10

Escuchaba uno de esos programas de radio que informan sobre el tiempo y el tráfico con tal detalle que llegan a aburrir al más interesado por la cuestión. Me enteré de que había un gran atasco en la entrada de Major Deegan y que las probabilidades de que lloviese eran de un treinta por ciento.

—Algo no anda bien con los partes meteorológicos —comenté—. ¿Te has dado cuenta de que en lugar de decirte qué va a ocurrir te bombardean con estadísticas?

—Sí, lo sé.

—Así no se equivocan jamás, porque nunca toman partido por una opción u otra. Si dicen que hay un cinco por ciento de posibilidades de que nieve y acabamos con nieve hasta las orejas, entraba dentro de las previsiones. Han transformado la información sobre el tiempo en una especie de lotería celeste.

—¿Quieres otro panecillo, Bernie?

—Gracias. —Lo cogí, lo unté con mantequilla y proseguí—: Todo encaja, forma parte del declive moral de la nación. La lotería, las apuestas, los casinos de Atlantic City. ¿Puedes explicarme qué significa que existe un treinta por ciento de posibilidades de que llueva? ¿Qué se supone que tengo que hacer, coger un treinta por ciento de mi paraguas?

—Escucha, van a dar las noticias.

Me comí el panecillo, di un sorbo al café y escuché. Aparte de la reacción que había producido en mí el parte meteorológico, me encontraba de muy buen humor. Había dormido de un tirón y me sentía descansado. Y el café de Carolyn sin achicoria ni gotas de somnífero me había puesto de nuevo en marcha.

Me enteré de que había entrado en la casa de la calle Sesenta y seis por la escalera de incendios, yendo directamente al cuarto piso y visitando el apartamento de Arthur Blinn y señora. Al parecer, allí había robado una suma no revelada de dinero, una pulsera de diamantes, un reloj Piaget, varias joyas más y un abrigo de marta. Luego había bajado al apartamento 3-D, en el que la pobre Madeleine Porlock me había descubierto en plena faena. Eso me había forzado a matarla de un disparo con un arma del 32. Dejé la pistola y emprendí la huida a través de la misma escalera de incendios, momentos antes de que la policía llegase al lugar del crimen.

Cuando el locutor cambió de tema, apagué la radio. Carolyn me miraba divertida. Hurgué en los bolsillos de mi pantalón hasta dar con la pulsera y la puse encima de la mesa, para que la viera. La hizo girar y los brillantes empezaron a brillar.

—Es preciosa —concedió—. ¿Cuánto cuesta?

—Supongo que podría venderla por unos cientos de dólares. Las joyas modernistas causan furor hoy en día. Pero la robé porque me gustaba, nada más.

—¿Qué aspecto tenía el abrigo?

—Ni siquiera abrí el armario. De modo que pensaste que… —Sacudí la cabeza—. Una muestra más del declive moral de la nación —insistí—. No robé más que el dinero y la pulsera, Carolyn. Imagino que los Blinn decidieron aprovechar la ocasión para estafar a su compañía de seguros.

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir que habrán decidido que ya que pasan el año pagando cuotas, podían sacar algún provecho del robo. Un abrigo, un reloj, varias joyas… estoy seguro de que han denunciado el robo de más dinero del que yo me llevé. Y aunque la compañía de seguros recorte un poco, acabarán consiguiendo cuatro o cinco de los grandes por las molestias.

—¡Madre mía! —exclamó—. Todos somos unos ladrones.

—No exactamente —maticé—. Pero en ocasiones lo parece.

Hice la cama mientras Carolyn lavaba los platos del desayuno. Luego nos sentamos a tomar el último café y a pensar por dónde empezar a buscar. Había dos cabos sueltos que teníamos que investigar: Madeleine Porlock y Rudyard Whelkin.

—Si supiésemos dónde está —dije—, tal vez pudiésemos dar con una solución a todo esto.

—Bueno, por lo menos sabemos dónde está ella.

—Pero no sabemos quién es. O quién era. Ojalá tuviese mi cartera conmigo. Tenía su tarjeta. Vivía cerca de la calle Treinta, pero no recuerdo los datos exactos.

—Está difícil la cosa.

—Tal vez recuerde el número de teléfono. Ayer lo marqué muchas veces.

Levanté el auricular y marqué los tres primeros números confiando en que los demás acudiesen a mi mente por sí solos. Pero al cabo de un rato me rendí y colgué. Tampoco figuraba en la guía telefónica ni supieron darme el número en información. Sin embargo, en el listín aparecía un M. Porlock, y no sé bien por qué, decidí llamar. Dejé sonar varias veces y colgué.

—Tal vez fuese mejor empezar por el sij —propuso Carolyn.

—No sabemos ni cómo se llama.

—Tienes razón.

—En el periódico tienen que contar algo de ella. En la radio sólo dicen generalidades, pero supongo que en el Times encontraremos datos más precisos. Por ejemplo, dónde trabajaba, si estaba o no casada y esa clase de cosas.

—Y Whelkin era miembro del club Martingale.

—Es verdad.

—De modo que ya tenemos por dónde empezar a buscar, Bernie. Vuelvo enseguida.

A los diez minutos llegó con dos periódicos. Ella leyó el News y yo el Times. Después los intercambiamos.

—No hemos avanzado mucho —admití.

—Bueno, algo. ¿A quién quieres investigar tú, a Whelkin o a Porlock?

—¿No tienes que bañar a ningún caniche?

—Yo me encargo de Whelkin y tú de Porlock. ¿Te parece bien, Bernie?

—Me parece bien.

—Me daré una vuelta por el club. Tal vez me entere de algo.

—Es posible.

—¿Tú qué piensas hacer? No irás a salir del apartamento, ¿verdad?

Negué con la cabeza.

—Veré qué puedo averiguar a través del teléfono.

—Me parece bien.

—Creo que me pondré a rezar un rato.

—¿A quién? ¿A san Dimas?

—¿Por qué no?

—O mejor al patrón de los objetos perdidos, porque se trata de recuperar el libro.

—Antonio de Padua.

—Eso es.

—De hecho —dije—, yo pensaba más bien en san Ramón Nonato, el patrón de los acusados injustamente.

Me miró perpleja.

—Te lo acabas de inventar.

—Estás siendo injusta conmigo, Carolyn.

—¿No me estás mintiendo?

—No.

—¿Realmente existe un patrón de…?

—Sí.

—Bueno, no importa a quién, pero reza algo —sentenció.

Al cabo de unos minutos de que Carolyn se hubo marchado, llamaron por teléfono. Sonó cinco veces y paró. Cogí el Times y volvió a sonar doce veces antes de darse por vencido. A mí me pareció una eternidad.

Me concentré de nuevo en el Times. Me enteré de que Madeleine Porlock tenía cuarenta y dos años y era psicoterapeuta. El Daily News informaba acerca de su edad, pero no mencionaba qué hacía para ganarse la vida. Intenté imaginármela tomando notas y haciéndome preguntas con acento vienés. Debía de tener una consulta en algún lugar. El sofá Victoriano del salón no tenía demasiado que ver con un diván de psicoanalista.

Tal vez Whelkin fuese paciente suyo. Tal vez le explicase su plan para hacerse con La rendición del fuerte Bucklow. Ella lo hipnotizó y lo obligó a llamarme. Luego, al despertar, él la mató, se llevó el libro y…

Telefoneé al Times y me pasaron con alguien de la sección de sucesos. Expliqué que era Art Matlovich, del Cleveland Plain Dealer. Pensábamos que Madeleine Porlock podía ser una antigua residente de Cleveland y nos gustaría saber si tenían más datos sobre ella aparte de los que habían publicado.

No tenían nada interesante. Nada que ayudase a determinar dónde vivía antes de instalarse en la calle Sesenta y seis, catorce meses atrás. No sabían si había vivido en Cleveland, ni siquiera si había sobrevolado el estado de Ohio.

También llamé al News, con resultados igualmente descorazonadores. El hombre con el que hablé me dijo que no tenía noticia de que Madeleine Porlock fuese psiquiatra y que no sabía de dónde habían sacado el dato los del Times. A él le parecía que era, sencillamente, la amante de algún pez gordo, pero que no pensaban seguir investigando porque, a fin de cuentas, no se trataba más que de un robo que había degenerado en asesinato… nada espectacular.

—La historia no tiene mucho interés para nosotros —me explicó—. La hemos publicado porque ocurrió en la zona alta de la ciudad. Para que me entienda, es un barrio muy chic. No sé cuál sería el equivalente en Cleveland.

Yo tampoco, de modo que no insistí.

—A ese Rhodenbarr —prosiguió el periodista—, lo pillarán tarde o temprano, y ahí acabará la historia. No hay móvil sexual ni nada que pudiese darle un poco de morbo al caso. Sólo era un ladrón.

—Sólo un ladrón —repetí.

—Sí, un ladrón que esta vez ha matado a una persona. Cuando lo pillen va a caerle una buena condena. Es un tipo que ya había salido en los periódicos. En relación con otro asesinato que se había producido mientras robaba en una casa. Hasta ahora se había librado de problemas, pero esta vez no tiene escapatoria.

—No crea —dije.

—¿A qué se refiere?

—Quiero decir que nunca se sabe —contesté para salir del paso—. Ya sabe, los criminales de hoy en día encuentran formas curiosas de eludir la justicia.

—¡Jesús! —exclamó—. Habla igual que nuestro redactor jefe.

Apenas colgué, el teléfono se puso a sonar. Me preparé un café. El teléfono dejó de sonar. Me acerqué, dispuesto a realizar otra llamada, pero empezó a sonar de nuevo. Esperé a que dejase de hacerlo y a continuación llamé a la policía. Me identifiqué como Phil Urbanik, del Minneapolis Tribune. Estaba harto de hablar de Cleveland. Me pasaron de agente en agente, con largos intervalos de espera, hasta que comprendí que en comisaría nadie sabía nada acerca de Madeleine Porlock salvo que estaba muerta. El último policía con el que hablé estaba seguro de algo más.

—Está claro —sentenció—. Rhodenbarr la asesinó. De un solo disparo, cerca, en plena frente. El informe del forense dice que la muerte fue instantánea, claro que no hace falta ser médico para decir algo así. El apartamento estaba repleto de huellas.

—Debía de estar distraído —sugerí.

—Yo creo que está envejeciendo. Está perdiendo reflejos. Se trata de un tipo que solía usar guantes de goma con las palmas recortadas, para evitar ir dejando huellas.

—¿Lo conoce?

—No, pero he visto los informes sobre él. Era bastante bueno y nunca se había metido en asuntos violentos, y de pronto deja todo perdido de huellas y mata a una mujer. ¿Sabe a qué me huele todo esto? A un asunto de drogas.

—¿Cree que se droga?

—Creo que si a alguien le falta una dosis es capaz de cualquier cosa.

—¿Y el arma? ¿Es de él?

—Tal vez la encontrase en la casa. No hemos dado con el dueño, todavía. Tal vez la señorita Porlock la guardaba para defenderse. No figura en ningún registro, pero ¿qué importancia tiene eso? Tal vez la robó en el apartamento de arriba. La pareja del cuarto sostiene que no tenían pistola alguna. Pero si no era legal, es lógico que lo nieguen. De todos modos, ¿por qué pregunta por el arma?

—Simple curiosidad.

—¿De dónde dijo que era, de Minneapolis?

—Así es —respondí—. Bueno, supongo que con eso ya podré darle un enfoque más humano al reportaje. ¿Puedo decir que están a punto de detenerle?

—Lo cogeremos —me aseguró—. Los delincuentes como Rhodenbarr son animales de costumbres. Volverá a las andadas y lo pillaremos. Sólo es cuestión de tiempo.

La puerta se abrió y quedé oculto tras ella. Carolyn entró y me llamó.

—Detrás de ti —dije lo más suavemente posible. Se llevó la mano al pecho como si quisiera colocarse el corazón de nuevo en su sitio.

—¡Por Dios, no me hagas esto! —protestó.

—Lo siento. No sabía si eras tú.

—¿Quién si no?

—Podría haber sido Randy.

—Randy… —dijo con pesar. Los gatos se acercaron a ella y comenzaron a dar vueltas alrededor de sus tobillos—. Randy. No ha llamado, ¿verdad?

—Puede que sí. El teléfono sonó varias veces, pero preferí no contestar.

—Lo sé. Yo misma he telefoneado un par de veces y al ver que no contestabas imaginé que era por precaución. Pero temí que te hubiese dado la locura de salir a la calle, de modo que cuando llegué y vi que no estabas… y de pronto apareces detrás de mí… No vuelvas a hacer algo así, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Hoy he estado muy ocupada. ¿Qué hora es? ¿Las dos, casi? He estado fisgando por mil lugares. He encontrado algo que puede ser interesante. ¿Qué es esto?

—Necesito que hagas una llamada por mí.

Cogió la hoja que le tendía sin dejar de mirarme.

—¿No quieres saber qué he averiguado?

—Enseguida, pero antes quiero que llames al Times y pidas que publiquen este anuncio, antes del cierre.

—¿Qué anuncio?

—El que acabo de darte. En la sección de anuncios por palabras.

—Tienes una letra infecta, deberías de haber sido médico. ¿Nadie te lo había dicho? «Billete para viaje organizado compañía Kipling. Destino: fuerte Bucklow. Interesados contacten 989 54 40». ¡Ese es mi número!

—¿En serio?

—¿Vas a poner mi número en el periódico?

—¿Por qué no?

—Alguien podría darse cuenta y venir hasta aquí.

—¿Cómo, colándose a través de los cables? Tu teléfono no figura en la guía.

—No, no es cierto. He alquilado este apartamento, Bernie. El teléfono figura a nombre del tipo que me lo alquiló: Nathan Aranow. Es como no figurar en la guía, pero te ahorras el tener que pagar por ello. Así, cuando alguien llama preguntando por Nathan Aranow sé que es un pesado que quiere venderme una enciclopedia o algo así. Me gustaría poder decirte lo contrario, pero este número sí figura en la guía.

—¿Y?

—Y por lo tanto, basta consultar la guía para saber la dirección. Junto al teléfono aparece: Nathan Aranow, Arbor Court 64.

—Carolyn, ¿quieres decir que alguien podría ponerse a revisar todo el listín telefónico hasta dar con el número, apuntar la dirección y venir hasta aquí?

—¿No se puede conseguir una dirección teniendo un número?

—No.

—Espero que nadie tenga la paciencia de revisar la guía, porque Aranow está justo al principio.

—Tal vez empiecen por el final.

—Eso espero. Este anuncio…

—Hay muchas personas deseosas de ponerle la mano encima a este libro —expliqué—. Personas que no se conocen entre sí, si he entendido bien. Y sólo una de ellas sabe que no tengo el libro. De modo que si finjo tenerlo, tal vez alguien se ponga en contacto conmigo y yo consiga entender qué está pasando.

—Parece lógico. ¿Por qué no pusiste el anuncio personalmente? ¿Temías que alguien reconociera tu voz en el departamento de anuncios por palabras del Times?

—No.

—¿Piensas que alguien diría: «Este es Bernard G. Rhodenbarr, el ladrón; voy a meterme en la línea telefónica y detenerlo»? Bernie, crees que mi miedo a publicar el número es algo paranoico y te asusta hacer una simple llamada…

—Siempre vuelven a llamar.

—¿Cómo dices?

—Cuando pones un anuncio con un número de teléfono, llaman para comprobar que no se trata de una broma. El teléfono llevaba toda la mañana sonando sin que me atreviese a descolgar. Pensé que si los del Times telefoneaban para comprobar lo del anuncio, no sabría si eran ellos o no. Llámame paranoico, si quieres, pero pensé que sería más sencillo esperar a que regresases y pedirte que pusieras el anuncio. Aunque empiezo a dudar de que sea una buena idea. Me harás este favor, ¿verdad?

—¡Claro! —contestó.

Antes de que pudiera hacerlo, el teléfono empezó a sonar. Descolgó el auricular y dijo:

—¿Dígame? —y añadió—: Escucha, ahora no puedo hablar contigo. Dime dónde estás y te llamaré en unos minutos. —Pausa—. ¿Que si estoy con alguien? No, claro que no. —Pausa—. Estaba en la tienda. Bueno, en realidad estuve entrando y saliendo todo el día. —Pausa—. ¡Maldita sea! Te he dicho que no puedo hablar contigo ahora. —Se quedó mirando el auricular y me explicó indignada—: ¡Me ha colgado!

—¿Era Randy?

—¿Quién si no? Pensó que estaba con alguien.

—Lo estás.

—Sí, pero pensó que se trataba de una mujer.

—Debe de ser que tengo la voz muy aguda…

—¿Qué dices? No pronunciaste una sola palabra. Ah… ¡entiendo! Es una broma, ¿verdad?

—Eso creo, sí.

—Bueno, está bien. —Miró el auricular, sacudió la cabeza y descolgó—. Ha estado llamando toda la mañana a casa —explicó— y también a la tienda. Y, claro, yo no estaba, y ahora cree que… —La comisura de sus labios se curvó hasta formar una mueca de disgusto—. ¿Qué te parece? ¡La muy bruja está celosa!

—¿Eso es bueno?

—Bueno es poco.

El teléfono volvió a sonar, era Randy. Intenté no prestar atención a la conversación. Al final, Carolyn dijo:

—¿De modo que quieres saber con quién estoy? Muy bien, te diré con quién estoy. Estoy con mi tía de Bath Beach. ¿Crees que eres la única mujer de Manhattan que tiene una tía en Bath Beach? —Colgó, evidentemente satisfecha, y me dijo—: Pásame ese anuncio. Rápido, antes de que vuelva a llamar. No te imaginas lo celosa que se ha puesto.

Puso el anuncio y contestó a la llamada de comprobación del periódico. Luego, mientras buscaba algo de comida —pan, queso y unos botellines de cerveza—, volvió a sonar el teléfono.

—Seguro que es Randy —comentó—. No pienso contestar.

—Me parece bien.

—Menuda mañanita te habrán dado con el teléfono, ¿verdad? ¿Ha sonado muchas veces?

—Unas ocho o diez. Nada más.

—¿Has averiguado algo sobre Madeleine Porlock?

Le conté el resultado de las llamadas que había realizado.

—No hemos avanzado demasiado —concluyó.

—Casi nada.

—Yo he descubierto algo acerca de tu amigo Whelkin, pero ignoro si es relevante o no. No es miembro del club Martingale.

—No seas tonta… Comí con él en el club.

—El club Martingale de Nueva York mantiene algo llamado «reciprocidad» con un club londinense llamado Poindexter. ¿Te suena?

—No.

—A mí tampoco. El tipo del Martingale con el que hablé me contó como si fuera secreto de estado, que el club mantenía relaciones de reciprocidad con tres clubes londinenses: el White, el Poindexter y el Dolphin. Ninguno me suena.

—A mí me suena el White.

—En fin, así es como Whelkin pudo entrar como invitado. Aunque creía que era americano.

—Me parece que lo es. Tenía un ligero acento inglés, pero podía ser un deje esnob, algo que le enseñaron en el bachillerato. —Intenté recordar nuestra conversación—. No —sentencié—. Es americano. Comentó que había viajado a Londres para asistir a la subasta del libro y se refirió a los ingleses como a «nuestros primos de más allá del charco».

—¿En serio?

—En serio. Supongo que se puede ser americano y miembro de un club londinense y utilizar el club inglés para entrar en el Martingale por la puerta grande. ¿Por qué no?

—Todo es posible.

—¿Sabes qué creo?

—Que es un farsante.

—Un farsante que me saca de mis casillas, eso es. ¡Dios!, cuanto más lo pienso, más me parece un farsante… Y yo he aceptado robar el libro sin ver un centavo antes. De pronto me parece que todo estaba preparado. Todas aquellas gilipolleces sobre Haggard y Kipling y tanto citar poemas…

—¿Crees que lo inventó todo?

—No, pero…

—Déjame en paz, Ubi. Ni siquiera te gusta el Jarlsberg. —Ubi era el diminutivo de Ubicuo, que era el nombre del gato persa. Jarlsberg no era el gato siamés (como alguien podría temer) sino la clase de queso que comíamos. El siamés se llamaba Archie.

—Tal vez ese libro no exista, Bernie.

—Lo tuve en mis manos, Carolyn.

—Claro, tienes razón.

—Antes, mientras pensaba en las distintas hipótesis, se me ocurrió que tal vez no fuese un libro de verdad… Podría estar agujereado y lleno de heroína o algo así.

—Podría ser.

—Pero no, no puede ser. Porque estuve hojeándolo. Incluso leí unos párrafos. Era un libro de verdad. Un ejemplar antiguo auténtico, en condiciones bastante cochambrosas. Ahora pienso que tal vez fuese un ejemplar falso.

—¿Falso?

—Sí. Imaginemos que Kipling destruyó hasta el último ejemplar de La rendición del fuerte Bucklow. Y que Haggard no conservaba ninguno o, de hacerlo, se perdió para siempre. —Carolyn asentía con la cabeza incitándome a que prosiguiera con la hipótesis—. Bien, entonces alguien pudo inventar un ejemplar con un texto falso. Entiendo que escribir una balada tan larga no es tarea sencilla, pero Kipling es un autor relativamente fácil de imitar. Cualquier poeta que se gane la vida redactando tarjetas de felicitación podría haberlo plagiado en sus horas libres.

—¿Y entonces?

—No podría venderse como un manuscrito original porque se notaría el fraude, pero si se imprimiera… —Sacudí la cabeza—. Ahí es donde dejo de verlo claro. Se puede imprimir un ejemplar, encuadernarlo y envejecerlo… También se puede falsificar la dedicatoria a H. Rider Haggard para que pase la prueba de los expertos, pero… ¿ves el problema?

—Es demasiado complicado.

—Exacto. Es tremendamente complicado, y muy caro. Como en esas películas en que los estafadores tienen que invertir millones de dólares en preparativos y equipo para robar unos cientos de miles. Ningún estafador en su sano juicio se embarcaría en semejante berenjenal para vender un libro por quince mil dólares.

—Puede que valga más que eso. Quince mil dólares es el precio que inventó Whelkin.

—Tienes razón. Quince mil dólares no tiene por qué significar nada, sobre todo cuando ni siquiera los has olido. —Suspiré, pensativo—. No —proseguí—. Reconozco un libro viejo en cuanto lo veo. Pasan cientos por mis manos cada día, y los libros viejos son distintos de los nuevos. El papel tiene otro aspecto cuando lleva cincuenta años dando vueltas. Podrían haberlo confeccionado con papel viejo, claro… pero sería demasiada molestia. El libro era auténtico, Carolyn. Estoy seguro.

—Hablando de los libros viejos que miras cada día…

—¿Qué ocurre?

—Alguien está vigilando tu librería. Fui un rato a mi negocio, tenía que lavar a un perro y no pude anular la cita. Había un coche aparcado frente a la librería, y seguía allí cuando pasé por segunda vez.

—¿Te fijaste bien?

—No. Ni apunté la matrícula. Supongo que debería haberlo hecho, ¿no?

—¿Para qué?

—No lo sé.

—Seguramente se trataba de la policía —expliqué—. Intentan localizarme.

—¡Ah!

—Supongo que también montarán guardia frente a mi apartamento.

—Es lo que suelen hacer, ¿no?

—Bueno, eso sale en la televisión. El policía con quien hablé por teléfono dijo que me cogerían cuando volviese a mis viejas costumbres… supongo que se refería a la librería y el apartamento.

—O a mi casa. Somos amigos, vienes mucho por aquí. Si van preguntando por ahí, se enterarán tarde o temprano, ¿no te parece?

—Espero que no —musité. El teléfono sonó. Nos miramos, inquietos, y no pronunciamos palabra hasta que dejó de sonar.