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Los anuncios por palabras estaban en la penúltima página del segundo cuadernillo del Times, al lado de las informaciones sobre el estado de la mar y otros datos esenciales similares. Nuestro anuncio figuraba el tercero, tras una llamada de socorro que unos padres lanzaban a su hijo de catorce años, que al parecer se había marchado de casa y no llamaba para tranquilizarlos.

Leí nuestro anuncio tres o cuatro veces y concluí que cumpliría con su cometido. No había recibido ninguna llamada, pero todavía era pronto; Carolyn había despertado al alba y había ido a buscar el periódico inmediatamente después de dar de desayunar a los gatos. A esas horas, los interesados por el anuncio debían de estar roncando en sus camas. Y aunque estuviesen tomando su café matutino, como Carolyn y yo, aún tenían que leer el periódico entero hasta llegar a los anuncios por palabras. Afortunadamente, era sábado. El Times se había ido cargando de anuncios y secciones especiales, engordando como un oso que se prepara para invernar… pero la edición del sábado no resultaba demasiado gruesa. Por otro lado, mucha gente deja de leer el periódico el sábado y así se preparan psicológicamente para el atracón que supone el periódico del domingo. De modo que cabía la posibilidad de que nuestros clientes potenciales jamás leyesen el anuncio. Saldría publicado toda la semana, pero de pronto me dije que unas cuantas líneas al final de un periódico no eran precisamente el mejor reclamo publicitario. No había que esperar resultados espectaculares. Pensé que lo más inteligente sería ir preparando un plan alternativo, por si acaso.

—Me alegro de haber ido a buscar el periódico, Bernie.

—Yo también. Pero espero que no seamos los únicos en leer el anuncio.

—Será mejor que leas esto —dijo Carolyn señalando algo en el cuadernillo principal.

Así lo hice. En la sección de noticias internacionales habían insertado por error una noticia de unos párrafos que contaba cómo Bernard Rhodenbarr, el ladrón al que perseguía la policía por el asesinato de Madeleine Porlock en su apartamento de East Side, el martes anterior, había logrado escapar de nuevo la noche pasada. Rhodenbarr habría sido descubierto por un agente mientras intentaba entrar en su librería de la calle Once. El ladrón sacó una pistola e inició un tiroteo con la policía. El agente de servicio recibió un impacto de bala en el pie y fue conducido al hospital Saint Vincent, donde acababan de darle el alta. El ladrón, transformado en francotirador y dueño de la tienda, había emprendido la huida a pie, ileso.

En el último párrafo se mencionaba que para pasar inadvertido Rodenbarr se había disfrazado con una barba y un turbante. Pero el agente Francis Rockland había declarado que a él no lo había engañado ni por un momento: «Nos adiestran para que seamos capaces de ver más allá de lo obvio. Lo reconocí sin problemas, era el mismo tipo de la foto».

—El sij —comenté—. Bueno, ya sabemos que él no tenía el libro, de lo contrario no habría entrado en mi librería para buscarlo. Me pregunto si no sería él a quien viste montando guardia delante de la librería ayer.

—Puede ser.

—La prensa amarilla le habría sacado mucho jugo a todo esto. Les encantan las ironías. Y dime, ¿qué puede resultar más irónico que un ladrón que entra a robar en su propia tienda? Aunque no saben lo irónico que hubiese podido ser.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, si la policía hubiese detenido al sij, no me habrían exculpado del asesinato, pero por lo menos no me perseguirían por esto también. Si el sij hubiese sido peor tirador, no me habrían acusado de disparar a un policía. Herir a un policía es peor que matar a una persona normal, bueno, por lo menos ese es el punto de vista de los policías. Pero si el sij hubiese matado al agente Rockland, no le habría dicho a nadie que yo había sido el culpable.

—No preferirías que el agente muriera, ¿verdad?

—No. Con la suerte que tengo, vivirá lo suficiente pare decirle a todo el cuerpo de policía quién le disparó. Entonces me convertiré en un asesino de policías. ¿Y si Randy se entera? Puede que no leyese los periódicos o que no relacionara mi estancia aquí con mi fuga, porque lo que más le preocupaba ayer no era que estuvieses dando asilo a un fugitivo. Estaba demasiado ocupada sintiéndose traicionada.

—Randy no lee el Times.

—La noticia saldrá en todos los periódicos.

—Los más probable es que no lea ninguno. Ni siquiera estoy segura de que conozca tu apellido.

—Seguro que lo conoce.

—Puede ser.

—¿Crees que llamará a la policía?

—Es una buena persona. No es una chivata.

—Pero está celosa. Cree que…

—Ya sé qué cree. Debe de haberse vuelto loca para pensar algo así. Pero sé que lo cree de veras.

—Podría llamar a la policía manteniendo el anonimato. Y luego diría que lo hizo por tu propio bien, Carolyn.

—Mierda. —Se mordisqueó una uña—. ¿Crees que ya no estás seguro aquí?

—No lo sé.

—Pero has dado mi teléfono en el anuncio. ¿Cómo vamos a manejar eso si estás lejos?

—¿Quién puede llamar, de todos modos?

—Rudyard Whelkin.

—Mató a Madeleine Porlock el martes por la noche. Apuesto a que tomó un taxi directo al aeropuerto Kennedy y salió del país esa misma noche.

—¿Sin el libro?

Me encogí de hombros.

—El sij también puede telefonear. ¿Dónde están sus quinientos dólares?

—¿Crees que va a llamar para reclamarme el dinero?

—No, pero es una buena pregunta, Bern. Tenías el dinero cuando Madeleine Porlock te durmió, ¿no?

—Así es.

—Y cuando recuperaste el conocimiento había desaparecido, ¿no?

—Así es.

—Entonces ¿qué pasó con el dinero?

—Ella me lo robó. Ah… ¿quieres decir después de que me lo robara?

—Claro. ¿Quién se lo quedó? Ayer revisaste sus pertenencias y no lo encontraste. No estaba escondido junto al libro, ¿verdad?

—No estaba en ninguna parte. Quiero decir, en ninguno de los lugares en que busqué. Supongo que se lo llevaría el asesino.

—¿No te parece más lógico que lo dejara?

—¿Por qué iba a dejarlo? El dinero es el dinero, Carolyn.

—En los periódicos siempre hablan de asesinatos en los que se descarta el móvil del robo porque se encontró una fuerte suma de dinero en casa de la víctima.

—Eso ocurre en el crimen organizado. Quieren que todo el mundo sepa por qué matan a alguien. A veces incluso dejan dinero para que la policía descarte el robo. En este caso, el ladrón se llevó el dinero o Madeleine Porlock encontró un escondrijo seguro que no supe descubrir. O tal vez lo robase algún agente, cuando nadie miraba. Son cosas que ocurren.

—¿En serio?

—Por supuesto. Podría contarte mil casos. Pero ¿para qué empezar? Me interrumpiría constantemente el teléfono.

Contemplé el aparato confiando en que captase la indirecta. Pero permaneció callado la media hora siguiente.

Sin embargo, en cuanto empezó a sonar, pensé que nunca acabaría.

¡Rrrring!

—¿Dígame?

—Hola. Acabo de leer su anuncio en el Times. Me preguntaba si estaba interpretándolo correctamente o no.

—¿Cómo está interpretándolo?

—Al parecer tiene usted algo que desea vender.

—Exacto.

—Un billete para… el fuerte Bucklow.

—Así es.

—¿Podría saber con quién hablo?

—¡Qué curioso! Yo estaba a punto de hacerle la misma pregunta.

—Ah… es un secreto. Deje que me lo piense.

Hablaba con acento británico y un ligero tono asiático o africano. Las eses eran más sibilantes de lo normal. Educado, amable. Incluso diría que tenía una voz agradable.

—Bueno, señor. Creo que ya ha conocido a uno de mis emisarios. Si no me equivoco, recientemente le ha cobrado de más en un negocio. Pagó quinientos dólares por un libro que costaba un dólar con noventa y cinco centavos.

—No fue culpa mía. Se marchó antes de que pudiera darle el cambio.

El hombre sofocó una risilla.

—Entonces es usted quien creía. Perfecto. Tiene valor, señor. La policía lo busca en relación con un asesinato y usted sigue intentando vender un libro. El negocio es el negocio, ¿verdad?

—Necesito dinero urgentemente.

—Para dejar el país, imagino. ¿Tiene el libro cerca? ¿Lo tiene en las manos mientras hablamos?

—Sí. No recuerdo su nombre.

—No se lo he dicho. Antes de proseguir… tal vez pudiera darme alguna prueba de que en efecto tiene el libro.

—Supongo que podría arrimarlo al teléfono, pero dudo que sirva de algo, a menos que tenga usted poderes paranormales…

—Ábralo por la página cuarenta y dos y lea el primer párrafo.

—Espere un momento: «Si has de partir hacia el fuerte Bucklow con la luna en lo alto, y los chacales aúllan y los monos gritan como mujeres a punto de volverse locas…». ¿Es esto lo que quería oír?

Silencio.

—Quiero ese libro, señor. Deseo comprarlo.

—Maravilloso, porque yo quiero venderlo.

—¿Cuál es el precio?

—Todavía no lo he decidido.

—Diga una cifra…

—Este es un asunto peligroso. Tengo que pensar en mi protección. Soy un fugitivo de la justicia, como muy bien ha apuntado antes, y eso me convierte en un ser vulnerable. Ni siquiera sé con quién estoy hablando.

—Alguien que está de paso en este país, señor. Un apasionado de Kipling. Mi nombre carece de importancia.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con usted?

—Eso importa aún menos que mi nombre. Yo puedo ponerme en contacto con usted. Puedo volver a llamar cuando quiera.

—No, este lugar ya no es seguro para mí. Deme un teléfono de contacto y lo llamaré a las cinco esta tarde.

—¿Un número?

—Sí.

—No puedo hacer eso.

—Puede ser un número cualquiera. Sencillamente procure estar a las cinco en el lugar indicado.

—Volveré a telefonearle en diez minutos, señor.

¡Rrrring!

—¿Dígame?

—¿Tiene con qué apuntar, señor?

—Dispare.

—Estaré en el siguiente número a las cinco en punto de la tarde. RH4 5198.

RH4 5198, a las cinco en punto.

¡Rrrring! ¡Rrrring!

—¿Dígame?

—¿Dígame?

—¿Dígame?

—¿No podría decir algo más sofisticado que un simple «dígame»?

—¿Qué quiere que diga?

—Bien, esperaba que fuese usted. No pronunciaré su nombre y espero que usted no pronuncie el mío.

—Sólo si quisiera llamar a su club y pedir que lo localizaran.

—No haga eso.

—Me dijeron que no era usted miembro del club. Extraño ¿verdad?

—Es posible que no haya sido del todo sincero con usted. Puedo explicarle todo.

—Estoy seguro de que puede.

—El objeto huidizo. Deduzco por su anuncio que sigue en su poder.

—Lo tengo delante de mí mientras hablamos.

—Excelente.

—«Si has de partir hacia el fuerte Bucklow con la luna en lo alto, y los chacales aúllan y los monos gritan como mujeres a punto de volverse locas…».

—Por Dios, no me lo lea. ¿O ha logrado memorizar ciertos párrafos?

—No, estaba leyendo.

—¡Ah!, ¿para demostrarme que no estaba mintiendo? No es necesario. No tendría sentido matar a la mujer y dejar el libro en el apartamento, ¿no es cierto? Bueno, ¿cómo piensa resolver esta cuestión?

—Podríamos vernos en alguna parte.

—Podríamos. Claro que a ninguno de los dos nos gustaría coincidir con la policía. Me pregunto si…

—Deme un número de teléfono en el que pueda encontrarlo a las seis en punto.

—¿Por qué no lo llamo yo?

—Porque no sé dónde estaré a esa hora.

—Entiendo. Bueno, a riesgo de parecer desconfiado, no estoy seguro de querer darle mi número.

—Deme un número cualquiera.

—¿Cómo?

—Escoja el número de una cabina y conteste a mi llamada de las seis en punto.

—Ah… enseguida le contesto.

¡Rrrring!

—¿Dígame?

CH2 9419.

—Bien.

—A las seis en punto.

—Bien.

¡Rrrring!

—¿Dígame?

—¿Oiga? Llamo por lo del anuncio…

—Sí, el billete para el fuerte Bucklow. Aquí es.

—¿Puedo ser sincero? Se trata de un libro, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y desea comprarlo?

—No, deseo venderlo.

Silencio.

—Entiendo. Tiene un ejemplar en su poder.

—«… Y los chacales aúllan y los monos gritan como mujeres a punto de volverse locas…».

—¿Cómo dice?

—Estoy leyendo un fragmento de la página cuarenta y dos.

—No es necesario. —Otro silencio—. Esto es muy extraño. Tal vez lo mejor sea que le dé mi nombre.

—Buena idea.

—Soy Demarest. Prescott Demarest, aunque supongo que mi nombre no le sonará de nada. Soy el agente de un rico coleccionista cuyo nombre probablemente le sonaría, pero desgraciadamente no estoy autorizado a desvelárselo. Hace poco, alguien le ha regalado un ejemplar de este libro a mi cliente. Me pregunto si puede tratarse del mismo ejemplar.

—No lo sé.

—Al regalarle el ejemplar, le dijeron que era el único existente. Pensábamos que no había más ejemplares.

—Entonces, puede que se trate del mismo ejemplar.

—Eso parece. No me ha dicho su nombre, todavía.

—Soy tan celoso de mi intimidad como su cliente, señor Demarest.

—Entiendo. Tengo que consultar con él, por supuesto, pero ¿podría decirme en qué precio está pensando?

—Todavía no lo he decidido.

—¿Hay otros compradores potenciales?

—Varios.

—Me gustaría ver el libro, antes de que se lo ofrezca a otra persona. ¿Podríamos fijar una cita?

—Ahora mismo no estoy en condiciones de decírselo, señor Demarest. ¿Dónde puedo encontrarle esta tarde, digamos a las cuatro en punto? ¿Puede facilitarme un número de teléfono?

—Podría.

—Soy todo oídos.

—Apunte este mismo, no veo cuál es el problema. W04 1114. ¿A las cuatro en punto? Espero recibir noticias suyas.

—Bueno, creo que esto es todo —le dije a Carolyn, tras resumirle la conversación con Demarest—. No creo que se produzcan más llamadas.

—¿Por qué estás tan seguro?

—No lo estoy, pero tengo un fuerte presentimiento. El primero en llamar era extranjero, y es quien envió al sij a visitarme. El sij fue a la librería el martes por la tarde, de modo que nuestro amigo extranjero piensa que tengo el libro desde esa fecha, pero me pidió que le leyera un trozo por teléfono.

—¿Qué significa eso?

—Lo ignoro. Por ahora sólo intento ordenar mis ideas. Tendrás que esperar un poco antes de que pueda interpretarlas. La segunda llamada era de Whelkin, y le importaban un rábano los gritos de los monos y los aullidos de los chacales.

—Creo que era al revés.

—¿Whelkin les importaba un rábano a los chacales y a los monos?

—No. Venían primero los chacales y después los monos, pero es igual. ¿Adónde quieres ir a parar, Bernie?

—Buena pregunta. Whelkin daba por supuesto que yo había matado a Madeleine Porlock, por eso no le extrañaba que tuviese el libro. Eso quiere decir que él no la mató. Salvo que, claro está, estuviese fingiendo, en cuyo caso…

—En cuyo caso, ¿qué?

—Que me aspen si lo sé. Eso sólo dejaría a Demarest, y me resulta muy agradable. Me dio su nombre sin problemas y no tuve que suplicarle que me pasase su número de teléfono. ¿Qué crees que quiere decir eso?

—No lo sé.

—Yo tampoco. —Me serví otra taza de café—. El asesinato lo fastidia todo. Si no hubiesen matado a Madeleine Porlock, yo no estaría metido en semejante lío. O si la policía no se hubiese empeñado en acusarme del asesinato. Le habría vendido el libro al mejor postor y habría pasado dos semanas en las Bahamas. Uno de los tres la mató, Carolyn.

—¿Uno de los que han telefoneado?

—Así es. —Miré el reloj—. No nos queda mucho tiempo. Debo llamarlos y sólo tengo una hora entre una llamada y otra. El primero es Demarest, a las cuatro. Eso nos deja dos horas para pensar en algo.

—¿Pensar en algo?

—En una trampa. No va a ser fácil, porque no sé a quién tengo que tendérsela ni qué puedo usar como anzuelo. Sólo se me ocurre una cosa.

—¿De qué se trata?

—Lo que hago siempre que me siento estresado —expliqué— sobornar a un policía.