20

El lunes, a las doce menos cuarto, colgué el cartel de «Hora de comer» en el escaparate y cerré. No bajé las persianas metálicas, pues a esa hora no era necesario. Me dirigí al lugar que Carolyn me había indicado el jueves y compré falafel, una ración de hummus y unas galletas saladas de formas muy curiosas. Me recordaban a los dibujos de amebas de los libros de biología del instituto. Pensaba pedir un café, pero vi que tenían té con menta y me apeteció más: me llevé dos vasos. El encargado lo metió todo en una bolsa. Yo tampoco sabía si era árabe o israelí, de modo que en lugar de escoger entre un shalom y un salaam, me limité a desearle que pasase un buen día.

Carolyn estaba en plena labor, peinando un Lhasa Apso.

—¡Gracias a Dios! —exclamó cuando me vio llegar, y metió al perrito en una especie de jaula—. Es hora de comer, pequeño Lama. Me ocuparé de ti después. ¿Qué has traído, Bern?

—Falafel.

—¡Fantástico! Siéntate.

Lo hice y empezamos a comer. Entre bocado y bocado le expliqué que las cosas pintaban bien. Francis Rockland no iba a denunciar ni al sij ni a mí porque había aceptado los tres mil dólares que le había ofrecido el maharajá a modo de compensación por el dedo que había perdido. Me sorprendió que fuese tan generoso, especialmente si se tenía en cuenta que el pobre tipo se había disparado a sí mismo. Suponía que Ray Kirschmann también habría recibido unas cuantas «rupias». El dinero suele limar diferencias.

Rudyard Whelkin, que curiosamente parecía llamarse realmente así, se convirtió en testigo de excepción y luego quedó libre por haber colaborado con la justicia.

—Estoy casi seguro de que habrá salido del país —dije a Carolyn—. O por lo menos, de la ciudad. Ayer por la noche telefoneó y me propuso que fuera su socio en el asunto de la venta del ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow dedicado a Hitler.

—No me digas que pretende vendérselo al jeque.

—Creo que sabe que eso no lo conduciría a nada bueno. Podrían desollarlo vivo, por ejemplo. Pero quedan suficientes estúpidos dispuestos a pagar un dineral por un libro así, y Whelkin es la clase de hombre capaz de encontrarlos. No ganará la fortuna que habría ganado con el jeque, pero no le ha ido demasiado mal en la vida, y no veo motivo para que ahora empiece a irle mal.

—¿Le diste el libro?

—De ningún modo. Tiene una buena cantidad de ejemplares guardados. Me llevé el ejemplar de Hitler de su habitación, pero le dejé varios con la dedicatoria para Haggard y otros que aún estaban sin ninguna… De modo que puede fabricar otro libro de Hitler, si dispone de la paciencia y tiempo suficientes. Si lo ha hecho una vez, puede hacerlo dos. Pero yo me quedo el que le quité.

—¿Piensas venderlo?

Intenté poner cara de ofendido.

—¡Por supuesto que no! —exclamé—. Puede que en mi tiempo libre me convierta en un delincuente, pero como librero, soy perfectamente honrado. No engaño a mis clientes. De todos modos, ese libro no lo quiero para hacer negocio sino para engrosar mi biblioteca personal. Supongo que no lo leeré muy a menudo, pero me gusta la idea de tenerlo.

Le conté que el maharajá había partido rumbo a Mónaco movido por la pasión por la ruleta, el bacará o cualquier otro juego. Me había confesado que todo el asunto le había resultado apasionante y yo me había alegrado de que así fuera.

Añadí que Jesse Arkwright ya se encontraba a la sombra y estaba más vigilado que las joyas de la corona inglesa. Lo habían detenido por asesinato en primer grado, y con una acusación como esa no se obtienen permisos ni rebajas, por mucho dinero que se tenga.

—No creo que lo manden a prisión —expliqué—. Para ser sincero, me extrañaría que se realizara juicio siquiera. Las pruebas son bastante convincentes y bastarían para condenar a un pobre tipo, pero supongo que Arkwright se sacará de la manga los mejores abogados y les pagará lo necesario para que le saquen las castañas del fuego. De homicidio a asesinato involuntario o a aparcamiento en doble fila. Le echarán un año, a lo sumo dos, pero me juego lo que quieras a que no cumplirá ni un solo día. Le suspenderán la pena. Tiempo al tiempo.

—Pero ha matado a una mujer.

—Da igual.

—Eso no es justo.

—Pocas cosas lo son —dije con tono filosófico, incluso kantiano—. Por lo menos se ha metido en un problema. Ahora mismo está entre rejas y su reputación ha caído por los suelos. Aunque no vaya a la cárcel, esto le costará caro, tanto desde un punto de vista económico como emocional. Tiene suerte, claro está, pero no tanta como creyó antes de que le atizaras con el busto de Kant.

—Tuve buena puntería.

—Magistral, según mi modo de ver.

Sonrió y comió un poco de hummus.

—Los Metz deberían contratarme —comentó.

—Los Metz no te necesitan a ti —maticé—, necesitan un milagro. De todos modos, existen tantas injusticias… Los Blinn van a cobrar el seguro y yo estoy en la cuerda floja por haber saqueado su apartamento. La policía ha aceptado no denunciarme por haber contribuido a la detención de un asesino… y me parece un detalle por su parte, pero los Blinn siguen haciendo negocio gracias a mí, aunque no les robara nada. Si eso te parece justo, te ruego que me expliques por qué.

—Puede que no sea justo —admitió Carolyn—, pero de todos modos me alegro. Gert y Artie me caen muy bien.

—A mí también. Son buena gente. Y eso me recuerda que…

—¿Qué?

—Que Artie me llamó ayer por la noche.

—¿En serio? Por cierto, este té a la menta está delicioso. Es dulce pero no resulta empalagoso. ¿Crees que lo venderán sin azúcar?

—No se puede hacer sin azúcar.

—Supongo que no le hará bien a mis dientes, ni a mi estómago, ni a todo lo demás, pero no me importa. ¿A ti, te importa?

—No puede ser bueno para todo. Volviendo a Artie, quería preguntarte algo.

—Yo también quería preguntarte algo, ahora que lo mencionas —dijo.

—¿Sobre qué?

—Sobre Rudyard Whelkin.

—¿Qué pasa con él?

—Cuando fijó la cita contigo en casa de Madeleine, ¿lo habían drogado, o sencillamente lo parecía?

—Sencillamente lo parecía.

—¿Por qué? Y ¿por qué no se presentó a la cita?

—Fue idea de ella. Ella pensaba citarse con el maharajá a continuación y venderle el ejemplar, y no quería que Whelkin apareciese mientras tanto. Para convencer a Whelkin le dijo que de ese modo todo parecía más natural y yo no pensaría que él me había traicionado. Después de eso, podía ponerse en contacto conmigo y explicarme que lo habían drogado y que por eso no había podido llegar a la cita. Pero claro, la cosa se complicó cuando Arkwright se presentó y le agujereó la frente. Por eso Whelkin fingió estar algo ido cuando hablé con él; estaba preparando su coartada.

Carolyn asintió, pensativa.

—Entiendo. Tenían un buen plan.

—Bueno, volviendo a Artie Blinn…

—¿Qué fue de tu cartera?

—Arkwright la cogió y la dejó debajo de un cojín, donde la policía pudiese encontrarla. Por eso sospecharon de mí.

—Pero, desde entonces, ¿dónde ha ido a parar?

—¡Ah! —exclamé, y le di unos golpecitos al bolsillo de mi pantalón—. Ya la he recuperado. La conservaban como prueba, pero nadie acabó de decidir para qué querían una prueba ahora, de modo que Ray habló con alguien y consiguió que me la devolvieran.

—¿Y los quinientos dólares?

—Alguien se los llevó antes de que llegara la policía, o tal vez un agente aprovechó la ocasión… El caso es que desaparecieron. —Me encogí de hombros—. Lo que fácil se consigue, fácil se pierde.

—Me parece una actitud muy sana.

—Volviendo a Artie…

—¿Estábamos hablando de Artie?

—Bueno, hace un rato que lo intento. Artie quería saber dónde estaba la pulsera.

—¡Mierda!

—Dijo que te preguntó por ella cuando fuiste a verlo con las fotografías, pero que respondiste que habías olvidado llevarla contigo.

—¡Dos veces mierda!

—Sin embargo, creo recordar que justo antes de que te bajaras del coche te pregunté si la llevabas y me dijiste que la tenías en el bolsillo.

—Bueno —empezó, dio un sorbo al té con menta—. Mentí, Bernie.

—¿Sí?

—A ti no, a Artie y a Gert. La llevaba en el bolsillo, pero les dije que no la tenía.

—Imagino que tendrías una buena razón para mentir.

—De hecho, no tenía ninguna razón de peso. Sencillamente pensé en lo bien que le quedaría a cierta persona.

—Supongo que esa persona no sería Miranda Messinger.

—Te quiero porque eres extraordinariamente inteligente e intuitivo, Bernie.

—Vaya, y yo que pensaba que era por mi encantadora sonrisa. ¿Le ha gustado la pulsera?

—¡Le encanta! —Esbozó una sonrisa—. Ayer por la noche me acerqué a verla, para devolverle la polaroid. No se había enterado de que nos la habíamos llevado. Le regalé la pulsera para que hiciéramos las paces, se lo conté todo y…

—¿Y volvéis a salir juntas?

—Bueno, por lo menos pasamos la noche juntas. Prefiero no hacer planes a largo plazo. Tiene el corazón en la muñeca.

—Espero que todo salga bien.

—Sí… Le advertí que no se paseara con mi regalo por el East Side, porque era peligroso.

—¿Le dijiste eso? ¿Con esas mismas palabras?

—Sí. Se quedó alucinada. La próxima vez que le regale algo, le diré que lo he robado. —Suspiró—. Bueno, Bern, ¿qué hacemos con los Blinn?

—Pensaré en algo.

—Mi intención era contártelo todo, pero…

—Ya he advertido que estabas deseando hablar de ello, por la forma en que querías hablar de los Blinn…

—Bueno, yo…

—Está bien —la tranquilicé—. Relájate y acaba de comer el hummus.

Al cabo de un rato, Carolyn dijo:

—Oye, Randy tiene una clase de baile esta noche. ¿Por qué no vienes a casa después del trabajo? Podemos cenar juntos y ver una película.

—Me encantaría —contesté—, pero esta noche tengo planes.

—¿Tienes una cita importante?

—No exactamente. —Dudé pero pensé ¡qué demonios!—. Podemos tomar una copa juntos, aunque la mía será una Perrier.

Se inclinó hacia mí y me miró con los ojos muy abiertos.

—No me fastidies…, ¿vas a robar algo?

—Bueno, no me gusta mucho ese verbo, pero sí, supongo que así es.

—¿Adónde?

—En Forest Hills Gardens.

—El mismo barrio que la última vez.

—De hecho, voy a la misma casa. El abrigo que le describí a Ray Kirschmann no era fruto de mi imaginación. Lo vi aquel miércoles por la noche, en el armario de Elfrida Arkwright. Le prometí a Ray un abrigo, y cuando le prometo algo a un policía, prefiero cumplir con mi palabra. De modo que esta noche volveré a esa casa.

—¿No crees que Elfrida se opondrá a que te lo lleves?

—Elfrida no está en casa. Ayer fue a la cárcel, a visitar a su maridito, luego volvió a casa, se lo pensó mejor, preparó una maleta y se marchó no se sabe dónde. Supongo que a casa de su madre. O a su casa de Palm Beach. Imagino que prefiere mantenerse lejos de las miradas de la gente.

—Me parece muy normal. —Sacudió la cabeza y dejó la mirada perdida—. Él se lo ha ganado. El muy bastardo mató a su amante y no va a costarle ni un día de condena. Recuerdo que cuando me describiste la casa dijiste que te gustaría volver con una furgoneta, aparcarla en el jardín y llevártelo todo, desde los candelabros hasta las alfombras.

—Me habría encantado.

—¿Piensas hacerlo hoy?

—No.

—¿Sólo vas a robar el abrigo?

—Bueno…

—Dijiste que tenía buenas joyas, ¿no? Tal vez puedas encontrar algo para Gert Blinn, ahora que se ha quedado sin su pulsera.

—Ya lo había pensado…

—Además, había una colección de monedas.

—La recuerdo bien, Carolyn.

—También recuerdo todo lo que me contaste. ¿Vas a llevar el Pontiac?

—Creo que eso sería tentar a la suerte.

—Entonces ¿piensas robar otro coche?

—Supongo que sí.

—Llévame contigo.

—¿Cómo dices?

—¿Por qué no? —Se inclinó y me cogió la mano—. ¿Por qué no, Bern? Puedo ayudarte. No te molesté mientras robábamos la polaroid en casa de Randy, ¿verdad?

—La polaroid de Randy no la robamos, la tomamos prestada.

—No digas tonterías. La robamos. Luego, cuando ya no la necesitamos, la devolvimos. Míralo de este modo: ya tengo experiencia en esto de entrar en propiedades privadas. Llévame contigo, Bern. Por favor… Me pondré guantes de goma y recortaré las palmas. Me abstendré de beber, haré lo que me pidas. Por favor…

—¡Dios mío! —gemí—. Eres… eres una honrada ciudadana, Carolyn. No te han fichado, tienes un buen puesto en la sociedad.

—Lavo perros, Bern. No es nada del otro mundo.

—Pero es peligroso…

—Me encanta el peligro.

—Y además, yo siempre trabajo solo. Nunca he tenido ningún socio.

—¿De modo que era eso lo que te preocupaba? —Se entristeció—. No había pensado en ello. Supongo que sería una carga para ti, Bern. Tienes razón. No te preocupes.

—No bebas después del trabajo.

—No beberé ni una gota. ¿Puedo ir contigo?

—Y no podrás contárselo a nadie. Ni a Randy ni a ninguna otra amante que tengas en el futuro.

—Mis labios están sellados. ¿Hablas en serio? ¿Puedo acompañarte?

Me encogí de hombros.

—¡Qué demonios! —exclamé—. La otra noche me ayudaste mucho. Tenerte cerca no me hará ningún daño.