13

Me apetecía devolver el coche. Pensé que no estaba bien escupir sobre la buena suerte de uno. Me acordé de esos deportistas que no quieren cambiar de calcetines mientras su equipo es ganador. Recordé también que ya era hora de que yo cambiara los míos, ganase o perdiese. Además, necesitaba una ducha y ropa limpia.

Giré en la Décima Avenida, con la mano izquierda en el volante y la derecha tamborileando en el asiento de al lado. Eché un vistazo al indicador de combustible. Quedaba todavía medio depósito, pero deseaba ser amable con el dueño del Pontiac. Ya en la Undécima Avenida busqué una gasolinera y la encontré en la esquina con la calle Cincuenta y uno. Llené el depósito y les pedí que comprobaran el aceite. El nivel de aceite estaba algo bajo. También me ocupé de eso.

En la calle Setenta y cuatro seguía aguardando mi aparcamiento favorito, pero no había rastro de Max ni de su dueño. Desactivé el puente, cerré el coche y fui caminando hacia la avenida West End dispuesto a tomar un taxi. Seguía lloviendo, aunque era agua menuda. No tardé mucho en conseguir un taxi. Se trataba de un Checker, por lo que pude estirar las piernas y relajarme un rato.

Las cosas iban a mejorar. Estaba seguro.

Le pedí al taxista que me dejara a unas calles de Arbor Court y fui caminando el resto, por precaución. Llamé al timbre. Carolyn me abrió la puerta de abajo y salió a esperarme a la del apartamento. Puso las manos en jarras y me miró con expresión divertida:

—¡Eres un saco de sorpresas! —exclamó.

—Es parte de mi encanto.

—Ya… Si he de ser sincera, la poesía no es lo mío. Hace tiempo tuve una amante que pensaba que era Edna St. Vincent Millay, pero a mí todo su parloteo me dejaba fría. ¿Dónde encontraste el libro?

—En el apartamento de Madeleine.

—¿En serio? Bernie… ¡y yo que pensaba que lo habías comprado en la librería Jefferson! En el apartamento, claro, pero ¿dónde? ¿Estaba muy a la vista?

—No, en una caja de zapatos que había en uno de los armarios.

—Debiste de quedarte de piedra al verlo.

—Puedes jurarlo. Esperaba ver un par de zapatos de tacón y ¡mira qué encontré en cambio!

La rendición del fuerte Bucklow. No he leído mucho, sólo he echado una ojeada a las tres o cuatro primeras páginas… Supuse que no mejoraría demasiado por mucho que avanzase.

—Así es.

—¿Cómo supiste que estaría allí, Bern?

Fui hacia la cocina y serví un par de copas. Le di una a Carolyn y le expliqué que no contaba con encontrar el libro en aquel apartamento, que, de hecho, no pensaba que fuese a recuperarlo nunca.

—Es mejor no andar buscando nada en concreto, así siempre se está contento, se encuentre lo que se encuentre —expliqué.

—De modo que las cosas se encuentran sin más. Me parece que eres un tipo con suerte. Pones un anuncio dando a entender que tienes el libro y, acto seguido, abres una caja de zapatos y lo encuentras. ¿Por qué lo escondería allí el asesino?

—No pudo ser él. El asesino se lo habría llevado consigo.

—¿Crees que lo escondió Porlock?

—Supongo. Primero me durmió, me revisó y encontró el libro… Luego se lo llevó al armario y lo escondió antes de que llegase el asesino. Sin duda estábamos solos en la casa, de lo contrario la habría visto esconderlo. Madeleine le abrió la puerta al asesino. Este le disparó, puso el arma en mi mano y se marchó.

—¿Sin el libro?

—Exacto.

—¿Por qué la mató si no pensaba llevarse el libro?

—Tal vez su muerte no tuviese nada que ver con el libro. Puede que el asesino tuviera motivos distintos para acabar con su vida.

—¿Pretendes decir que pasaba casualmente por allí y se le ocurrió incriminarte porque coincidió que te encontrabas en el apartamento en el momento indicado?

—No tengo todas las respuestas, Carolyn.

—Ya veo.

—Puede que primero la matara y luego se pusiese a buscar el libro, sin éxito. Lo malo es que no parecía que nadie hubiese revuelto el apartamento en busca de algo. Todo estaba en orden. Lo único raro era el cadáver que había en el sofá. Aquel día, claro. Hoy ya no estaba.

—¿Y en el maletero del Pontiac?

La miré, sorprendido.

—Había marcas de tiza en el suelo y en el sofá, eso sí. Para indicar dónde se encontró el cadáver. Era bastante desagradable. —Cogí el libro y me lo llevé, junto con la copa, al sillón en que Archie dormía, hecho una bola. Dejé el libro y la copa por un instante y lo aparté para sentarme. Saltó a mi regazo y observó con sumo interés cómo volvía a coger el libro y empezaba a hojearlo.

—Te prometo que sabe leer —afirmó Carolyn—. Ubi no es muy bueno con los libros, pero Archie adora leer por encima de mi hombro. O por debajo, mejor dicho.

—A los gatos tiene que gustarles Kipling —aventuré—. ¿Recuerdas sus Cuentos tal cual?: «Soy un gato independiente y me encuentro bien en cualquier lugar».

Archie ronroneó como una sierra eléctrica.

—Cuando te conocí —proseguí—, pensé que tendrías perros.

—Prefiero verlos un rato que tenerlos conmigo. ¿Por qué pensaste que me gustaban los perros?

—Bueno, por el negocio que tienes.

—¿La Fábrica de Caniches?

—Sí.

—No tenía elección, Bernie. No podía abrir una peluquería para gatos… Los gatos se limpian solos…

—Eso es cierto.

Leí unas cuantas páginas más. Algo no acababa de encajar. Busqué la dedicatoria a H. Rider Haggard escrita a mano. Imaginé a Kipling en el estudio de su casa de Surrey, mojando la pluma, inclinándose sobre el libro y escribiendo unas líneas para su mejor amigo. Cerré el libro y le di unas cuantas vueltas entre mis manos.

—¿Pasa algo? —preguntó Carolyn.

Negué con la cabeza, dejé el libro a un lado, aparté a Archie y me puse de pie.

—Soy como los gatos —anuncié—. Creo que va siendo hora de que me limpie. Voy a darme una ducha.

Al cabo de un rato estaba nuevamente sentado en el sillón. Me había cambiado de ropa y me había afeitado con mi querida maquinilla.

—Si quieres, puedo comprar el periódico —dijo Carolyn—. Son más de las once y la primera edición del Times ya debe de estar en los quioscos.

Habíamos escuchado las noticias y no decían nada sobre el asesinato de Madeleine Porlock. Comenté que probablemente los periódicos tampoco se ocupasen ya del caso.

—Pero aparecerá el anuncio que hemos puesto, Bernie.

—¿Hay algún quiosco abierto cerca?

—Hay uno en la avenida Greenwich pero no reciben el Times porque cierran a la una o a las dos. Hay otro que abre toda la noche en la boca de metro, entre la calle Ocho y la Catorce.

—Queda demasiado lejos.

—No me importa dar un paseo.

—Sigue lloviendo y deberías caminar demasiado. De todos modos, ¿para qué tenemos que mirar nuestro propio anuncio?

—Para comprobar que lo hayan incluido en esta edición, por ejemplo.

—No es necesario. Si alguien lo ve, llamará; si no, no llamará nadie. Lo mejor es esperar y ver qué ocurre.

—Supongo que tienes razón —concedió Carolyn—. Es sólo que necesito hacer algo útil.

—Hemos hecho muchas cosas útiles por hoy, Carolyn.

—Sí, claro.

—Creo que un poco de paz y tranquilidad nos vendría de maravilla. Ahora que estoy recién duchado, lo único que me apetece es quedarme sentado un rato. Quizá me tome otra copa y luego me meta en la cama. Ni siquiera sé si la gente lee los anuncios por palabras del Times… Pero de algo sí estoy seguro: no van corriendo al quiosco más cercano para comprar la primera edición y enterarse de los herederos que andan perdidos ni de cuantos voluntarios se precisan para un experimento médico.

—Tienes razón.

—Me temo que sí. El teléfono no empezará a sonar ya mismo, Carolyn.

Por supuesto, el teléfono sonó en ese preciso instante.

Nos miramos sin atrevernos a mover un dedo, y el teléfono siguió sonando.

—Contesta tú —dijo Carolyn.

—¿Por qué yo?

—Porque es probable que sea por lo del anuncio.

—No tiene nada que ver con el anuncio.

—Por supuesto que tiene algo que ver. ¿Qué otra cosa podría ser?

—Tal vez alguien que se equivoca.

—Bernie… ¡por favor!

Me levanté y descolgué el auricular. No dije nada de entrada y luego, lancé un tímido «dígame».

No obtuve respuesta.

Insistí un par de veces, empleando el mismo tono neutro, pero el único que me contestó fue Archie. Me quedé unos segundos mirando el auricular y luego repetí la invitación: «Dígame». Al final, harto, solté un «adiós» y colgué.

—¡Qué conversación tan interesante! —bromeó Carolyn.

—Me alegro de haber contestado, creo que era importante que fuese yo.

—Tal vez alguien quería saber quién había puesto el anuncio. Ahora te ha oído y sabe que fuiste tú.

—Me parece que sacas demasiadas conclusiones de un minuto de silencio.

—Quizá hubiese tenido que contestar yo, después de todo.

—Es posible que hubiese marcado el número equivocado. O que fuese un pervertido. No escuché ningún jadeo, pero tal vez le faltase experiencia.

Carolyn abrió la boca para decir algo, pero se calló y se puso en pie de golpe, como impulsada por un resorte.

—Voy a servirme una última copa. ¿Te apetece tomar otra, Bernie?

—Sírveme un poco, gracias.

—Saben que eres tú, Bernie. Ahora intentarán encontrar la dirección a través del número de teléfono…

—Pero no podrán.

—Imagina que se trata de la policía. La policía podría pedirle a la compañía telefónica que colabore en la investigación, ¿no?

—Sí. Pero ¿qué demonios tiene que ver la policía con el libro de Kipling?

—No lo sé.

—Ellos tampoco.

Me tendió mi bebida. La había llenado más de lo que yo quería, pero no protesté. Su nerviosismo era contagioso, y estaba empezando a sentirme inquieto. Decidí que lo mejor era tomarme un whisky y meterme en la cama.

—Lo más probable es que se tratase de alguien que marcó el número equivocado —insistí.

—Tal vez.

—Ni siquiera sabemos si el anuncio ha salido en la primera edición o no.

—Podría acercarme un momento hasta la calle Catorce y comprobarlo…

—¡No seas ridícula! —Cogí el libro para darle una nueva hojeada. Me vino a la memoria la última vez que lo había hecho: en mi propia casa, sentado en un sillón con una bebida similar a la que estaba tomando y la sensación de triunfo invadiendo mi alma de ladrón.

Había robado el libro por segunda vez, pero no experimentaba para nada la misma emoción.

Algo me inquietaba. Una idea que daba vueltas en mi cabeza…

Apuré la copa y decidí dejar de pensar en ello.

Media hora después de que sonara el teléfono, ya estábamos los dos en la cama. Bueno, yo estaba en la cama y Carolyn en el sofá. El radiodespertador emitía una música suave y estaba programado para apagarse en treinta minutos.

Estaba a punto de dormirme cuando escuché pasos cerca de la puerta del apartamento. No le di demasiada importancia, porque Carolyn vive en un primer piso y es un lugar de paso para muchos vecinos que van a los pisos superiores. Pero los pasos se detuvieron en nuestro piso y antes de que pudiera reaccionar escuché el ruido de una llave en la cerradura.

Me senté en la cama. Alguien estaba abriendo la puerta. Uno de los gatos se levantó emocionado. Abrieron la segunda cerradura. Carolyn se levantó también, y me llamó con tono de ansiedad.

En el momento en que se abrió la puerta ambos estábamos de pie. Alguien encendió la luz, y quedamos momentáneamente cegados.

—No creo lo que ven mis ojos —dijo Randy—. Esto no puede ser cierto.

Pelo castaño, hombros anchos. Frente despejada, rostro ovalado. Ojos grandes, más grandes de lo normal en ella, y la boca en forma de O.

—¡Dios mío! —exclamó Carolyn—. Randy, no es lo que parece.

—Claro, estabais jugando a la canasta. Apagasteis las luces para no molestar a los gatos. ¿Por qué si no te habrías puesto ese pijama, Carolyn? ¿Acaso Bernie prefiere jugar en la cama?

—Te equivocas.

—Lo sé. Soy terrible adelantando conclusiones. Por lo menos estás vestida. El pobre Bernie debe de tener un frío de mil demonios en calzoncillos. ¿Por qué no os dais un poco de calor, Carolyn? A mí no me molestaría en absoluto.

—No lo entiendes, Randy.

—En eso tienes razón. Pensé que a estas alturas tenías claras tus preferencias sexuales. ¿No te parece un poco tarde para sufrir una crisis de identidad?

—¡Maldita sea, Randy!

—¡Maldita sea! Eso digo yo… Me pareció reconocer la voz de Bernie por teléfono. Me quedé de piedra. Después de colgar pensé que probablemente se tratase de algo inocente, que erais amigos, y me dije que no tenía por qué reaccionar de un modo tan paranoico. Pero ya sabes lo que dicen, Carolyn: que seas paranoico no significa que lo que temes no esté ocurriendo de verdad.

—¿Quieres hacer el favor de escuchar?

—No, escúchame tú a mí, por una vez. Me dije: Miranda, tienes una llave, ¿por qué no vas y compruebas qué pasa? Así verás lo injustas que son tus sospechas y tal vez tengas suerte y encuentres a Carolyn sola y podréis divertiros un rato comentando lo ocurrido… ¡Maldita seas, Carolyn! Aquí tienes tus llaves, bruja. Estad seguros de que no volveréis a verme el pelo jamás. Lo digo por los dos.

—Randy, yo…

—Aquí tienes las llaves. Creo que tú tienes las mías, Carolyn. Quiero que me las des. Ahora, si no te importa.

Intentamos decir algo, pero era inútil. Randy no quería escucharnos. Dejó las llaves de Carolyn, cogió las suyas y se marchó dando un portazo que hizo temblar los platos y la mesa de la cocina. Al llegar abajo, pegó un portazo aún mayor a la puerta de la calle.

Carolyn y yo permanecimos inmóviles mirándonos sin saber qué hacer. Ubi se había escondido debajo de la cama. Archie estaba de pie en el sillón y lanzó un maullido lastimoso. Al cabo de unos minutos, Carolyn se acercó a la puerta y cerró con llave.