18

—Supongo que se preguntarán por qué los he citado a todos aquí.

Uno no suele empezar un discurso con una frase semejante. Pero ahí estaban todos, reunidos en la librería Barnegat. Cuando le compré el negocio al viejo Litzauer me dije que podría organizar pequeños encuentros informales, como ese. Lecturas de poemas los domingos por la tarde con una copa de jerez y unos canapés. Encuentros literarios a la europea, con café y cigarrillos, discusiones sobre la verdadera intención de la obra de Ionesco. Pensé que eso atraería a la gente y serviría para promocionar la librería. Además, lo más importante era que parecía una forma excelente de conocer chicas.

La reunión de aquella noche no era del mismo estilo, para ser sinceros. Nadie recitaba estrofas yámbicas y el nombre de Kafka no había surgido ni una sola vez. La librería ya había recibido más publicidad gratuita de la necesaria. Además, no esperaba conocer a ninguna chica en aquella ocasión.

La única que tenía a mano, Carolyn, estaba sentada en la escalera que utilizaba para coger los libros de la última estantería. Se había colocado a un lado voluntariamente, mientras que mis demás huéspedes estaban dispuestos en un semicírculo irregular. Yo me encontraba detrás del mostrador. No tenía silla en que sentarme, porque le había cedido la última a Prescott Demarest.

Compréndanlo, no era dueño de una biblioteca sino de una librería… No disponía de demasiadas sillas. Le había cedido la mejor que tenía al maharajá de Ranchipur, una silla de madera de roble con respaldo y brazos que estaba en el despacho del fondo. Atman Singh, su ángel guardián, estaba sentado sobre una caja de madera que en tiempos inmemoriales había contenido manzanas, pero que el señor Litzauer había aprovechado para guardar los libros de más que había en la librería. Rudyard Whelkin estaba sentado en una silla plegable que Carolyn había traído de su Fábrica de Caniches.

No había presentado a mis invitados ni parecían haberse gustado los unos a los otros suficientemente como para ponerse a hablar de fútbol, del tiempo o de la inseguridad ciudadana. No habían llegado todos juntos, pero casi, y permanecieron en silencio hasta que empecé a hablar. Incluso cuando eso ocurrió, no hicieron más que lanzarme miradas severas.

—De hecho —proseguí—, todos saben por qué los he reunido aquí esta noche. De lo contrario, no habrían acudido a la cita. Estamos aquí para hablar de un libro y de un asesinato.

Nadie reaccionó. No se puede tener todo.

—El asesinato al que me refiero —continué—, es el de Madeleine Porlock. Le dispararon hace dos días en su apartamento de la calle Sesenta y seis. El asesino le pegó un único tiro en la frente, con una pistola del calibre 32. El arma homicida era una Marley Devil Dog, y el asesino abandonó la escena del crimen dejándome inconsciente y con el arma en la mano.

El maharajá pensó algo y frunció el entrecejo.

—¿Quiere decir que usted no mató a aquella mujer?

—En realidad, me encontraba allí para entregar el libro. Se suponía que iban a pagarme por el trabajo, pero lo único que conseguí fue que la señorita Porlock me sedara y su asesino me tendiese una trampa. Pero… —sonreí—, todavía tengo el libro en mi poder.

Había conseguido captar la atención de todos los presentes. Me miraban en silencio, callados como piedras. Me acerqué al mostrador y saqué La rendición del fuerte Bucklow. La abrí al azar y recité:

El viejo Eisenberg era un tipo valiente

como todos los de su familia,

mientras tomaba un trozo de tarta de miel

y bebía un vaso de hidromiel

se chupaba los labios y los dedos

y hacía un juramento solemne:

Si alguien ha de partir hacia el fuerte Bucklow,

le acompañaré, aunque me cueste la vida.

Cerré el libro.

—La última frase me parece especialmente mala —apunté—. Toda la obra está llena de ripios. Pero este libro no nos interesa por sus cualidades literarias sino porque se trata del único ejemplar que existe. El último de toda una serie. Una joya de incalculable valor, un texto de Kipling publicado por él mismo… Y este es el único ejemplar que ha logrado sobrevivir hasta nuestros días. —Dejé el libro sobre el mostrador, y proseguí—: El ejemplar formaba parte de la biblioteca privada de un caballero llamado Jesse Arkwright. Se me informó que lo había adquirido por medio de un contrato privado pactado con los herederos de lord Ponsonby, quienes acto seguido lo retiraron de la subasta en que pensaban venderlo. —Miré fijamente a Rudyard Whelkin—. Es posible que haya habido un lord Ponsonby, pero no fue así como Jesse Arkwright consiguió su ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow.

Demarest me preguntó cómo lo había adquirido entonces.

—Lo compró —señalé—. Se lo compró a la misma persona que me contrató para que se lo robara. Madeleine Porlock se encargó de preparar la venta.

El maharajá quería saber qué pintaba ella en el asunto.

—Era la amante de Arkwright —expliqué—. Además, era amiga de Whelkin desde hacía muchos años. Este le contó que acababa de adquirir un libro sumamente valioso. Ella le comentó que tenía un amigo (o debería decir, cliente) que era un apasionado coleccionista de libros. Sólo quedaba poner en contacto al vendedor y al comprador.

—¿Y la venta se realizó sin problemas? —preguntó Demarest, quien intentaba hacer encajar las piezas—. De ser así, ¿por qué robar el libro? ¿Por su valor?

—No —respondí—. Por su falta de valor.

—Entonces, es una burda copia del original —comentó el maharajá.

—No, es el original.

—¿Entonces?

—Yo también me hice esa misma pregunta —añadí—. Intentaba comprender dónde residía el fallo del libro. Podía ser una antigüedad falsa, por supuesto. Pero hay que encontrar a alguien que se preste a escribir tres mil doscientos versos imitando el estilo de Kipling de manera convincente. Luego habría que llevarle el trabajo a un editor y rezar para que dispusiese de papel con cincuenta años de antigüedad para imprimirlo. Es posible emplear papel actual y envejecerlo, pero —le di unos golpecitos al libro—, estaba seguro de que ese no era el caso. Trabajo con libros y sé reconocer un papel viejo cuando lo veo. Tiene un aspecto y un olor diferente.

»Pero aun contando con un papel viejo, habría que imprimir el texto y estropear el ejemplar para simular el paso del tiempo. Y hay que ser sutil para que parezca que el ejemplar se ha conservado en buen estado… Es difícil hacer un buen negocio con tanto problema técnico. Tal vez si se da con el comprador adecuado se pueda sacar una buena tajada. Pero parece arriesgado invertir tanto dinero en un libro sin estar seguro de los beneficios que permitirá obtener.

—Entonces, si el libro es auténtico, ¿por qué carece de valor? —preguntó el maharajá.

—No es que no valga nada en sentido literal. Al día siguiente de haberlo hurtado, cierto caballero intentó robármelo a punta de pistola en esta misma librería. La suerte me asistió y el hombre se llevó el libro equivocado. —Miré a Atman Singh y sonreí—. Pero intentó acallarme ofreciéndome quinientos dólares. Y yo calculo que ese es el valor aproximado del ejemplar. Puede que valga mil, si mucho me apuran, pero, desde luego, no vale más.

—Venga, Bernie… —Carolyn bajó de su nido—. Me parece que me he perdido algo y he puesto mucha atención en todo momento. Si se supone que ese libro cuesta una fortuna y es auténtico, ¿por qué sólo pagarías quinientos dólares por él?

—Porque es auténtico —expliqué—, pero no es único. Kipling mandó realizar una impresión privada del libro en 1923. Eso es cierto. Pero lo que no lo es, es que quemara todos los ejemplares salvo este. Existen unos cuantos ejemplares más.

—Interesante teoría —apuntó Prescott Demarest. Vestía igual que por la mañana, cuando Carolyn le tomó la foto, pero en aquel momento me pareció que llevaba un traje negro y ahora me daba cuenta de que era azul marino a rayas casi imperceptibles. Se retrepó en su silla, y añadió—: De modo que el libro es uno de tantos. ¿Cómo lo sabe, señor Rhodenbarr?

—¿Cómo me he enterado? —No era exactamente lo que él había preguntado, pero era lo que me apetecía explicar—. Robé el ejemplar de la casa del señor Arkwright el miércoles por la noche. El jueves, Madeleine Porlock se hizo con él. Me administró un somnífero y cuando recobré el conocimiento, el libro había desaparecido. —Comprobé con placer que todos me escuchaban atentamente—. Más tarde, encontré La rendición del fuerte Bucklow en su armario, dentro de una caja de zapatos.

»Pero no se trataba del mismo ejemplar. Pensé que podía haber escondido el libro antes de que su asesino llegase al apartamento. Pero lo lógico habría sido que antes de marcharse buscara el libro. Lo más inteligente habría sido apuntarle con el arma, pedirle que se lo entregara y luego matarla. Antes de marchar, se llevó mis quinientos dólares. No sé si fue el asesino o fue Madeleine quien los sacó de mi bolsillo. Pero si fue ella, debió de esconderlos muy bien, porque no logré encontrarlos.

El dinero se lo podía haber llevado un agente de policía, pero preferí no crear polémica con ese tema.

—Mi ejemplar iba envuelto en papel de embalar marrón —continué—. Supongo que antes de esconderlo Madeleine debió de desenvolverlo para comprobar su autenticidad, por si acaso era una edición de bolsillo de Los tres soldados, o algo así. —Evité la mirada de Atman Singh—. Entonces, ¿dónde estaba el papel? No lo vi en el suelo en ningún momento. Es posible que no lo hubiera visto por despiste o que hubiese ido a parar a alguna papelera, pero busqué específicamente ese papel cuando entré de nuevo en el apartamento ayer por la noche, y estoy seguro de que no estaba allí. El asesino no debió de llevárselo, y dudo que la policía lo destruyera. ¿Dónde había ido a parar? Ahora tengo clara la respuesta. Cuando después de matarla el asesino se marchó con el libro, este todavía estaba envuelto.

—Esa sí es una buena conclusión —comentó Whelkin—. Empezaba a temer que no fuese a exponernos más que sus dudas. Es como preguntarse por qué no ladró el perro… Quinientos dólares de menos, y un trozo de papel que no aparece… No es demasiado sólido, ¿no le parece?

—Todavía hay más.

—¿Sí?

Asentí.

—No es una prueba contundente, sino más bien pura intuición. El miércoles por la noche me puse a leer el libro. Lo sostuve en las manos y volví las páginas. Cuando lo cogí nuevamente ayer por la noche, me pareció que no se trataba del mismo libro. Tenía una dedicatoria para H. Rider, al igual que el ejemplar que había robado de casa de Jesse Arkwright, pero había algo distinto. Sé que hay campesinos que dicen que pueden distinguir un pájaro de otro, aunque sean de la misma especie. Bueno, pues yo puedo distinguir un libro de otro, por mucho que se parezcan. Pueden tener una página estropeada o una mancha en distinto lugar, cualquier cosa. Pero el caso es que supe que se trataba de ejemplares diferentes. Una vez que me di cuenta de ello, empecé a comprenderlo todo.

—¿Cómo?

—Supongamos que alguien descubre una caja con cuatro o cinco docenas de libros en el almacén de una vieja imprenta de Turnbridge Wells. —Miré a Whelkin—. Es sólo una hipótesis, claro está, pero no parece descabellada, ¿verdad?

—Si usted lo dice.

—Digamos que encuentra cincuenta ejemplares. La primera edición casi al completo, además del legendario ejemplar que el autor había dedicado a Haggard. ¿Cuánto pueden valer esos libros? Unos cientos de dólares cada uno. Son pequeñas joyas, y Kipling empieza a ser de nuevo un autor muy apreciado. El problema es que la obra interesa más por su rareza que por su contenido literario. ¿Qué pasaría si se convirtiesen en ejemplares únicos? ¿Y si cada uno estuviese dedicado por Kipling de su puño y letra? Bueno, una imitación de su letra, claro. Es difícil envejecer un libro, pero no lo es tanto imitar una dedicatoria sobre un libro que ya es viejo. Estoy seguro de que es sencillo tratar químicamente la tinta para que parezca tener cincuenta años, darle el aspecto tornasolado de los manuscritos de antaño.

»Así pues, mi cliente decidió llevar a cabo su plan. Escribió una dedicatoria en cada libro, o le pidió a un buen falsificador que hiciera el trabajo. Y empezó a tantear el terreno, hablando con los coleccionistas más importantes y presentando el material como si se tratase de mercancía robada, para que el comprador mantuviera en secreto su tesoro. Porque en el momento en que alguien sacase a la luz el libro en una conferencia o en una exposición, se descubriría el truco. Los coleccionistas lo perseguirían hasta conseguir que les devolviera el dinero.

—Pero ya no podrían hacer nada, ¿verdad? —preguntó Carolyn—. Si no era una venta del todo legal, no podrían ir a juicio.

—Es cierto, pero conducir a alguien ante los tribunales no es la única forma de obtener resultados. Además, si lo descubrían ya no podría vender más libros. En lugar de ganar varios miles por ejemplar, tendría en sus manos algo que nadie querría ni regalado. El alto precio de los libros dependía del hecho de ser únicos en el mundo. Si hay varios ejemplares y se prueba que todas las dedicatorias son falsas, mi cliente tendría que buscarse otra forma de ganarse ilegalmente la vida.

—Podría hacerse ladrón —apuntó el maharajá, con una sonrisa.

Sacudí la cabeza.

—No. Eso es algo que sé que no podría hacer, porque cuando necesitó a un ladrón vino directo a buscarme. Creo que por Madeleine Porlock supo que Arkwright pensaba hacer pública la existencia de su ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow. Bueno, hacer pública no es exactamente la expresión que corresponde. Arkwright era un coleccionista, pero ante todo era un hombre de negocios. No pensaba informar al Times acerca del ejemplar, pero sí pensaba sacarle partido vendiéndoselo a alguien que tenía mucho más interés por Kipling, la India, y los judíos o cualquiera de los temas que se abordaban en el libro.

Whelkin preguntó si pensaba en alguien en concreto.

—En un extranjero —contesté—. Porque Arkwright tenía relaciones comerciales internacionales. Un hombre con el poder y el dinero de un príncipe indio.

El maharajá se quedó de piedra. Atman Singh se inclinó un poco, como si se dispusiera a defender a su amo.

—O un jeque árabe —proseguí—. Pienso en un hombre llamado Najd al-Quhaddar. Vive en uno de los estados de la península Arábiga, no recuerdo en cuál, pero prácticamente es dueño del lugar. Leí un artículo sobre él en el último Contemporary Bibliophile. Se cree que posee la mejor biblioteca privada al este del canal de Suez.

—Lo conozco —dijo el maharajá—. Tal vez la suya sea la mejor biblioteca de todo Oriente Medio, aunque en Alejandría hay un caballero que no estaría de acuerdo con semejante afirmación. En India existe por lo menos una biblioteca mucho mejor que la del jeque.

Mi madre me decía que nunca discutiera con un maharajá, así pues, me limité a asentir cortésmente y proseguí con mi historia.

—Arkwright tuvo una magnífica idea. Quería firmar un acuerdo con el jeque y pensó que La rendición del fuerte Bucklow podría servirle para agilizar la maniobra. Najd al-Quhaddar apoya fervientemente la causa palestina y sus grupos terroristas, algo bastante habitual entre los jeques del petróleo, y qué mejor que regalarle un libro antisemita escrito y dedicado por un famoso autor inglés, enemigo del pueblo judío. El único problema fue que mi cliente ya le había vendido un ejemplar al jeque. —Miré a Whelkin. Era difícil adivinar cuáles eran sus sentimientos, porque su rostro permanecía inmutable—. Eso no lo leí en el Contemporary Bibliophile. Cuando compró el libro, el jeque aceptó mantenerlo en secreto porque pensaba que se trataba de un bien robado. No le importaba demasiado. Algunos coleccionistas encuentran que la mercancía robada es más interesante. Les gusta el riesgo que implica y, además, creen que están comprando a precio de ganga.

»Si Arkwright le enseñaba su ejemplar a Nadj, se descubriría la farsa y mi cliente lo perdería todo. Arkwright se enteraría de que lo habían estafado y, aún peor, Nadj también se daría cuenta… y ya se sabe que los jeques árabes pueden idear venganzas muy creativas, sin tener que molestar para nada a su abogado. En algunos países de la zona, todavía les cortan las manos a los ladrones. Así pues, si encima lo sienten como una afrenta personal…

Me detuve para tomar aire, y añadí:

—Mi cliente tenía otra razón para alejar a Arkwright de la biblioteca del jeque. Quería venderle otra cosa a Nadj, y pensaba sacar una fortuna de la transacción. Lo último que le apetecía era que Arkwright lo fastidiase todo.

—Me he perdido, Bern, ¿qué pensaba venderle? —preguntó Carolyn.

La rendición del fuerte Bucklow.

—Pero creí que ya se lo había vendido.

—Le había vendido el ejemplar de Rider Haggard. Pero ahora pensaba venderle algo especial. —Le di unos golpecitos al libro que había sobre el mostrador—. Iba a venderle este ejemplar.

—Disculpe —interrumpió Prescott Demarest—. Me tiene bastante confundido. El ejemplar que usted tiene delante, ¿no es el que robó de casa del señor Arkwright?

—No, ese ejemplar abandonó el apartamento de Madeleine Porlock con su asesino.

—Entonces, ¿el libro que tiene ante usted es el ejemplar que encontró en el armario?

Negué con la cabeza, y contesté con tristeza:

—Me temo que no. El ejemplar que había en el armario también estaba dedicado a Rider Haggard. Mi cliente no podía venderle dos iguales al jeque. Con uno ya era suficiente. No, este es un tercer ejemplar, y les pido perdón por haberles mentido antes, cuando dije que este era el libro de la señorita Porlock. Bueno, tal vez les aclare un poco mejor la cuestión si les leo la dedicatoria. —Abrí el libro y carraspeé. Jamás me habían escuchado con tanta atención—. «Para Herr Adolf Hitler —leí— cuyo reconocimiento de la doble espada de Damocles que suponen el bolchevismo y los banqueros judíos afincados en todo el mundo han encendido una nueva antorcha alemana que, con la gracia de Dios, acabará un día por alumbrar a todo el planeta. Que sus esfuerzos sean el yunque sobre el que se fragüe la espada que habrá de redimirnos. Reciba el apoyo permanente y entregado de su seguro servidor, Rudyard Kipling. Bateman, Burwash, Sussex, Inglaterra. Primero de abril de 1924».

Cerré el libro.

—La fecha es muy significativa. Antes de que ustedes llegaran, estaba leyendo la biografía de Hitler escrita por Toland. Es una de las ventajas de ser dueño de una librería. La fecha de la supuesta dedicatoria de Kipling fue el día en que sentenciaron a Hitler a pasar cinco años en la cárcel de Landsberg por haber participado en el llamado Putsch de Múnich. Poco después de que le comunicaran la sentencia, Hitler se encontraba en su celda, escribiendo los primeros capítulos de Mi lucha. En ese instante se supone que Kipling, emocionado por la suerte del futuro Führer, le dedicaba uno de sus libros. En la solapa interior hay una serie de sellos. Están en alemán, pero al parecer prueban que el libro entró en la prisión Landsberg en mayo de 1924. Luego hay algunas notas al margen que se suponen de puño y letra de Hitler, y unos párrafos subrayados, así como algunas anotaciones en alemán en las páginas que estaban en blanco.

—Hitler podía haber tenido ese libro en su celda —dijo Whelkin, con aire soñador—. Tal vez le sirviese de inspiración. Las anotaciones al margen sugieren que quizá tomó ideas para Mi lucha.

—¿Y qué pasó con el libro después de eso?

—Bueno, eso es un poco vago. Tal vez el Führer lo entregó a Unity Mitford, y esta lo trajo cuando regresó a Inglaterra. Es una historia bastante atractiva, pero todavía no tengo claro todos los detalles.

—¿Y el precio?

Whelkin arqueó las pobladas cejas.

—¿El precio de un ejemplar perteneciente a Adolf Hitler de una obra de la que sólo existe otro ejemplar? ¿La fuente de inspiración de Mi lucha con notas del propio Hitler?

—¿Cuánto dinero?

—Dinero —dijo Whelkin—. ¿Qué es el dinero para alguien como Nadj al-Quhaddar? Para él mana de la tierra, como el petróleo. Tiene tanto que no sabe qué hacer con él. ¿Cincuenta mil dólares? ¿Cien mil dólares? ¿Un cuarto de millón? Pensaba dejarle tiempo para reflexionar, para que se diera cuenta de qué le estaba ofreciendo. A buen seguro que la negociación hubiese sido tan sutil como compleja. ¿Cuánto me habría atrevido a pedir? ¿Cuánto habría aceptado pagar? ¿En qué punto nos pondríamos de acuerdo? —Alzó las manos—. Es imposible de saber. ¿Cómo era aquella cita de Johnson? «Riqueza más allá de los sueños de un avaro». El avaro es un soñador, de modo que eso es mucho decir, pero creo que habría hecho un buen negocio. Un muy buen negocio.

—Pero Arkwright podía echarlo todo a perder.

—En efecto —concedió.

—¿Cuánto pagó Arkwright por su ejemplar?

—Cinco mil dólares.

—¿Y el jeque? Ya había adquirido el ejemplar dedicado a Haggard.

Asintió.

—Pagó unos cientos de dólares, no recuerdo la cifra exacta. ¿Es muy importante?

—No, en realidad no. ¿Cuántos ejemplares ha vendido además de los que ya sabemos?

Whelkin dejó escapar un suspiro, y respondió:

—Tres. Uno a un caballero de Forth Worth a quien dije que el libro provenía de la biblioteca Ashmolean de Oxford, pero que nadie lo sabía porque el encargado lo había sustraído ilegalmente para pagar unas deudas de juego. No se lo enseñará a nadie. Otro, a un colono retirado que vive en las Indias Occidentales después de haberse hecho rico vendiendo goma malaya. El tercero, a un hombre de tendencias políticas radicales que vive en Rhodesia. Me parece que le interesaba más el contenido ideológico del poema que su valor como pieza de coleccionista. El tejano es quien pagó más caro el libro: ocho mil quinientos dólares, si no me equivoco. Vendía los libros uno a uno, pero requería un trabajo de chinos. No podía hacerse publicidad, y cada venta implicaba horas de investigación para saber a quién ofrecérselo. Sólo en gastos de viaje se me iba una fortuna. Ganaba suficiente para vivir y cubrir gastos, pero no avanzaba demasiado.

—El último ejemplar que vendió fue el de Arkwright.

—Sí.

—¿De qué conocía a Madeleine Porlock?

—Éramos amigos desde hacía tiempo. Habíamos trabajado juntos en alguna que otra ocasión a lo largo de los años.

—Preparando estafas, supongo.

—Prefiero llamarlo transacciones comerciales, si no le importa.

—¿Por qué tenía un ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow en el armario?

—Era su comisión por haberme ayudado a venderle un ejemplar a Arkwright —contestó—. Yo necesitaba dinero en efectivo. En condiciones normales le habría pagado mil dólares por facilitar la venta. Pero le pareció bien quedarse con un libro a cambio. Esperaba venderlo por una buena suma. Sabía, sin embargo, que no podía intentarlo hasta que yo rematase el negocio millonario con Nadj al-Quhaddar.

—Y mientras tanto, necesitaba sacar de en medio el ejemplar de Arkwright.

—Así es.

—Y decidió ofrecerme quince mil dólares para que lo robase por usted. ¿De dónde pensaba sacar el dinero?

Bajó la vista al suelo.

—Tarde o temprano le habría pagado. No disponía de esa suma en ese momento, pero en cuanto hubiese vendido el ejemplar de Hitler, podría haber sido generoso.

—Debería habérmelo dicho antes.

—¿Y qué hubiese pasado conmigo?

—No habría aceptado su oferta, eso está claro.

—Ahí tiene la respuesta —murmuró. Suspiró y se cruzó de brazos antes de proseguir—. La ética depende de cada circunstancia. Pero yo habría cumplido con mi palabra en cuanto hubiese podido. Se lo juro.

Era un alivio. Carolyn y yo nos miramos. Salí de detrás del mostrador.

—La situación se complicó aún más porque en Nueva York se encontraba por esas fechas un caballero indio que había oído hablar del libro de Kipling que un jeque árabe había adquirido. Sin embargo, había conocido a una mujer que le aseguraba que el ejemplar se encontraba en manos de un millonario llamado Arkwright, pero que pronto dejaría de estarlo y que, llegado el momento, ella podría vendérselo, si se ponían de acuerdo en el precio.

»La mujer era Madeleine Porlock, claro. Se enteró de que el maharajá estaba en la ciudad y supo de su afición por la obra de Rudyard Kipling. Ella tenía el ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow que Whelkin le había dado a modo de comisión, y pensaba que aquella era una excelente oportunidad. Quiso vendérselo al maharajá por… ¿por cuánto?

—Por diez mil dólares —dijo el maharajá.

—Era un precio bastante alto, pero estaba pactando con un hombre de muchos recursos, en más de un sentido. La mandó seguir. Cuando fue a mi tienda para echarme un vistazo de cerca, llevaba una peluca. Supongo que para evitar que la reconociese cuando fuera a su casa a que me echara el somnífero en el café. O tal vez se escondía porque sabía que alguien estaba siguiéndola. Fuesen cuales fueren sus planes, no dieron el resultado deseado. El criado del maharajá la siguió hasta la librería y, tras investigar un poco, se enteró de que el dueño de la tienda era un experto en saqueo y robo de viviendas. —Sonreí—. ¿Me siguen? Sé que es un poco enrevesado. El maharajá no pensaba pagar los diez mil dólares por el libro, no porque le falte el dinero, sino porque tenía una buena razón para no invertir en él: sabía que se trataba de una estafa. Estaba al corriente de que el jeque Nadj tenía un ejemplar, y también por otro motivo, ¿verdad?

—Sí.

—¿Le importaría contárnoslo?

—Tengo el original. —Sonrió, lleno de ese orgullo de dueño legítimo del que tanto hablan los anuncios de coches—. El verdadero ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow dedicado a H. Rider Haggard, rescatado de su propia biblioteca poco después de su muerte. El ejemplar que pasó por las manos de Unity Mitford y que fue por un tiempo posesión del duque de Windsor. Debo aclarar que se trata de un ejemplar que adquirí hace seis años, mucho antes de que este… caballero —señaló con la cabeza a Whelkin— encontrase la caja de libros que se conservaban en los almacenes de la editorial Turnbridge Wells.

—¿Y quería el ejemplar fraudulento?

—Me interesaba sacarlo a la luz y desacreditarlo. Estaba seguro de que se trataba de una estafa, pero no sabía cómo se estaba realizando. Tal vez no fuesen más que rumores. Tal vez alguien había encontrado un manuscrito y lo había mandado imprimir. ¿O sería, como ahora lo sé, un libro auténtico con una dedicatoria falsa? Quería averiguar de qué se trataba y comprobar que el ejemplar del jeque fuese de la misma naturaleza, pero no pensaba pagar diez mil dólares por ello, porque de lo contrario estaría participando activamente en la estafa.

—De modo que intentó eliminar al intermediario. Y envió a su amigo a visitarme. —Sonreí y volví la mirada hacia Atman Singh, que permaneció serio—. Así se quedaba con el libro recién robado. Le dio instrucciones de que me pagara quinientos dólares, ¿por qué?

—Para compensarle. Me parecía lo mínimo que podía hacer después de que usted hubiera hecho correctamente su trabajo. Además, tenga en cuenta que el libro carecía de valor.

—Si le parece que ese era un precio razonable por mi esfuerzo, está claro que no sabe qué implica ser un ladrón. ¿Cómo supo que tenía el libro?

—La señorita Porlock me dijo que lo tendría aquella misma tarde. Deduje que usted debería habérselo robado a su dueño mucho antes.

Rudyard Whelkin sacudió la cabeza.

—¡Pobre Maddy! —exclamó con tristeza—. Le dije que esperase un poco. Podía haberme estropeado una venta espectacular, pero supongo que estaba aburrida. Quería ganar dinero y salir de la ciudad. —Frunció el entrecejo—. Pero ¿quién la mató?

—Un hombre que tenía una poderosa razón —expliqué—. Un hombre al que ella había traicionado.

—¡Por Dios! —protestó Whelkin—. No podría matar a nadie, y mucho menos a Madeleine.

—Es posible. Pero usted no es el único hombre al que intentó engañar. Bien pensado, nos la jugó a todos. A mí me durmió y me robó, aunque yo tampoco la maté. Pensaba estafar al maharajá, y puede que este se sintiera furioso al descubrir que su criado volvía de mi tienda con un ejemplar de Los tres soldados carente de interés. Pero no creo que llegase a pensar que le habían traicionado porque no esperaba nada bueno de aquella mujer. Al igual que yo. No teníamos ningún motivo de peso para fiarnos de ella, de modo que no podíamos sentirnos traicionados. En realidad, sólo traicionó a un hombre.

—¿De quién se trata?

—De él. —Levanté un dedo y señalé a Prescott Demarest.

Demarest me miró, perplejo.

—¿Se ha vuelto loco? —protestó, airado—. Esto no tiene sentido.

—¿A qué viene esa respuesta?

—Desde que llegué he estado preguntándome qué pinto en esta casa de locos y ahora, de repente, me acusan del asesinato de una mujer de la que no sabía nada antes de llegar aquí esta noche. He venido a comprar un libro, señor Rhodenbarr. Leí un anuncio en el periódico, hice una llamada y acudí a una cita pensando en gastar una buena suma de dinero comprando una rareza. He escuchado una historia apasionante sobre libros verdaderos con dedicatorias falsas y algunos ecos de traición, estafa y asesinato… y ahora me acusan de homicidio. Ya no quiero comprar su libro, señor Rhodenbarr; me da igual si tiene una dedicatoria para Hitler, para Haggard o para el mismo Jesucristo. Tampoco quiero seguir escuchando la clase de estupideces que he estado escuchando esta noche. Así pues, si me disculpa…

Empezó a ponerse de pie. Levanté la mano. No era un ademán amenazador, pero sirvió para detenerlo. Le pedí que se sentara de nuevo. Por extraño que parezca, me hizo caso.

—Es usted Prescott Demarest —dije.

—Pensé que no íbamos a mencionar nuestros nombres, pero, sí, soy Prescott Demarest, aunque…

—Miente —sentencié—. Usted es Jesse Arkwright, y es un asesino.