19

—Lo he visto esta tarde salir de un edificio de la calle Pine. Nunca antes lo había visto, pero su cara me resultaba conocida, aunque no sabía de qué. Luego comprendí que se trataba del parecido de familia.

—No sé de qué me habla.

—Le hablo de los retratos que había en su biblioteca de Forest Hills. Los dos antepasados en los marcos ovalados, sobre la mesa de billar. No sé si es descendiente del tipo que inventó la Spinning Jenny, pero estoy seguro de que usted y la pareja que está colgada en la pared de su casa tienen la misma sangre. Se parecen mucho, sobre todo en la forma de la barbilla. —Miré a Whelkin, y dije—: Usted le vendió un libro. ¿Lo vio alguna vez?

—Maddy se encargaba de todo. Siempre actuaba de intermediaria.

—Pero supongo que hablaría con él por teléfono, ¿no?

—Eran conversaciones breves. No sería capaz de reconocer su voz.

—¿Y usted? —pregunté al maharajá—. Ha hablado con el señor Arkwright esta mañana, ¿verdad?

—Podría tratarse del mismo hombre, pero podría no serlo. No estoy seguro ni de lo uno ni de lo otro.

—Esto es ridículo —protestó Demarest. Llamémoslo Arkwright de una vez—. Un supuesto aire familiar y una voz imposible de reconocer no prueban nada.

—Olvida que lo vi salir del edificio de oficinas de la calle Pine. Ahí le telefoneé al número que usted me había facilitado, un despacho de la Tontine Trading Corp. El dueño de esa empresa es precisamente Jesse Arkwright. Supongo que no intentará convencernos de que todo es un terrible malentendido.

No tardó mucho en cambiar de actitud.

—Está bien —admitió—. Soy Arkwright. No es preciso continuar con esta farsa. Esta mañana recibí una llamada de este señor al que usted llama maharajá. Quería saber si yo tenía un ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow.

—Había visto el anuncio —intervino el maharajá—, y quise averiguar si se trataba de una broma. Al saber que podía obtener el libro de varias maneras, a través de usted y a través de la señorita Porlock, pensé que, en realidad, podría seguir en poder del señor Arkwright. Le telefoneé para comprobarlo, antes de contestar el anuncio.

—Al mencionar el anuncio —explicó Arkwright—, yo también lo leí. Llamé sin pensarlo demasiado, pues creí que me ayudaría a entender mejor lo que estaba pasando. Me habían robado un libro en mi propia casa y en plena noche. Quería ver si podía recuperarlo. También quería averiguar si era un objeto tan raro y valioso como me habían dicho. Lo llamé y acudí a la cita de esta noche para informarme sobre el libro. Pero eso no me convierte en un asesino.

—Usted conocía bien a Madeleine Porlock.

—Eso es absurdo. Sólo la he visto dos veces, tres a lo sumo. Sabía que me gustaban los libros raros, y salió de la nada para ofrecerme el ejemplar de Kipling.

—Era su amante. Iba a su apartamento de la calle Sesenta y seis a participar en tórridas sesiones de sexo duro.

—Nunca he estado en ese apartamento.

—Los vecinos dicen haberlo visto por allí a menudo. Vieron una fotografía suya y lo identificaron.

—¿Qué fotografía?

La saqué y se la enseñé.

—Lo han reconocido —expliqué—. Lo vieron en compañía de la señorita Porlock en numerosas ocasiones. Parece que tenía usted un juego de llaves, porque los vecinos lo veían entrar y salir sin problemas.

—Eso no prueba nada. Tal vez me vieron cuando fui a recoger el libro. Ella me había abierto desde arriba y los vecinos creyeron que tenía una llave. Uno no puede fiarse de la memoria de la gente, ¿no cree?

Opté por no insistir en esa cuestión.

—Tal vez usted creyera que ella lo quería de verdad —sugerí—. Se sintió personalmente traicionado. Yo le robé el libro, pero eso no hizo que deseara matarme. Le bastaba con llenarlo todo con mis huellas dactilares y dejarme el arma homicida en la mano. Pero a Madeleine Porlock deseaba verla muerta. Usted había confiado en ella, y ella se había aprovechado de la situación.

—Eso es mera especulación. Nada más.

—¿Qué me dice del arma? Una Marley Devil Dog automática del treinta y dos.

—Pensaba que no estaba registrada.

—¿Y quién le dio ese dato? No ha salido en los periódicos.

—Debí de oírselo comentar a alguien.

—No lo creo. Se ha guardado un máximo de discreción en torno a este asesinato. De todos modos, a veces dar con el dueño de un arma no registrada puede ser más fácil de lo que usted piensa.

—Aunque me relacionase con ella —objetó— no probaría nada. Usted pudo haberla robado cuando entró ilegalmente en mi propiedad.

—Pero el arma no estaba en su casa. Usted la guardaba en el último cajón de su despacho de Tontine.

—Eso es absolutamente falso.

Empezaba a indignarse de veras. Yo había visto el arma en su estudio de la calle Copperwood Crescent y ahora intentaba convencerlo de que la guardaba en su oficina. Estaba furioso.

—Es verdad —insistí—. Las armas se guardan junto a las municiones, y me parece que en el cajón de su mesa de trabajo todavía hay una caja de balas del calibre treinta y dos, junto a un paño y dos disparadores de recambio para una Marley Devil Dog.

Me miró, perplejo.

—¡Ha entrado en mi oficina!

—No diga estupideces.

—Usted lo ha dejado allí… Intenta incriminarme.

—Está empezando a exagerar —proseguí—. ¿Sigue negando que fuera amante de Madeleine Porlock? Si no lo era, ¿por qué le regaló un chaquetón de lince? No me extraña que quisiera uno. Son preciosos. —«Tranquila, Carolyn», pensé—. Pero ¿por qué habría de regalárselo usted?

—No lo hice.

—Antes de robar el libro, revisé sus armarios, señor Arkwright. Su mujer tiene unos cuantos abrigos de pieles y todos son de la misma marca: Arvin Tannenbaum.

—¿Y eso qué importancia tiene?

—El chaquetón que la señorita Porlock guardaba en su armario era de la misma marca.

—Pero eso no prueba nada. Tannenbaum es uno de los mejores peleteros de la ciudad. Cualquiera puede ir a comprar a su tienda.

—Usted compró el chaquetón de la señorita Porlock el mes pasado. En el registro de ventas de la tienda figura su nombre y una descripción de la prenda.

—Eso es imposible. Yo jamás… Yo no… —Se detuvo a mitad de la frase, intentó calmarse y medir cuidadosamente sus palabras—. Si esa mujer hubiese sido mi amante, como usted afirma, y hubiese querido comprarle un chaquetón, lo habría pagado en metálico. Por lo tanto, no habría quedado registro alguno con mi nombre.

—Eso pensaba, ¿verdad? Pero imagino que en esa tienda lo conocen, señor Arkwright. Puede que me equivoque, pero algo me dice que si la policía revisase los archivos de ventas de Tannenbaum encontraría el registro tal y como lo he descrito. Puede que también encuentre la factura de la compra en su despacho de Tontine, con su nombre y la indicación de que pagó en efectivo.

—¡Dios mío! —exclamó y se puso lívido—. ¿Cómo sabe…?

—Bueno, son simples suposiciones.

—Está preparándome una encerrona.

—No diga eso, señor Arkwright.

Se llevó una mano al pecho, como si estuviese a punto de darle un ataque al corazón.

—Tantas mentiras y medias verdades —murmuró—. ¿Adónde quiere ir a parar? No tiene más que hechos aislados.

—Los hechos aislados bastan para inculpar a alguien. Madeleine Porlock era su amante, usted poseía el arma que la mató y es quien mayores motivos podía tener para desear su muerte. No lo pillaron con las manos en la masa, en eso tiene razón, porque dejó la masa en mi mano. Todo un detalle por su parte. Pero creo que tengo suficientes datos como para hacerle la vida imposible.

—Debí matarlo cuando todavía estaba a tiempo —dijo entre dientes. Empleaba un tono virulento y seguía con la mano en el pecho—. Debería haber puesto su dedo en el gatillo, meterle el cañón en la boca y volarle la tapa de los sesos.

—Una historia preciosa —apunté—. La maté porque me descubrió robando su apartamento y luego me suicidé porque me sentía muy culpable. La última vez que me arrepentí de algo fue en la escuela primaria, pero, claro, ¿cómo iba usted a saber semejante cosa? ¿Qué le impidió matarme?

—No lo sé. —Permaneció pensativo por un instante—. Yo… nunca había matado a nadie. Después de disparar a Madeleine, lo único que quería era salir corriendo. Nunca pensé en matarlo a usted también. Dejé la pistola en su mano y me marché.

¡Qué tierno! Acababa de confesar. Alguien tenía que leerle sus derechos y permitirle llamar a su abogado. Le tocaba el turno a la caballería. Me volví hacia la trastienda, en la que se encontraban Ray Kirschmann y Francis Rockland tomando buena nota de la conversación. La mano que Arkwright se había llevado al pecho se coló bajo su chaqueta y reapareció empuñando un arma.

Empujó la silla hacia atrás para poder controlarnos a los cuatro: a Whelkin, a Atman Singh, al maharajá y a mí, que era a quien apuntaba, en realidad. Era un arma mayor que la que había dejado en mi mano, demasiado grande para ser una Whippet o una Devil Dog. Se trataba de un revolver. Pensé que si era aficionado a los Marley, debía de tratarse de un Mastiff. Aunque tal vez fuese un Rhodesian Ridgeback o algo así.

—Quiero que quede claro —dijo mientras movía el arma de un lado para otro—. Al primero que se mueva, lo mato. Es usted un hombre inteligente, señor Rhodenbarr, pero eso no le ha hecho ningún favor en este caso. Supongo que nadie echará de menos a un ladrón. A las personas como a usted deberían condenarlas a muerte, no son más que gusanos repugnantes sin el menor respeto por la propiedad privada. Y usted —se dirigió a Whelkin— me estafó. Se valió de Madeleine para robarme mi dinero. Me ha puesto en ridículo. No me importaría matarlo por ello. Y ustedes, caballeros, tienen la desgracia de haber presenciado todo este desagradable incidente. Lamento tener que hacer esto…

Matar mujeres es malo, pero ignorarlas puede ser peor. Había olvidado a Carolyn por completo, y esta aprovechó para darle un golpe en la cabeza con el busto de Kant que yo utilizaba como tope para los libros de la sección de Filosofía y Religión.