17

Telefoneé a Ray Kirschmann desde una cabina de la Segunda Avenida. Ray me contó apesadumbrado que los Bulldogs seguían ganando.

—Míralo por el lado positivo —dije—. Lo que pierdas hoy, lo recuperarás mañana.

—Mañana jugamos con los Giants. Será muy difícil ganarles.

—Me encanta charlar contigo —afirmé—, pero tengo prisa. Necesito que averigües unas cosas.

—¿Qué soy, tu secretario particular? Estás pidiendo mucho por ese abrigo.

—Es de visón, Ray. Piensa hasta dónde llegan algunas mujeres por conseguir un abrigo así.

—Muy gracioso.

—Además, no se trata únicamente de un abrigo; puedes conseguir un bonito collar por el mismo precio.

—¿En serio?

—Han ocurrido cosas muy extrañas. ¿Tienes con qué apuntar? —Fue a buscar algo y le expliqué que necesitaba que investigase—. No te alejes demasiado del teléfono, ¿de acuerdo, Ray? Volveré a llamar.

—Estupendo —contestó—. No sé si podría resistir sin tus llamadas.

Regresé al coche. Había dejado el motor encendido. Metí una marcha y continué por la Segunda Avenida. Al llegar a la calle Treinta y tres, giré a la derecha, eché un rápido vistazo al hotel Gresham, giré de nuevo hacia la Sexta Avenida, luego hacia la calle Veintinueve y por último aparqué en una zona de pago de la Séptima Avenida. Esa vez sí apagué el motor y retiré el puente.

Me encontraba en el centro del mercado de pieles, unas calles que eran la pesadilla de los ecologistas.

Cientos de pequeños comercios apiñados, peleteros, fabricantes, vendedores de abrigos, de bolsos, de chaquetas, de accesorios; mayoristas y minoristas, artesanos de la confección, costureros, creadores de cinturones, botones, arcos. El negocio que yo andaba buscando se encontraba al final de la avenida, en la calle Veintinueve. El local de Arvin Tannenbaum ocupaba la tercera planta de un almacén de cuatro pisos.

En la planta baja se encontraba una cafetería que cerraba los fines de semana. A la derecha había una puerta que daba a un pasillo con ascensor y a la escalera de incendios. La puerta estaba cerrada. La cerradura no parecía gran cosa.

Sin embargo, el perro sí. Se trataba de un dóberman asesino, entrenado para ser un guardián violento, y aseguraba la privacidad del pasillo como si fuera un leopardo. Cuando me acerqué a la puerta, dejó de ladrar y me miró atentamente. Apoyé una mano en la puerta por simple curiosidad y se puso en actitud de ataque. Retiré la mano, pero eso no lo calmó en absoluto.

Habría dado cualquier cosa por que Carolyn me hubiese acompañado. Podría haberle pegado un baño a semejante bastardo. Y cortarle las uñas y limarle los dientes, de paso.

No suelo aventurarme cuando topo con un perro guardián. La única forma de pasar era llenarme el brazo de veneno y dejar que ese hijo de puta me mordiera. Le dirigí una sonrisa forzada y gruñó desde lo más profundo de su garganta. Salí y entré en la cafetería.

Fue más difícil de lo que esperaba. Tenían persianas de hierro, como las que había instaladas en mi librería, pero me sentía más capaz de enfrentarme a eso que a un animal salvaje. Abrí la persiana y la puerta y comprobé aliviado que no se disparaba ninguna alarma. Bajé la persiana antes de cerrar la puerta. Cualquier peatón atento vería que estaba sin cerrar con llave, pero desde lejos daba el pego.

Dentro había una puerta que daba al ascensor, pero desgraciadamente allí estaba también el perro, por lo que no resultaba demasiado útil. Crucé la cocina y encontré una puerta que daba a la escalera de incendios. Me subí a un cubo de basura para llegar al extremo de la misma, y empecé a subir.

Pensaba ir directamente al tercer piso, pero al pasar por el segundo vi una ventana abierta y no pude resistir la tentación. Me colé, avancé por un mar de trozos de cuero, subí por unas escaleras y entré en la propiedad de Arvin Tannenbaum e hijos.

Pocos minutos después, salí de la misma forma que había entrado, bajando por unas escaleras, sorteando los trozos de cuero, tomando la escalera de incendios y confiando tener suerte al aterrizar en el cubo de basura. Al llegar a la cocina de la cafetería me concedí un descanso y comí algo. Nada demasiado exquisito, pero estaba muerto de hambre y cualquier cosa me parecía apetecible.

No me molesté en cerrar de la puerta con llave al salir. La ajusté sin más. Sin embargo, bajé la persiana y pasé el cerrojo.

Antes de regresar al Pontiac, pasé un momento a despedirme del perro. Lo saludé con la mano y él me gruñó a modo de respuesta. Por la forma en que me miró, juraría que sabía perfectamente a qué había ido hasta allí.

La señora Kirschmann contestó al teléfono. Al pedirle que me pasara con su marido dijo: «Un momento por favor», y a continuación gritó el nombre de Ray sin preocuparse por tapar el auricular con la mano. Cuando Ray por fin contestó, le comenté que tenía el tímpano destrozado.

—¿Y eso?

—Tu mujer ha estado gritándome al oído.

—No es culpa mía, Bernie. Aparte de eso, ¿todo marcha bien?

—Creo que sí. ¿Qué has averiguado?

—En cuanto al arma del crimen… A Madeleine Porlock la mataron con una Devil Dog.

—Odio ese modelo.

—¿Cómo?

—Bueno, creo que odio más las Twinkie, pero ¿no son lo mismo que las Devil Dog?

Ray suspiró.

—Una Devil Dog es una pistola automática fabricada por Marley. Toda la línea tiene algo que ver con nombres de perros, de una forma o de otra. La Devil Dog es una automática del calibre 32. La Whippet es del calibre 25; el Mastiff es un revólver del 38, y también tienen un Magnum del 44, aunque no recuerdo cuál es el nombre exacto. Por el tamaño debe de ser algo parecido a un Irish Wolfhound o un Great Dane, pero no me parecen nombres adecuados para un arma.

—Hay demasiados perros en esta historia —murmuré—. Los bulldogs, el Marley Devil Dog y el dóberman del pasillo…

—¿A qué dóberman te refieres? ¿De qué pasillo me estás hablando?

—Olvídalo. Así pues, ¿es un arma del 32?

—Exacto. No está registrada. Podría ser de Porlock, o puede que el asesino la llevase consigo.

—¿Cómo es?

—¿El arma? No la he visto, Bern. Me limité a realizar una llamada. No me presenté en el almacén de la policía pidiendo que desembalaran la pistola. Pero conozco las Devil Dogs. Se trata de pistolas automáticas, de modo que son planas, no demasiado grandes, con un cargador de cinco balas. Las que he visto eran de acero azulado, pero supongo que pueden comprarse con el acabado que se quiera: niqueladas o mate, según sea el precio que estés dispuesto a pagar.

Cerré los ojos e intenté recordar el arma que había visto en mi mano. Era de acero azulado. Parecía que todo encajaba.

—Es un arma bastante pequeña, Bern. Con un tambor de unos cinco centímetros. El culatazo al disparar es mínimo.

—Pero mata de todos modos.

—¿Cómo dices?

—Nada. —Fruncí el entrecejo. Me había parecido un arma grande, comparada con el revólver diminuto con que me había apuntado el sij. Lo que me trajo a la memoria algo—. ¿Con qué arma dispararon a Rockland, el policía al que hirieron frente a mi librería? ¿Has podido averiguarlo?

—Insistes en sostener que no fuiste tú, ¿verdad?

—¡Por favor, Ray!

—Está bien, está bien. No le dispararon con una Devil Dog, Bern, porque el asesino dejó el arma en el suelo del apartamento. ¿Adónde quieres llegar?

—Sigue.

—Bueno. A Rockland le dispararon… Es difícil saber con qué le dispararon.

—¿No encontraron ningún casquillo?

—La bala se partió.

—Supongo que encontrarían los pedazos.

Ray carraspeó.

—Si me preguntan, negaré todo cuanto voy a contarte —dijo—. Pero por lo que parece, una vez atados los cabos, es posible que…

—Rockland se disparó a sí mismo.

—Bueno, eso creo, Bern. Es joven, se puso nervioso y… ya sabes.

—¿La herida es grave?

—Tengo entendido que podría perder un dedo. No un dedo importante, pero…

Me vino a la mente Parker, paseando por ahí, fracturando huesos. Me pregunté qué dedos consideraba Ray importantes.

—¿Qué has averiguado sobre Rockland?

—Bueno, he hecho algunas preguntas, Bern. Es joven, algo que todos sabemos, pero es capaz de cambiar de rumbo por una buena causa.

—¿Qué entiendes tú por una buena causa?

—Dinero.

—Pero quien te habla no tiene dinero —dije—. Como no acepte tarjeta de crédito…

—Pides demasiado, Bern. El pobre ha perdido un dedo.

—Se disparó él mismo…

—Sí, pero un dedo es un dedo.

—Acabas de decir que no era un dedo de los importantes.

—Aun así…

—¿Crees que si le ofreciera una parte del pastel, aceptaría que le pagase con retraso? Si es ambicioso, y dices que lo es, estaría loco si no aceptase.

—Un punto a tu favor.

Tenía más de un punto a mi favor. Tenía un montón de cosas que contarle, algunas fáciles de encajar, otras no tanto. Al final, le dije que se lo tomara con calma y él me dijo que tuviera cuidado.

Eran buenos consejos para los dos.

El dueño del Milo Arms Inc. tenía un gran sentido del humor. En las páginas amarillas aparecía el logotipo de la empresa: el torso desnudo de la Venus de Milo con una pistolera en la cadera; ¿quién podría resistirse?

Prefiero mantenerme alejado de las tiendas de armas, pero me he dado cuenta de que normalmente ni siquiera las veo. Suelen estar situadas en el primer piso de algún edificio. Supongo que no son la clase de negocios a los que los clientes acudan por impulso o porque pasaban por allí.

Milo Arms no era una excepción. Ocupaba el primer piso de un edificio de ladrillos situado en la calle Canal, entre Greene y Mercer. En la tienda que se encontraba justo debajo vendían repuestos de fontanería, y el resto de pisos eran casas particulares. Me encontraba algo confuso en el vestíbulo, leyendo los nombres que había junto a los timbres, cuando vi salir a una pareja de jóvenes que dejaban un rastro de hierba poco lícita tras de sí. La chica rio tontamente mientras su acompañante me aguantaba la puerta.

La puerta de la tienda de armas era de madera maciza y estaba decorada con varios torsos con pistoleras y una lista exhaustiva de los artefactos letales que podían adquirirse en el interior. La puerta contaba con varias cerraduras, como era de esperar, y tenía puesto un candado. Llamé y me sentí aliviado al comprobar que nadie respondía y que no se oía gruñir a ningún perro guardián. Puse manos a la obra.

Las cerraduras no supusieron demasiado problema. El candado se abría con una combinación, y me pareció un reto interesante. Si no hubiese estado tan a la vista y yo no hubiese tenido tanta prisa, habría intentado dar con la combinación. Pero, en cambio, intenté romperlo con unas tenazas. Como eso no dio resultado (era un buen candado fabricado con buen acero) opté por la vía rápida: desmontar el soporte del candado, desatornillarlo del marco de la puerta. Cada oficio tiene sus trucos. Si uno vive para verlo, puede acabar conociendo muchos y variados, y poniéndolos en práctica.

¡Qué lugar tan macabro! Sólo estuve dentro cinco minutos, pero, qué cinco minutos tan desagradables. Tantas armas las unas pegadas a las otras, el olor a pólvora y aceite o lo que sea que les da ese olor tan particular. Máquinas infernales, instrumentos de muerte y destrucción. Herramientas de asesinos.

Al salir, cerré con cuidado. Lo último que pretendía era facilitarle la tarea a un maniático ladrón de armas. Me tomé la molestia de volver a colocar el candado en su sitio, dejando el soporte mejor atornillado a la puerta de lo que lo había encontrado. ¡Armas!

Ocupado. Ocupado. Ocupado.

Encontré a Carolyn en la Fábrica de Caniches. Le había encargado que cuidara del libro y no estaba muy contenta con esa tarea.

—Este negocio es tan desagradable —dijo—. Crees que debo de sacar un buen pellizco, ¿verdad? Te equivocas. Bueno, por lo menos pronto habrá un concurso canino importante en Armory.

—¿Piensas hacer negocio con eso?

—Claro. No se pueden ganar premios con un perro sucio.

—Parece un refrán. ¿Qué tal estaban los Blinn?

—Tan encantadores como siempre. Tomé unos cuantos dulces.

—Mejor que ver Twinkie y Devil Dog. ¿Se alegró Gert de recuperar su pulsera?

—Sí, supongo que sí.

—¿Supones?

—Centramos nuestra atención en las fotos —dijo con tono de profesional ofendida. Colocó las cuatro instantáneas sobre el mostrador de mármol—. Gert no había visto a este hombre en su vida —explicó señalando con el dedo—. Está totalmente segura de ello. Tampoco cree haber visto a este otro, pero no se atrevería a jurarlo.

—¿Y reconoció a los otros dos?

Movió el dedo y lo colocó sobre otra de las fotografías. Advertí que volvía a morderse las uñas.

—A este, dice que lo ha visto mucho por allí. No sabe cuándo le vio por primera vez, pero debía de hacer bastante. Lo ha visto en compañía de Madeleine, pero también solo, entrando y saliendo del edificio sin compañía.

—Muy interesante. ¿Qué hay de nuestro otro amigo?

—Artie cree que los vio juntos en una ocasión. Y Gert apuntó que su cara le resultaba familiar.

—Préstame esta —dije mientras me la guardaba—. ¡Hasta la próxima!

El vestíbulo del hotel Gresham había cambiado desde que Rudyard Whelkin lo había descrito por teléfono. Carolyn ya no estaba allí, ni la anciana con su bolso. En uno de los bancos había un adicto a la heroína, pero no me pareció eurasiático, ni mucho menos. Tal vez fuese amigo del eurasiático.

El teléfono que había utilizado Whelkin estaba ocupado por una mujer extraordinariamente voluminosa que no paraba de hablar. La cabina le quedaba pequeña, de modo que tenía casi todo el cuerpo fuera. Se aferraba al auricular y le gritaba a alguien que ya le había pagado y que no le debía nada a nadie. Aparentemente, su presunto acreedor no quería dar el brazo a torcer.

El hombrecillo que había en recepción tenía la piel tan blanca que parecía que el sol no le hubiese tocado nunca. Sus ojos eran diminutos y de color azul; sus labios finos, prácticamente inexistentes. Le mostré la foto que le había pedido prestada a Carolyn. La miró por un buen rato, pensativo, y a continuación me miró con la misma expresión en el rostro.

—¿Y bien? —preguntó.

—¿Se encuentra en el hotel?

—No.

—¿Cuánto hace que se marchó?

—No lo recuerdo.

—Me gustaría dejarle un mensaje.

Me dio un bloc de notas. Yo llevaba mi propia pluma. Escribí: «Por favor, llame tan pronto como pueda», y firmé «R. Whelkin», no porque quisiera hacerme el listo, sino porque fue el único nombre que se me ocurrió en ese instante, a excepción del mío. Algo que él tampoco utilizaba, claro está.

Doblé la hoja y se la di al recepcionista. La cogió y me miró sin expresión alguna en el rostro. Ninguno de los dos se movió. Detrás de nosotros, la obesa de la cabina anunciaba que no estaba dispuesta a aceptar que nadie le hablase en semejante tono.

—¿Podría dejar el mensaje en su casillero? —pregunté.

—Luego.

Ahora, pensé. Así podré ver en qué habitación está.

—Será mejor que lo haga enseguida, antes de que olvide para quién es el mensaje. No ha puesto el nombre en la nota, ¿verdad?

—No.

—Ahora que lo pienso, ¿para quién es la nota?

—Yo no te he dado pie para que me insultes —vociferó la mujer del teléfono—. Llama de ese modo a tu perro, si quieres, pero no a mí. Ten cuidado con lo que dices.

El recepcionista tenía unas cejas muy finas. Me temo que no debían de cumplir demasiado bien con su función natural de retener el sudor antes de que llegase a los ojos, pero no resultaba demasiado grave, puesto que el hombre hacía todo lo posible por no trabajar tanto como para llegar a sudar. Sin embargo tenía suficientes pelos en las cejas como para arquearlas, y lo hizo. Con gran elocuencia.

Puse un billete de veinte dólares sobre el mostrador y me entregó la llave de la habitación 311. Quince minutos después, regresé y se la devolví.

La mujer seguía al teléfono.

—¿Quieres que hablemos de gilipollas? Te diré qué es ser gilipollas. Tú eres el ejemplo perfecto de gilipollas para mi gusto…

De nuevo en el Pontiac, hacia el sur. Me preguntaba si todo aquello acabaría alguna vez. Tantas idas y venidas, subidas y bajadas, de aquí para allá empezaban a parecerme interminables.

En la calle Nassau, encontré más problemas. Estaba prohibido aparcar bajo cualquier circunstancia. Pero era una ilegalidad a la que tenía que hacer frente, por el momento. El anuncio avisaba que la grúa se llevaría los coches y que los gastos irían a cargo del dueño. Estaba preparado para correr el riesgo.

Encontré una cabina y llamé al W04 1114. No esperaba que nadie contestase, y así ocurrió.

Fui hacia la calle Pine, hacia la fachada este del edificio del que había salido horas antes. (¿Horas?, parecían semanas). Prescott Demarest. Quedaban encendidas muchas menos ventanas que antes. Pensé que habría sido mejor si dispusiese de un maletín o una carpeta, algo que me ayudase a parecer uno más del lugar El portero estaba leyendo un periódico, pero en cuanto entré levantó la vista muy profesionalmente. Era un hombre mayor, con cara de cansancio, que probablemente intentaba suplir las deficiencias de su pensión de jubilación. Caminé a su encuentro, pero a medio camino me detuve y fingí un ataque de tos. Mientras duró, comprobé la lista de oficinas que había en la pared y escogí una.

—¡Salud! —dijo el anciano.

—Gracias.

—Tendría que cuidarse ese constipado.

—La culpa la tiene este clima. Un día hace calor y al siguiente, frío.

Hizo un gesto de asentimiento.

—Antes no era así —explicó—. Antes podía confiarse en el tiempo, pero ahora, todo ha cambiado.

Firmé en la hoja de registro. Nombre: Peter Johnson. Compañía Wickwire y MacNally. Piso 17. Por lo menos ya no fingía apellidarme Whelkin; había recuperado la imaginación. Peter Johnson sonaba graciosamente común. Si Wickwire y MacNally eran una firma suficientemente grande, seguro que contaban con un Peter Johnson entre sus empleados. O con un John Peterson, o algo similar.

Tomé el ascensor hasta el piso decimoséptimo. Supuse que el portero no comprobaría el piso en el indicador de planta baja, pero no merecía la pena arriesgarse. Bajé tres pisos y busqué hasta dar con la puerta que sobre el cristal tenía escrito en negro: «Tontine Trading Corp». La oficina estaba totalmente a oscuras, como las demás. Un sábado por la noche es uno de los momentos más solitarios de la semana.

Además de uno de los más largos; aún me quedaban visitas que hacer y lugares a los que acudir. Escuché a través de la puerta, por si había alguien dentro. Llamé discretamente con los nudillos, volví a escuchar y por último abrí la cerradura con un simple trozo de acero, sin demasiado problema.

Las cerraduras de las oficinas suelen ser así de sencillas de abrir y ¿por qué no habrían de serlo? No tiene sentido colocar una puerta blindada si ha de estar compuesta esencialmente por un cristal traslúcido. Basta con romper el cristal.

Además, para eso estaban los porteros, para evitar que alguien como yo pudiese entrar y robar una agenda electrónica o cualquier otra cosa. No encontré nada que uno pudiera llevarse. Al salir de la oficina de Tontine, subí al piso decimoséptimo y tomé el ascensor. No llevaba nada que no hubiese traído conmigo al entrar.

El portero me miró y comentó:

—¡Menuda rapidez!

—Como una liebre —contesté. Firmé y salí a la calle.