15

Cuando contestó al teléfono me disculpé por las molestias.

—Su mujer no quería llamarte —expliqué—, pero yo insistí en que era importante.

—Había apostado por Wake Forest a diez puntos —dijo—. De modo que lo único que estaba haciendo era comprobar cómo perdía mis veinte dólares.

—¿Contra quién juegan?

—Contra la Universidad de Georgia. Los Bulldogs tienen una defensa férrea. O lo que es lo mismo, se están merendando vivos a los del Wake Forest. —Reflexionó por un instante, y preguntó—: Pero ¿con quién demonios estoy hablando?

—Con un viejo amigo y enemigo que necesita un favor.

—¡Dios mío, tú! Chico, te he visto meter la pata antes, pero esta vez has metido las dos y a conciencia. Por cierto, ¿desde dónde llamas?

—Desde el infierno. Necesito que me hagas un favor, Ray.

—Me parece que tienes razón. Bueno, has llamado a la puerta indicada. Quieres que organice tu rendición, ¿no es cierto? Es la primera cosa sensata que haces desde que mataste a la tal Porlock. Si no te entregas, más tarde o más temprano acabarán contigo. Dispara, ¿qué quieres? Bueno, mejor no dispares. —Ahogó una risilla—. No ha sido un buen chiste, lo sé. Pero a los policías no nos gustan los que disparan a agentes del cuerpo. Todos te están buscando.

—Yo no le disparé.

—Venga, hombre. Él estaba allí, ¿recuerdas? Te vio.

—Vio a un payaso con barba y turbante. No le disparé, como tampoco disparé a esa mujer.

—Y no haces más que vender libros. Ya me has contado la historia, ¿recuerdas? Que estás más limpio que una patena, etcétera. Bueno, escucha, a partir de ahora todo irá bien. Organizaré tu entrega, no creas que no te agradezco el gesto. Yo quedo bien y tú salvas el pellejo. Consíguete un buen abogado y, ¿quién sabe?, puede que lo resuelvas todo en los tribunales. En el peor de los casos, te toca pasar un par de años en prisión. Ya sabes lo que es.

—Ray, yo nunca…

—Lo único malo es que Rockland es un tipo joven y muy sociable. Si le hubieses disparado a un carcamal, habrían bastado un par de testigos a tu favor para que quedases absuelto. Claro que si le hubieses disparado a un carcamal él mismo te habría dado antes de esperar a que tú lo hirieses en el pie. De modo que imagino que tuviste suerte con la víctima, Bern.

La cosa se prolongó un par de asaltos: yo proclamaba mi inocencia y Ray me indicaba cómo reducir la pena o librarme de ella escribiendo cien veces «no robaré nunca más» como en la escuela. Al cabo de un rato, cambié de táctica y le expliqué que quería que hiciese algo concreto por mí.

—¡Ah!

—Tengo tres números de teléfono y quiero que me facilites las direcciones correspondientes.

—¿Te has vuelto loco, Bernie? ¿Tienes idea de lo complicado que es localizar una llamada? Hace falta tiempo, hay que hablar con un encargado de la compañía telefónica por otra línea. Tu otra llamada tiene que durar por lo menos dos minutos, y aun así no siempre consiguen localizarla. Y si…

—Ray, ya tengo los tres números.

—¿Cómo dices?

—Ya tengo los tres números, quiero que me des la dirección. Es como si ya los hubiera localizado y quisiese comprobar la localización.

—¡Oh!

—Podrías hacer eso, ¿verdad?

Reflexionó por un instante, y luego respondió:

—Claro. Pero ¿por qué habría de hacerlo?

Le di un excelente motivo.

—No lo sé —prosiguió, después de discutir unos minutos acerca de mi excelente motivo—. Creo que me arriesgo demasiado.

—¿Arriesgarte? Te limitas a realizar una llamada, nada más.

—Sí, pero de paso coopero con un fugitivo de la justicia. No creo que eso me ayude en mi trabajo si alguien se entera.

—¿Quién va a enterarse?

—Nunca se sabe. Otra cosa, ¿cómo piensas entregar la mercancía? Tus intenciones son buenas, pero ¿cómo vas a hacerlo? Bern, si alguien te vuela la cabeza antes, ¿qué pasa conmigo?

—Que seguirás vivo. Piensa qué pasaría conmigo.

—Por eso creo que deberías entregarte.

—Nadie va a pegarme un tiro —afirmé, aparentando una seguridad que no tenía—. Te entregaré la mercancía, prometido. ¿Cuándo te he fallado?

—Bueno…

—Ray, sólo tienes que hacer una llamada, dos a lo sumo. ¿No crees que merece la pena? ¡Santo Dios! Si puedes invertir veinte dólares en Wake Forest…

—No me lo recuerdes… Estoy perdiendo mi dinero y ni siquiera puedo ver cómo.

—Escucha mi oferta. Vale más que lo que habrías ganado con Wake Forest.

—Sí. —Me quedé escuchando, en silencio. Podía oír las ideas buscar un sitio en su cerebro—. Si alguna vez mencionas que tuvimos esta conversación…

—Me conoces, Ray, sabes que no lo haría.

—Sí, tienes razón. Está bien, ¿cuáles son esos números?

Se los di y los repitió para estar seguros.

—De acuerdo —dijo—. Ahora dame tu número y te llamaré en cuanto sepa algo.

—Claro —comencé—. Apunta, es el… —Estaba a punto de leer el número escrito sobre el aparato cuando Carolyn me agarró del brazo y me miró, alarmada—. Ray, creo que será mejor que no te lo dé… Para ti es sencillo localizar un número.

—¿Qué clase de persona crees que soy, Bern?

Sonreí.

—Además —dije—, estoy a punto de salir. Así pues, será mejor que yo te llame más tarde. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?

—Depende de lo cooperativos que estén los de la compañía telefónica.

—¿Te parece bien media hora?

—Sí —respondió—. Me parece bien. Vuelve a telefonear dentro de treinta minutos, Bernie.

Colgué el auricular. Carolyn y los dos gatos me miraban expectantes.

—Una cámara —musité.

—¿Cómo?

—Tenemos media hora para conseguir una cámara. De hecho, mejor una polaroid, salvo que tengas algún conocido que disponga de un laboratorio y quiera revelar el carrete. Necesitamos una polaroid. Supongo que no tendrás una, ¿verdad?

—No.

—¿Podrías pedírsela prestada a alguien? No me apetece tener que comprar una a toda prisa. Las tiendas del centro estarán llenas de gente… Ni siquiera sé si hay una cámara de vigilancia en este edificio. En la calle Catorce hay unas cuantas tiendas, pero lo que venden es tan malo que no suele llegar entero a casa. En la Tercera Avenida están las casas de empeños, pero no me gusta acercarme a esa clase de sitios ahora que han puesto precio a mi cabeza… Claro que tú podrías acercarte y comprar una cámara.

—Si supiera qué tengo que comprar. Me daría mucha rabia volver a casa y descubrir que lo que he adquirido no nos sirve. Además, ¿para qué necesitamos una cámara?

—Para sacar unas fotos.

—¡Jamás lo hubiera imaginado! Es una pena que Randy volviese a casa en un mal momento. Tiene una de esas polaroids modernas; disparas y sale la foto revelada antes de que el obturador tenga tiempo de cerrarse.

—¿Randy tiene una polaroid?

—Eso he dicho. ¿No recuerdas las fotos de los gatos que te enseñé la semana pasada?

—No.

—Bueno, se la llevó. Pero no puedo pedirle que me la preste porque, como está convencida de que tenemos una aventura, creerá que quiero tomar fotos obscenas o algo así. Además, es probable que no esté en casa.

—Llámala y compruébalo.

—¿Estás de broma? No quiero hablar con ella.

—Cuelga si contesta.

—Entonces ¿para qué la llamo?

—Porque si no está en casa —contesté— podemos acercarnos y tomar la cámara prestada.

—Fantástico. —Se acercó al teléfono, suspiró y apoyó la mano sobre el auricular—. Olvidas algo… Ayer le devolví sus llaves.

—¿Y?

—¿Qué?

—¿Quién ha dicho que necesitamos las llaves?

Me miró, rio y sacudió la cabeza.

—Claro… —murmuró mientras levantaba el auricular.

Randy vivía en un estudio diminuto, en el quinto piso de un edificio de apartamentos de la calle Morton, entre la Séptima Avenida y el río. Las leyes de Nueva York obligan a que todo edificio de más de siete plantas cuente con ascensor… Aquel tenía seis, de modo que subimos por las escaleras.

Abrir las cerraduras fue pan comido. No habrían supuesto inconveniente alguno aunque me hubiese visto obligado a trabajar con herramientas improvisadas. Pero con mi equipo de profesional me abrí paso como el río Wehrmacht por Luxemburgo. Al abrir el último pestillo miré a Carolyn, que estaba boquiabierta. Sus ojos azules parecían más grandes que de costumbre.

—Dios… yo con las llaves tardo más en abrir la puerta.

—Bueno, son cerraduras de poca calidad. Y me he esforzado porque quería impresionarte.

—Lo lograste, estoy impresionada.

Entramos y salimos más rápidos que Speedy González. La cámara estaba donde siempre, en el último cajón de la cómoda de Randy, y Carolyn la encontró enseguida. Venía en una funda con correa, en cuyo compartimiento había varios carretes. Carolyn se colgó la cámara del hombro. Cerré la puerta y regresamos a casa.

Había prometido llamar a Ray al cabo de media hora y no tardé más que unos minutos de más con respecto a lo convenido. Esa vez, él mismo contestó al teléfono.

—Tienes un amigo que se mueve mucho —explicó.

—¿Perdón?

—El tipo que te ha dado los tres números. Abarca un territorio muy amplio. El RH es el número de una cabina que se encuentra en una esquina de la avenida Madison con la calle Setenta y cinco. El CH, también es de una cabina. Se encuentra en el vestíbulo del hotel Gresham, en la calle Veintitrés entre las avenidas Quinta y Sexta.

—Espera —dije mientras anotaba a ritmo frenético—. Ya está. ¿Y qué hay del WO?

—En el centro, quiero decir, en pleno centro, en la zona de Wall Street.

—¿Otro teléfono en un vestíbulo?

—No. Se trata de una oficina situada en el decimocuarto piso de una empresa llamada Tontine Trading Corp. Bernie, volvamos a lo del abrigo. Prometiste que sería de visón, ¿no?

—Exacto.

—¿Qué color habíamos dicho?

—Azul plateado.

—¿Y estás seguro de que es de última moda?

—Totalmente. Le encantará, Ray. Es un abrigo de marca y todo es legal.

—¿Cuándo lo tendré?

—Falta mucho para Navidad, Ray. No te preocupes.

—Maldito hijo de puta… ¿Todavía no tienes el abrigo?

—Por supuesto que no. Ya no me dedico a robar, Ray. Lo dejé, ¿recuerdas? ¿Qué demonios iba a hacer yo con un abrigo de pieles?

—Entonces, ¿de dónde piensas sacarlo?

—Te prometo que en cuanto salga de este lío te conseguiré el abrigo.

—Y si no sales nunca de este lío, Bern, ¿qué pasará conmigo?

—Bueno, reza para que salga —contesté—. De lo contrario perderás el abrigo como perdiste los veinte dólares que apostaste por Wake Forest.