Cogí un taxi para ir a buscar el Pontiac. Para cuando estuve de regreso Carolyn ya se había familiarizado con las sofisticadas funciones de la polaroid. Para demostrármelo, en cuanto entré me hizo una foto, salió al instante y se reveló ante mi atenta mirada. Mi cara reflejaba sorpresa y culpabilidad. Le dije a Carolyn que no pensaba pedir ninguna ampliación.
—Eres mejor modelo que los gatos —comentó—. Ubi no para quieto y Archie se pone bizco.
—Archie siempre bizquea un poco.
—Es un defecto de los siameses. ¿Me sacas una foto?
—¡Claro!
Llevaba un jersey de cuello alto gris y unos pantalones color pizarra azulada. Para la foto, se puso un jersey escotado con botones y una boina inclinada en la cabeza. Ataviada para la ocasión, se sentó en la mesa, cruzó las piernas y dirigió una bonita sonrisa a la cámara, como un niño desamparado.
La cámara de Randy captó la escena con gran precisión y analizamos juntos el resultado.
—Me falta un puro —sentenció Carolyn.
—Pero tú no fumas puros.
—Es sólo para posar. Me daría un aire muy Bonnie & Clyde.
—¿A cuál de los dos te parecerías más, según tú?
—¡Qué gracioso! No hay nada mejor que un chiste machista para levantar el ánimo. ¿Estás listo para irnos?
—Eso creo. ¿Tienes la pulsera de los Blinn?
—La llevo en el bolsillo.
—¿Te has familiarizado suficientemente con la cámara?
—Es tan difícil de manejar como un ascensor.
—Entonces, vamos.
Al llegar a la calle dije:
—Por cierto, Carolyn, hoy estás preciosa.
—¿A qué viene eso?
—Me alegro de que me acompañes.
—¿Qué es esto, una arenga a las tropas antes de partir hacia la batalla?
—Supongo que algo parecido.
—Pues contrólate, ¿de acuerdo? Podría emocionarme y corrérseme el rímel. Menos mal que no voy maquillada. ¿Podrás conducir este cacharro, Bern?
Los fines de semana el barrio financiero de Nueva York es una especie de páramo. Parece que alguien hubiese dejado caer una de esas bombas que matan a la gente pero dejan en pie los edificios. No se ve más que calles estrechas, edificios altos, y ni un alma. Las tiendas están cerradas y la gente está en casa, viendo un partido de fútbol.
Dejé el Pontiac en el aparcamiento de Nassau y fuimos caminando hasta Pine. El número doce era un edificio de oficinas más alto que los que lo rodeaban. En el vestíbulo había un portero, que atendía a unos cuantos empleados que se negaban a que el fin de semana frenase sus posibilidades de prosperar en la empresa.
Nos quedamos en la entrada unos ocho o diez minutos, durante los cuales el portero no tuvo nada que hacer. Miré hacia arriba y vi que había nueve despachos con la luz encendida. Intenté determinar si alguno de ellos podía pertenecer al decimocuarto piso. Algo difícil de saber ya de por sí, y mucho más si se miraba hacia arriba desde la calle y sin saber a ciencia cierta cuál podía ser el piso decimocuarto, puesto que desconocía si el edificio tenía piso decimotercero o no.
No conseguí dar con ninguna cabina desde la que ver el edificio. Giré en la calle William y caminé hasta la esquina siguiente. A las cuatro y dos minutos marqué el número que me había facilitado Prescott Demarest. Lo dejó sonar dos veces y luego descolgó, pero no dijo nada hasta que escuchó mi voz. Si hubiese sido igual de precavido la noche anterior, habríamos podido obtener la polaroid de Randy sin tener que forzar la puerta de su casa.
—Tengo el libro —dije—. Y necesito dinero. He de salir del país. Podemos intentar llegar a un acuerdo sobre el precio, si somos razonables.
—Estoy dispuesto a pagar un precio justo, si se trata de un verdadero ejemplar perdido.
—¿Qué le parecería echarle un vistazo esta noche? Si después de verlo decide comprarlo, negociaremos el precio.
—¿Esta noche?
—En la librería Barnegat. Está en la calle Once.
—Ya sé dónde está. He leído un artículo sobre ese sitio en el periódico de esta mañana.
—Lo sé.
—¿Cree que la librería es un lugar seguro?
—Sí. La policía ya no vigila la tienda, si es eso lo que le preocupa. Lo he comprobado esta misma mañana. —Y era cierto, había pasado lentamente por delante, con el Pontiac—. Lo veré allí a las once en punto.
Colgué y volví a la calle William con la calle Pine. Desde allí, podía ver la entrada del edificio pero sin demasiado detalle.
Había dejado a Carolyn ante el escaparate de una tienda especializada en fotografías antiguas. No sabía si seguiría allí o no.
Permanecí unos cinco minutos sin hacer nada. Luego, vi salir a alguien del edificio. El hombre fue directo hacia la calle Nassau. Lo vi desaparecer a lo lejos mientras Carolyn me saludaba desde la entrada de la tienda de fotos.
Corrí hacia la cabina, marqué nuevamente el número, lo dejé sonar un par de veces, colgué, recuperé mi moneda y volví a toda prisa junto a Carolyn.
—No había nadie —expliqué—. Ha salido de la oficina.
—Entonces tenemos su foto.
—¿Sólo ha salido una persona?
—No, pero el primero en salir lo hizo antes de que llegases a la cabina, de modo que no me molesté en fotografiarlo. Luego, salió un hombre, te hice una seña y le tomé una foto. Ahora sale alguien más, es una mujer, ¿quieres que le saque una foto?
—No hace falta.
—Está firmando el libro de salidas y entradas. Demarest no se molestó, le hizo un gesto al portero y salió del edificio.
—Eso no significa gran cosa. Yo mismo suelo saludar a los porteros con cierta familiaridad. Si te comportas como si los conocieses, ellos suponen que es así.
—Aquí tienes la foto. Necesitamos un zoom o como quiera que se llamen los chismes esos. Afortunadamente, esta calle es muy estrecha, de lo contrario no distinguiríamos nada en la foto.
Estudié la fotografía. No tenía la definición de un retrato de Bachrach pero la luz era buena y se veía bien la cara de Demarest. Se trataba de un hombre alto, de mediana edad. Llevaba el pelo cano peinado como si fuera un coronel de la marina retirado.
Su rostro me resultaba vagamente familiar, pero no sabía por qué. No tenía conciencia de haberlo visto antes.
Cuando íbamos de camino hacia el norte, Carolyn se miró en el espejo retrovisor, para ver si llevaba bien colocada la boina. Tardó unos minutos en ponerla a su gusto.
—¡Fue muy divertido! —exclamó.
—¿Qué? ¿Sacarle fotos a Demarest?
—¿Qué tiene de divertido sacar fotos? Ni siquiera tuvo emoción. Pensé que cruzaría la calle y me amenazaría, pero ni siquiera se dio cuenta de que existía. Disparé desde la sombra, tranquilamente. No, me refiero a ayer por la noche.
—¡Ah!
—Cuando Randy entró en casa hecha una furia. Increíble… podría dar clases sobre cómo malinterpretar una situación.
—Bueno, si lo ves desde su perspectiva…
—Es ridículo, lo mires por donde lo mires. Pero tendrás que admitir algo.
—¿Qué?
—Está preciosa cuando se enfada.
A las cinco menos cuarto llegamos a un local llamado Sangfroid. Era un lugar elegante situado en un vecindario elegante. El suelo estaba enmoquetado, los muebles eran de madera negra y cromo. La mesa a la que nos sentamos era un disco de madera de poco menos de medio metro de diámetro. Las sillas eran semiesferas sobre unos pies de cromo. Bebí una Perrier con hielo y una rodaja de lima. Carolyn pidió un martini.
—Ya sé que no bebes mientras trabajas —dijo—. Pero esto no puede considerarse beber.
—¿Qué es, entonces?
—Una especie de terapia. Y llega justo a tiempo, porque me parece que empiezo a alucinar. ¿Estás viendo lo que yo?
—Veo a un señor muy alto con una barba y un turbante que se dirige hacia la avenida Madison.
—¿Es posible que alucinemos los dos?
Negué con la cabeza.
—Es un sij —dije—. Claro que también puede ser un ladrón asesino disfrazado…
—¿Qué hace?
Había entrado en una cabina. Se hallaba en la misma esquina que nosotros, a unos metros de distancia de donde estábamos sentados. Lo veíamos perfectamente a través de la ventana. No podía jurar que se tratase del mismo sij que me había apuntado con su pistola, pero era probable que lo fuese.
—¿Es ese el hombre que te llamó esta mañana?
—No lo creo.
—Entonces, ¿qué hace en la cabina? De todos modos, aún faltan diez minutos.
—Tal vez lleve el reloj adelantado.
—¿Se va a quedar esperando ahí? Espera, ¿a quién estará llamando ahora?
—Ni idea.
—Acaba de colgar. Y se marcha.
Pero no se fue demasiado lejos. Cruzó la calle y se detuvo ante la entrada de una tienda. Era tan discreto como el World Trade Center.
—Está montando guardia —expliqué—. Creo que lo enviaron para comprobar que el terreno estuviese despejado. Probablemente haya llamado al hombre con quien hablé por la mañana para confirmarle que todo estaba en regla. Supongo que no habrá dicho no hay moros en la costa… Ahí viene nuestro hombre.
—¿De dónde ha salido?
—Tal vez se hospede en Carlyle, que está a una calle de aquí. Además, si tuvieras dinero para emplear a un sij con turbante, ¿qué otro hotel elegirías? Como mucho el Waldorf, por nostalgia histórica… El Sherry-Netherlans, si fueses productora de cine y el sij un artista famoso disfrazado. El Pierre, quizá, si…
—Es él, sin duda. Ha entrado en la cabina.
—Ya veo.
—Y ahora ¿qué?
Me levanté, busqué una moneda en el bolsillo y consulté el reloj.
—Es la hora —afirmé—. Discúlpame un instante, tengo que hacer una llamada…
Fue una conversación bastante larga, la operadora nos interrumpió un par de veces para solicitar que echásemos más monedas, y no era la clase de conversación en la que a uno no le importa que le interrumpan. Me entraron ganas de colgar, caminar unos metros y proseguir la conversación en directo. Pero me dije que eso no resultaría demasiado prudente.
Cuando por fin colgué, la operadora me pidió una moneda más. La metí pero me quedé allí, fantaseando con la posibilidad de abrir el cajetín de monedas y recuperar todo cuanto había echado. Nunca he robado las cabinas, me parece que no merece la pena molestarse por tan poco, pero no debía de ser demasiado difícil. Empecé a inspeccionar la cerradura que custodiaba las monedas pero, afortunadamente, recuperé el sentido común.
Me dije que a Carolyn le encantaría ver cómo lo hacía, y fui a buscarla, pero al llegar al bar me encontré con que la mesa estaba vacía. Me senté a esperarla. El hielo de mi Perrier se había fundido y el gas, a pesar de su tozudez, empezaba a flojear. Miré a través de la ventana. No vi a nadie en la cabina, y el sij ya no montaba guardia en la calle.
Tal vez Carolyn hubiese sentido la urgencia de la madre naturaleza y estuviese en el lavabo, con la cámara. Dejé pasar un minuto. Deposité un billete de cinco dólares sobre la mesa, puse el vaso encima para que no se volara y salí del local.
Miré a ver si veía al sij, pero no había rastro de él por ninguna parte. Crucé la calle, giré hacia la avenida Madison y tomé rumbo al Carlyle. Había leído en alguna parte que Bobby Short ya había vuelto de sus vacaciones de verano y que Tommy Flanagan, el pianista de Ella Fitzgerald durante tantos años, actuaba en solitario en el Bemelmans Lounge. Pensé que era una magnífica forma de pasar una tarde agradable en Nueva York y me prometí que en cuanto se aclarase todo aquel embrollo, volvería a dar una vuelta por aquel lujoso vecindario.
Claro que aquel lío podía no arreglarse jamás. De ser así, no me quedarían muchas oportunidades de volver.
Estaba empezando a sentirme mal, cuando oí una voz que me hablaba desde un portal, a mi izquierda.
—Oye, tío, ¿quieres comprar una cámara?
Ahí estaba, con una sonrisa traviesa en el rostro.
—Me encontraste —dijo.
—Soy un hombre lleno de recursos.
—Y es más difícil librarse de ti que de un constipado en verano.
—En eso tienes razón. Pensé que estabas en el lavabo. Al ver que no regresabas, opté por pasar a la acción.
—Igual que yo. Intenté sacarle una foto mientras hablabas con él. Pero desde el interior sólo salían los reflejos del cristal. No podía apreciarse si había alguien en la cabina o no.
—De modo que fuiste a su encuentro.
—Sí. Pensé que cuando hubiese acabado de hablar, volvería al lugar de donde había salido, de modo que vine para aquí y me puse a esperarlo. O hablasteis mucho rato o aprovechó para hacer más llamadas.
—Hablamos mucho rato.
—Por fin apareció y no se percató de mi presencia. Pasó justo a mi lado. Fíjate en esto.
—El parecido es sorprendente.
—Eso no es nada. Me quedé observando la foto mientras se revelaba, porque me parece algo tan curioso… y luego me la guardé en el bolsillo y me dirigí hacia la entrada, para ir en tu busca y adivina con quién topé…
—Con Rudyard Whelkin.
—¿Está por aquí? ¿Lo has visto?
—No.
—Entonces, ¿a qué viene eso?
—Me pediste que adivinara. Veamos… con Prescott Demarest.
—No. ¿Qué te pasa, Bern? Me encontré con el sij.
—Era lo siguiente que iba a decir.
—Bueno, pues habrías acertado por fin. A punto estuve de llevármelo por delante. Nos miramos; él hacia abajo, claro, y yo hacia arriba… Te juro que podría haber utilizado una escalera.
—¿Qué ocurrió después?
—Ocurrió que me comporté de forma sumamente inteligente. Valgo mi peso en oro. Puse cara de tonta y dije: ¡Qué maravilla de turbante! ¿Viene usted de la India, señor? ¿Trabaja en las Naciones Unidas? Dios… ¿Me deja hacerle una foto?
—¿Y te dejó?
—Por supuesto. Mira si no.
—Estás empezando a cogerle el truco a la cámara.
—Él se quedó tan impresionado como tú. Dijo que mañana, lunes, a primera hora, iba a comprarse una polaroid. De hecho, tuve que sacarle dos fotos, porque quería llevarse una de recuerdo. Dale la vuelta y lee lo que pone detrás.
En el dorso de la fotografía se podía leer, escrito con una letra muy elegante, lo siguiente: «A mi pequeña princesa, con estima y devoción, su seguro servidor: Atman Singh».
—Así se llama —dijo—. Atman Singh.
—Ya lo había entendido.
—¡Qué listo eres! Supongo que también te habrá quedado claro que el hombre con quien hablaste por teléfono es el jefe de Atman Singh. El jefe se llama… bueno, ahora que lo pienso, no sé cómo se llama, pero tiene el título de maharajá de Ranchipur. Supongo que también lo sabías, ¿no?
—No —respondí con voz suave—. Eso no lo sabía.
—Se hospedan en el Carlyle, en eso tenías razón. Al maharajá le gusta viajar acompañado. Especialmente si se trata de mujeres. Me parece que si hubiese sabido jugar bien mis cartas, habría podido sumarme a la fiesta…
—Me pregunto cómo te quedaría un rubí en el ombligo.
—Me vería demasiado femenina, ¿no te parece? De todos modos, a Atman Singh le gusto tal y como soy.
—A mí también. —Le puse una mano sobre el hombro—. Has estado fantástica, Carolyn. Estoy francamente impresionado.
—Yo también —afirmó—. Nunca creí que tuviera tanto valor. Claro que no todo el mérito es mío; no habría podido hacer nada sin tomarme un martini antes.
Cuando estuvimos de nuevo en el coche, Carolyn comentó:
—Me lo he pasado muy bien con el numerito que le monté a Atman Singh. Al principio estaba muerta de miedo, pero al cabo de un rato me había metido tanto en el papel que no me daba cuenta de si estaba o no asustada. ¿Sabes a qué me refiero?
—Por supuesto, conozco la sensación. Me ocurre cada vez que me cuelo en una propiedad privada.
—Sí, lo de la casa de Randy estuvo bien. No sabía que robar podía ser tan emocionante. Ahora entiendo que la gente lo haga más por el placer que produce que por el dinero que se obtiene de ello.
—Cuando eres un profesional —expliqué—, el dinero siempre es lo primero.
—Supongo que tienes razón. Estaba realmente celosa, ¿verdad?
—¿Randy?
—Sí. Oye… cuando todo esto acabe me gustaría que me enseñases un par de trucos.
—¿A qué te refieres?
—Por ejemplo, me gustaría aprender a abrir las puertas sin necesidad de utilizar las llaves. ¿Piensas que podría aprender?
—Bueno, todos podemos aprender hasta cierto punto. Pero luego, se tiene o no se tiene el don necesario. Te enseñaré todo cuanto pueda.
—¿Podrías enseñarme a poner en marcha el motor de un coche sin la llave?
—Es muy fácil. Lo aprenderás en diez minutos.
—Pero no sé conducir.
—Entonces, no creo que te sirva de mucho aprender este truco.
—Sí, tienes razón, pero me gustaría saber hacerlo, de todos modos. Sencillamente por el gusto de saberlo. Oye… Bern.
—¿Sí?
Me dio un puñetazo suave en la parte superior del brazo.
—Sé que este es un asunto de vida o muerte… pero me lo estoy pasando muy bien contigo. Quería que lo supieses.
A las seis menos diez aparcamos el coche (en un lugar que no estaba prohibido, para variar) a una manzana del hotel Gresham de la calle Veintitrés. Empezaba a oscurecer. Carolyn bajó la ventanilla y le sacó una foto a unos peatones. El resultado era bastante bueno desde un punto de vista estético, pero como la luz era pobre, la definición dejaba bastante que desear.
—Temía que ocurriera algo así —dije—. Me cité con el maharajá a las cinco y con Whelkin a las seis, cuando hablé con Demarest pensé en citarlo a las siete. Pero lo dejé para las cuatro porque recordé que iba a hacernos falta luz.
—Llevo flashes en la bolsa de la cámara.
—Llaman demasiado la atención, ¿no te parece? De todos modos, me alegro de haber podido retratar a Demarest con buena luz. Lo de Whelkin no tiene tanta importancia. Puede que no salga del edificio.
—¿Crees que se aloja en el hotel?
—Es probable. Pensé en llamar para comprobarlo, pero ¿por quién pregunto?
—¿No crees que esté utilizando su verdadero nombre?
—No. Pero además, no sé cuál es su verdadero nombre. Estoy seguro de que no es Rudyard Whelkin. Es una bonita historia eso de que su padre le pusiera Rudyard porque adoraba a Kipling, y de que él acabara convirtiéndose en coleccionista de la obra de ese mismo autor… Pero me parece que se lo inventó todo sólo para mí.
—¿No se llama Rudyard Whelkin?
—No. Y tampoco colecciona libros.
—Entonces, ¿qué hace con ellos?
—Creo que los vende. —Consulté el reloj—. Ya debe de estar en la cabina del vestíbulo, esperando mi llamada. Será mejor que lo llame.
—Y será mejor que yo intente conseguir esa foto.
—Procura ser discreta, ¿de acuerdo?
—Yo siempre soy discreta…
El teléfono de la primera cabina en que me metí no funcionaba. Había otra cabina en la acera de enfrente, pero estaba ocupada. Acabé usando el teléfono público del bar Barney Rose, que tenía tanto en común con el Sangfroid como el hotel Gresham con el Carlyle. Los carteles del fondo de la barra estaban escritos a mano y anunciaban distintas marcas de whisky a precios razonablemente bajos.
Marqué el número que Whelkin me había dado. Debía de tener la mano sobre el auricular, porque descolgó en el preciso instante en que empezaba a sonar.
La conversación fue más breve que la que había mantenido con el maharajá, pero duró más de lo que debía, porque llegó un momento en que no oía nada. El locutor de televisión estaba dando los resultados de los partidos de fútbol y en cierto momento dijo algo que produjo una fuerte discusión en el bar. Como el griterío no paraba, Whelkin y yo tuvimos que dar por terminada la charla.
Me disculpé por las molestias.
—No importa —dijo para tranquilizarme—. Donde estoy también reina una gran confusión. Hay un eurasiático tumbado en un banco, ciego de droga; luego hay una anciana que no para de hurgar en su bolso y hablar sola… Por no mencionar a una joven que se la pasa tomando fotos a todo el mundo. ¡Oh, Dios mío! Viene hacia aquí.
—Parece inofensiva —apunté.
—Eso espero. Pondré mi mejor sonrisa y espero que con eso baste.
Momentos después, me encontraba de nuevo en el Pontiac, observando un primer plano de Rudyard Whelkin. Y en efecto, mostraba una dentadura en bastante buen estado.
—Muy sutil —felicité a Carolyn.
—Hay un tiempo para la sutileza —dijo— y un tiempo para la burla. Hay un tiempo para el estoque y otro para la coacción. Hay un tiempo para acabar las cosas y otro para dejarlas a medias.
—Y hay un pesado en el Barney Rose capaz de discutir horas enteras sobre fútbol. Me apetecía beber algo, pero supuse que no les quedaría Perrier…
—¿Quieres que paremos en algún sitio?
—No tenemos tiempo.
—¿Qué ha dicho Whelkin?
Le hice un resumen de nuestra conversación mientras nos dirigíamos de nuevo hacia la zona este de la ciudad. Al acabar, frunció el entrecejo y se rascó la cabeza.
—Es demasiado complicado —susurró—. No sé quién miente y quién dice la verdad.
—Será mejor que pienses que todos mienten. De ese modo, no te llevarás malas sorpresas. Te dejo en casa de los Blinn. ¿Sabes qué tienes que hacer?
—Claro… Pero ¿tú no vienes?
—No es necesario, quedan muchas cosas por hacer. ¿Recuerdas qué tienes que hacer cuando acabes con los Blinn?
—Tomarme una copa de algo.
—¿Y después?
—Me parece que sí, pero ¿puedes repetírmelo una vez más?
Se lo repetí y discutimos un par de puntos que no habían quedado claros. En la calle Sesenta y seis aparqué el coche en doble fila cerca de un Jaguar con matrícula diplomática y el parachoques abollado. El Jaguar estaba aparcado delante de una boca de incendios, pero el dueño se sentía tranquilo, protegido por la inmunidad diplomática. No le preocupaban ni las multas ni las grúas.
—Hemos llegado —dije—. ¿Llevas las fotografías?
—Sí, todas, incluso la de Atman Singh.
—Lleva la cámara también. Es mejor no dejarla en el coche. ¿Y la pulsera de los Blinn? ¿La tienes?
Sacó la pulsera del bolsillo y se la colocó en la muñeca.
—No soy muy aficionada a las joyas —explicó—, pero debo admitir que esta es preciosa. Bern, me parece que olvidas algo. Tienes que venir conmigo si quieres entrar en el apartamento de Madeleine Porlock.
—¿Por qué habría de querer ir a su apartamento?
—Para robar el chaquetón de lince.
—¿Y por qué habría de querer robar el chaquetón de lince? Esto empieza a parecerme un vodevil. ¿Por qué habría de…?
—¿No le prometiste al agente de policía que se lo darías?
—¡Ah! No veía adónde querías ir a parar. No, Ray quiere un abrigo de visón para su mujer, y lo que hay en el armario de Madeleine es un chaquetón de lince… La señora Kirschmann no quiere saber nada de animales salvajes asesinados para quitarles la piel.
—Me parece muy bien. No presté demasiada atención mientras hablabas con él. Supongo que piensas robar el visón en otro lado.
—Cuando llegue el momento.
—Ya veo. Como te oí dar la marca del abrigo, me confundí.
—Arvin Tannenbaum —apunté.
—Exacto, pero acabas de decir…
—Arvin Tannenbaum.
—Bernie, ¿te encuentras bien?
—Sí. —Consulté el reloj—. Como si no tuviese suficientes cosas que arreglar ni suficientes paradas que hacer… El tiempo pasa volando, Carolyn. Nunca alcanza para nada.
—Bernie…
Me incliné hacia ella y abrí la puerta de su lado.
—Ve a visitar a los Blinn —dije—. Luego nos vemos.