11

A las seis y cuarto estaba sentado a la barra del Red Flame, en la confluencia de las calles Diecisiete y West End. Tomaba un café y un trozo de pastel sin mucho interés. Los otros dos clientes del bar, una pareja de adolescentes, sólo tenían ojos el uno para el otro. Al camarero no parecía que nada le importase demasiado: estaba al lado de la máquina de café, mascando un palillo mentolado, con la mirada fija en la pared de enfrente, en la que había un bajorrelieve que representaba a unos jóvenes de piel aceitunada guiando un rebaño por las montañas de Grecia. De vez en cuando sacudía lentamente la cabeza… Quizá se preguntaba qué demonios hacía él allí.

Yo miraba la ventana, pero pensaba más o menos lo mismo. Desde donde estaba podía ver mi edificio. Ya lo había visto mejor cuando había pasado por la acera de enfrente, unos minutos antes, pero no me había atrevido a acercarme lo suficiente para saber si había o no policías apostados en la entrada o en las inmediaciones. En teoría no debía preocuparme por ello, pero en teoría los abejorros no deberían poder volar… ¿Qué fe puede tener uno en la teoría?

Uno de los adolescentes dejó escapar una risilla. El camarero bostezó y se rascó. Yo miré por la ventana por cuadragésima vez y vi que Carolyn se alejaba en dirección a West End con mi maletín en la mano. Dejé unas monedas sobre el mostrador y salí a su encuentro.

Se la veía radiante.

—Ha sido facilísimo —explicó—. Esto de robar está chupado, Bern.

—No olvides que llevabas mis llaves, Carolyn.

—Eso no hizo más que complicarlo todo. Tuve que buscar la llave que correspondía a cada cerradura y me llevó un buen rato.

—¿No tuviste problemas al entrar en el edificio?

Negó con la cabeza.

—La señora Hersch se portó estupendamente. El portero la llamó por el interfono y ella le pidió que me dejase subir y fue a recogerme al ascensor.

Yo había telefoneado a la señora Hersch para pedirle aquel favor. Se trataba de una viuda que vivía en el apartamento de enfrente. Era la clase de persona que piensa que ser ladrón es la clase de defecto que uno puede perdonar fácilmente cuando se trata de un amigo o un vecino.

—No era preciso que fuese a buscarte —comenté.

—Bueno, supongo que quería asegurarse de que no me equivocaba de puerta. Aunque me parece que más bien quería echarme un buen vistazo. Parece un poco preocupada por ti, Bern.

—¡Qué demonios…! Yo también estoy un poco preocupado por mí…

—Me dijo que pensaba que con eso de la librería te habías vuelto una persona respetable. Pero cuando ayer por la noche se enteró del asesinato de Madeleine Porlock, empezó a preocuparse en serio. Aunque está segura de que no has podido matar a nadie.

—¡Menos mal!

—Creo que le gusté. Pretendía que me quedase a tomar un café, pero le dije que no tenía tiempo.

—Prepara un café excelente.

—Eso dijo. Me explicó que a ti te gustaba mucho su café, y dio a entender que necesitas a alguien que te haga el café todos los días. Le parece que eso de vivir en el West Side y robar en el East Side te convierte en una especie de Robin Hood, pero que hay momentos en la vida en que un hombre debe plantearse casarse y sentar la cabeza.

—Me alegra que simpatizaseis la una con la otra.

—Bueno, sólo charlamos unos minutos. Luego, entré a saquear tu apartamento. —Levantó el maletín—. Creo que no me olvido nada: las herramientas de ladrón, la linterna… todo cuanto me pediste. Camisas, calcetines y ropa interior. En el cajón de tu cómoda había algo de dinero.

—¿En serio?

—Treinta y ocho dólares.

—Si tú lo dices.

—Lo cogí.

—Oh… No creo que treinta y ocho dólares de más o de menos hagan mucho. Pero no me hará ningún daño tenerlos.

Carolyn se encogió de hombros.

—Tú dijiste que siempre cogías el dinero —me recordó—. De modo que seguí tu ejemplo.

—Es un buen planteamiento. ¿Sabes algo? No creo que logremos pillar un taxi.

—Con esta lluvia, imposible. ¿Qué te parece si tomamos el metro? No, no desde aquí. ¿No había un autobús que pasaba por la calle Setenta y nueve?

—Cuando te busca la policía, lo mejor es evitar los autobuses. Te ve demasiada gente.

—Supongo que más tarde o más temprano lograremos encontrar un taxi.

Cogí el maletín y le ofrecí mi brazo a Carolyn.

—¡A la porra con todo! —exclamé—. Robaremos un coche.

El Pontiac seguía donde lo había dejado. A veces el servicio de grúas municipales no es tan eficaz como debería, y el propietario del Pontiac estaba sacando demasiado provecho de ello. Abrí la puerta del lado del acompañante y saqué la multa que había en el limpiaparabrisas mientras Carolyn le sacaba el seguro a mi puerta.

—¿Lo ve? —dijo un peatón—. Le han puesto una multa. ¿No le advertí de que iban a ponerle una multa?

De entrada no lo reconocí, pero luego vi el perro al final de la correa que llevaba en la mano.

—Más tarde o más temprano vendrá la grúa y se llevará su coche —prosiguió—. ¿Qué hará entonces, eh?

—Buscaré otro coche —contesté.

Sacudió la cabeza y tiró con impaciencia de la correa del perro.

—Venga Max —dijo—. Hay gente con la que no se puede hablar.

Me metí en el coche e intenté ponerlo en marcha. Carolyn me observaba fascinada y hasta que giramos en la siguiente calle, no me preguntó quién era aquel hombre ni qué quería.

—Quería ayudar —expliqué—. Pero es un plasta. El perro parece simpático. Se llama Max. Me refiero al perro.

—Tiene buena pinta, pero debe de ser un horror a la hora de bañarlo.

Aparqué el Pontiac en una parada de autobús cerca del lugar al que nos dirigíamos. Carolyn me recordó que podía llevárselo la grúa y yo respondí que no me importaba. Cogí las herramientas y dejé la maleta con la ropa en el asiento de atrás.

—Imagina que la grúa se llevase el coche —apuntó Carolyn—. Podrían identificar la ropa y sabrían que has estado aquí y…

—Ves demasiada televisión —sentencié—. Cuando la grúa se lleva un coche, lo dejan en un aparcamiento municipal y esperan a que el dueño se presente para recuperarlo. No se ponen a comprobar qué hay dentro. Podría haber un cadáver en el maletero y no se darían cuenta.

—Habría preferido que no dijeses eso.

—No hay nada en el maletero.

—¿Por qué estás tan seguro?

Giramos en la primera bocacalle. No parecía que nadie vigilase la pequeña y elegante casa marrón. En la galería, una mujer regaba las plantas con una regadera estilizada. La regadera era de cobre, las plantas estaban verdes y frondosas. Era la clásica estampa de un hogar burgués en todo su esplendor. Fuera, bajo la lluvia, tuve la sensación de ser uno de esos sin hogar de las novelas victorianas.

Miré hacia arriba. Había luces encendidas en los pisos tercero y cuarto, pero no me servía de nada saberlo. Los apartamentos que me interesaban daban a la parte de atrás del edificio.

Entramos en el vestíbulo.

—No tienes por qué acompañarme —expliqué.

—Llama a la puerta, Bern.

—Hablo en serio. Podrías esperar en el coche.

—¡Fantástico! Me sentiré mucho más segura esperando en un coche robado aparcado ante una parada de autobús. ¿Por qué no te espero en el metro? Podría agarrarme a los raíles para estar segura de que me atropellen.

—Podrías esperar media hora en el bar de la esquina. ¿Qué pasará si entramos en el apartamento y está lleno de policías?

—Llama al timbre, Bernie.

—No me gusta que corras peligro.

—A mí tampoco, pero ya hemos hablado de ello, ¿no? Les diré que no se les ocurra pasarse de listos mientras tú estás abajo. No hay nada que discutir, Bern, me pareció bien cuando lo decidimos y sigue pareciéndomelo ahora. ¿Quieres saber qué pienso? Que tal vez sea más peligroso que pasemos seis horas discutiendo en el vestíbulo acerca de qué es peligroso y qué no. De modo que llama al timbre y déjalo estar, ¿de acuerdo?

Antes, pulsé el timbre que rezaba Porlock. Llamé tres veces, esperé unos segundos e insistí de nuevo. Esperaba que nadie contestase y me alegré de que así fuera. Pasé del timbre de los Porlock al de los Blinn. Di un timbrazo largo y dos cortos y casi de inmediato la puerta se abrió con un zumbido. La empujé y entramos.

—¡Maldición! —exclamó Carolyn. La miré, perplejo, y dijo—: Me apetecía ver cómo forzabas la puerta. Eso es todo.

Subimos por las escaleras y nos detuvimos en el tercer piso, para echar un vistazo a la puerta 3-D. Como imaginaba, la policía había sellado la entrada. La puerta estaba llena de cinta oficial. Podría haberlo roto con una navaja, pero eso habría sido tanto como decir que había pasado por allí.

Sin embargo, seguimos subiendo. La puerta del apartamento 4-C estaba cerrada. Carolyn y yo nos miramos. Luego, llamé con los nudillos.

La puerta se abrió. Arthur Blinn nos invitó a entrar.

—Pasen, pasen —nos conminó—. No se queden ahí toda la noche. —Tenía tal prisa por cerrar la puerta que a punto estuvo de dar un golpe a Carolyn. Cuando hubo cerrado y pasado todos los cerrojos, dijo:

—Ya puedes estar tranquila, Gert. Es el ladrón.

Formaban una pareja encantadora. Bajitos y regordetes como pandas. Ambos tenían el cabello oscuro y rizado, aunque a él casi no le quedaba nada sobre la frente. Ella vestía un pantalón verde oscuro de poliéster y él un traje gris. Llevaba el botón superior de la camisa desabrochado y se había aflojado la corbata. La mujer sirvió un café y nos ofreció unos pasteles. Mientras, él repetía una y otra vez lo mucho que se alegraba de vernos.

—Porque, ya le dije a Gert: «¿Y si es una trampa? ¿Y si son los de la compañía de seguros que quieren estafarnos?». Porque, en serio, señor Rhodenbarr, ¿dónde se ha visto cosa semejante? Un ladrón que llama y dice: «Hola, soy el ladrón de su vecindario y si colaboran conmigo no llamaré a la compañía de seguros para informarles de que han mentido». Pensaba que un ladrón metido en problemas como usted, acusado de matar a una mujer y Dios sabe qué más, no se dedicaba a ir de puerta en puerta diciendo que no había robado ningún abrigo ni ningún reloj.

—Yo no entendía para qué iba usted a volver por aquí —intervino Gert—. Temí que quisiese deshacerse de los testigos, y le dije a Artie que debíamos tener cuidado. A fin de cuentas, ya había matado a una persona.

—Pero yo le contesté que nosotros no éramos testigos de nada. Le dije que dejase a un lado sus recelos, que cruzásemos los dedos esperando que sólo se tratase del ladrón. Todo lo que queremos es que la compañía de seguros pague. ¿No le gustan los dulces, jovencita?

—Están deliciosos —contestó Carolyn—. Bernie no ha matado a nadie, señora Blinn.

—Llámame Gert, cielo.

—No ha matado a nadie, Gert.

—Te creo, cielo. Al conocerlo, al veros a los dos juntos, me quedo totalmente tranquila.

—Le tendieron una trampa, Gert. Por eso estamos aquí. Para encontrar al verdadero asesino de Madeleine Porlock.

—Si supiésemos quién es, se lo diríamos sin dudar —musitó Arthur Blinn—, pero ¿qué podemos saber nosotros?

—Eran vecinos. Supongo que sabrán algo de ella.

Se miraron mutuamente y se encogieron de hombros casi a la vez.

—No era nuestra vecina directa —explicó Gert—. No sabemos si daba fiestas o ponía la música demasiado alta.

—Como el señor Mboka —añadió Artie.

—Es el inquilino del 3-C —aclaró Gert—. Es africano, ya sabe, creo que trabaja en la ONU o algo así. Alguien me dijo una vez que era traductor.

—Toca la batería —acotó Artie.

—No lo sabemos, Artie. O toca la batería o pone discos de música de percusión.

—Viene a ser lo mismo.

—Pero no le hemos dicho nada porque pensamos que puede tratarse de alguna ceremonia religiosa y no queremos interferir en sus costumbres.

—Además, Gert cree que es caníbal, y le da miedo hablar con él.

—No pienso que sea caníbal —protestó Gert—. ¿Cuándo he dicho yo semejante cosa?

Carraspeé.

—Tal vez podrían hablar con Carolyn acerca de Madeleine Porlock —sugerí—. Les ruego que me disculpen unos minutos.

—¿Quiere ir al baño?

—No, voy a la escalera de incendios.

Blinn me miró sorprendido y molesto, pero luego comprendió, relajó el gesto y asintió enérgicamente.

—Entiendo. Creí que… Bueno, da igual. La escalera de incendios. Da al dormitorio. Ya conoce el camino, ¿verdad? Estuvo aquí ayer. No es agradable, ¿sabe?, pensar que alguien ha entrado en nuestro apartamento. Bueno, ahora que lo conocemos y conocemos a Carolyn, estamos más tranquilos. Pero cuando nos enteramos ayer, bueno, ya se imaginará cómo nos sentimos.

—Debió de ser inquietante.

—Eso mismo, inquietante. Gert llamó al dueño para decirle que se había roto un cristal, pero no es fácil que nos haga caso. Antes de Navidad suele estar de mejor talante, así pues, tal vez logremos que nos lo arreglen pronto. Mientras tanto he pegado una cartulina para frenar el viento y la lluvia.

—Siento haber tenido que romper el cristal.

—No se preocupe, son cosas que pasan.

Abrí la ventana y salí a la escalera de incendios. La lluvia había arreciado, el viento soplaba fuerte y hacía frío. El señor Blinn cerró la ventana y estaba a punto de pasar el cerrojo cuando golpeé el cristal. Captó el mensaje y dejó la ventana abierta. Sonrió y sacudió la cabeza, como excusándose por su error táctico. Se alejó hablando solo y yo bajé unos cuantos peldaños.

Esa vez iba perfectamente equipado. Llevaba mi cuchillo cortacristales y un rollo de cinta adhesiva, de modo que los usé para abrir la ventana de Madeleine Porlock. Una vez abierto el cerrojo, entré en el apartamento.

—A esto me refería antes —protestó Gert—. Escuche. ¿Lo oye?

—¿La batería?

Asintió.

—Es Mboka. ¿Qué le parece, es él el que toca o se trata de un disco? Yo no tengo ni idea.

—Ya lo había oído mientras estabas en el tercero —dijo Carolyn—. Creo que es él quien toca.

Respondí que no tenía ni idea y que desde el apartamento de Madeleine no había oído nada.

—No se oye nada a través de las paredes —explicó Artie—. Es sólo a través del techo y del suelo. Las paredes de este edificio son muy gruesas.

—No suele molestarme —matizó Gert—. Me gusta la música y eso incluye la batería. Pero en plena noche… eso ya es otra cosa. Aunque no tengo intención de quejarme.

—Piensa que eso corresponde a la tarde africana.

Nos costó trabajo que nos dejaran marchar. No paraban de ofrecernos dulces y café y de hacerme curiosas preguntas sobre el oficio del ladrón. Por fin, logramos llegar hasta la puerta. Nos despedimos y Gert se hizo a un lado, pero antes de que pudiera salir Artie me tiró de la manga de la camisa y dijo:

—Bernie, ¿ya estamos en paz?

—Claro, Artie.

—En cuanto a la compañía de seguros…

—No tienes de qué preocuparte. Corroboraré vuestra versión sobre el abrigo, el reloj y todo lo demás.

—Es un alivio —comentó—. Supongo que fue una locura reclamar esas cosas, pero ahora no podría decir lo contrario y, además, ¿para qué he estado pagando el seguro tantos años?

—Tienes razón, Artie.

—El caso es que, aunque odie tener que mencionarlo, mientras estabas abajo, Bernie, me puse a pensar en la pulsera.

—¿Y eso, Artie?

—La pulsera que te llevaste. Era de Gert. No creo que valiera mucho.

—Unos doscientos dólares.

—¿Tanto? Yo creía que valía menos. Perteneció a mi madre. El caso es que me preguntaba si sería posible recuperarla.

—Entiendo… Bueno, Artie, ahora mismo estoy muy presionado.

—Me hago una idea.

—Pero cuando las aguas vuelvan a su cauce, creo que podremos encontrar una solución.

Me dio unas palmaditas en el hombro.

—¡Fantástico! —exclamó—. Tómate todo el tiempo que necesites. No hay prisa.