógica, el que nos hace pasar de un estado de somnolencia perpetua a una nueva realidad. No me preguntéis si hacía lo correcto, no era momento para divagar. Hacer lo correcto no siempre significa hacer lo que uno tiene que hacer. Las cosas suceden por el azar, la voluntad y el deseo. En este caso sólo sé que me moví por una fuerza sobrenatural, superior a mi voluntad y sin la cual no hubiera dado el paso. Era un viaje hacia una ciudad desconocida, tentadora y cálida. Deseaba estar allí, y pronto. Eran motivos aparentes para viajar hasta allí, sin duda, pero la infinidad de peligros a los que me iba a enfrentar frenaban un poco ese deseo.

A la mañana siguiente pasé por el aeropuerto y saqué los billetes a la espera de que llegase Luis por la tarde. Me acerqué al despacho para recoger algunas notas de interés y echar un último vistazo a la redacción. Todo estaba listo. Las siete de la tarde y Luis aún sin llegar.

«¿Dónde se habrá metido?», pensé.

—¡David!, ¡qué mujeres más guapas hay por la capital! ¿Nos vamos de fiesta?

—¡Luis!, ya era hora. ¿Dónde te habías metido? No me lo digas. Te has parado en el bar a comer algo, ¿me equivoco?

—Me conoces demasiado —dijo—. Se me ha hecho muy largo el viaje.

—No te quejes tanto y dame un abrazo anda.

—Y mi sobrinita, ¿cómo está?

—Verás qué grande. Está hecha toda una mujer. Lucía ha preparado una cena de esas que te gustan. Ya sabes, con mucha sustancia y poco forraje.

—¡Mi cuñada!, ¡qué apañada, por Dios! Me da un poco de vergüenza traerte vino del país, teniendo a una maestra del caldo riojano. Bueno, no pasa nada, nos lo beberemos nosotros.

—Sí, mejor será. Vamos, cojamos un taxi y descansemos. Mañana nos espera un día intenso.