9

En efecto, era una larga historia, y Carolyn escuchó pacientemente hasta el final, levantándose sólo un par de veces para servirse un brandy. Cuando acabé, abrió una botella nueva y sirvió una buena cantidad para cada uno. Yo ya había desistido de diluirlo con té, y a Carolyn ni siquiera se le ocurrió hacerlo.

—Bueno, esta va por el crimen —dijo al tiempo que elevaba su vaso—. Ahora entiendo por qué te limitaste a beber soda aquella noche. Estabas preparándote para salir a dar una vuelta y cometer una fechoría. Era por eso, ¿verdad?

—Nunca bebo cuando trabajo.

—Yo nunca trabajo cuando bebo… que viene a ser lo mismo. Me cuesta un poco hacerme a la idea, Bernie. Realmente creí que a pesar de haber sido ladrón, ahora eras una persona nueva, que lo habías superado y te dedicabas a vender libros. Tal y como le dijiste a aquel policía…

—Y era cierto, hasta cierto punto. No saco mucho de la tienda, o tal vez sí, no lo sé… No soy un gran contable, compro y vendo, y supongo que saco suficientes beneficios como para pagar el alquiler, las facturas, el teléfono y todas esas cosas. Si me dedicase un poco más, probablemente me ganaría la vida con ese negocio. Si fuese más competitivo y guardase los superventas en lugar de vendérselos a la competencia, si leyese los anuncios especializados cada semana e hiciese algo de publicidad.

—Pero en lugar de eso, vas y robas en una casa.

—Sólo de vez en cuando.

—En ocasiones especiales.

—Eso mismo.

—Para que todo pueda seguir igual.

—Así es.

Frunció el entrecejo con severidad, se rascó la cabeza y tomó otro sorbo de brandy.

—Veamos —empezó—, has venido a mi casa porque te parece un escondite seguro, ¿no es cierto?

—Exactamente.

—Bueno, eso está bien. Somos amigos, ¿no? Sé que eso implica que estoy ocultando a un fugitivo, pero me importa un bledo. ¿Para qué están los amigos, si no?

—Eres una entre un millón, Carolyn.

—¡Y que lo digas! Mira, puedes quedarte todo el tiempo que te parezca sin dar explicaciones… El caso es que sigo teniendo preguntas que hacerte, pero me callaré si lo prefieres.

—Pregunta lo que quieras.

—¿Cuál es la capital de Dakota del Sur? No, en serio… ¿Por qué esperar a que los Arkwright volviesen a casa? ¿Por qué no robar el libro y salir corriendo como una liebre? Creía que los ladrones preferían evitar el contacto humano.

Asentí.

—Fue idea de Whelkin —dije—. Quería que robase el libro sin que Arkwright se diese cuenta de que faltaba. Si no robaba nada más y lo dejaba todo exactamente igual que antes y el libro seguía en su lugar a la hora en que Arkwright jugaba su billar nocturno, no notaría la pérdida hasta el día siguiente, como mínimo. Whelkin estaba seguro de que lo acusarían, porque era sabido lo mucho que deseaba ese ejemplar, y no le serviría de nada disponer de una buena coartada puesto que Arkwright imaginaría que había contratado a alguien para robarlo.

—Que fue lo que hizo.

—Así es —asentí—. Pero cuanto más tardase Arkwright en descubrir la desaparición del libro, menos idea tendría de cuándo y cómo se lo habían robado, y más tiempo tendría Whelkin de ponerlo a buen recaudo…

—Por eso sólo robaste el libro y dejaste todo lo demás.

—Sí.

—Creo que por fin lo entiendo… o eso espero. Pero ¿qué le habrá ocurrido a Whelkin?

—Ni idea.

—¿Piensas que pudo ser el asesino?

—No lo creo.

—¿Por qué no? Él concertó la cita. Pudo pedirle a esa mujer que te drogara, y, mientras estabas inconsciente, matarla.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Para que las sospechas recayesen sobre ti, supongo. Para salir de escena.

—En ese caso, ¿por qué no matarme a mí, directamente?

—No lo sé. —Se mordisqueó un nudillo—. Esta tal Porlock tendrá algo que ver con todo esto, digo yo. Whelkin te citó en su casa, ella te durmió con una taza de café y sabía lo del libro porque te preguntó por él, antes de que perdieses el conocimiento. Tal vez haya sido, incluso, quien cogió el libro.

—O tal vez haya sido el asesino.

—¿No oíste el disparo?

—Estaba totalmente inconsciente. Además, es probable que utilizase un silenciador… aunque si lo hizo se lo llevó consigo, como se llevó el libro y los quinientos dólares del sij. —Me encogí de hombros—. Siempre supe que era un precio excesivo por un ejemplar de Los tres soldados. Lo que fácil se obtiene, fácil se pierde.

—Eso dicen. Tal vez la haya matado el propio sij.

—¿Por qué piensas eso?

—Quizá trabajaran juntos y finalmente decidiese traicionarla. —Se encogió de hombros de forma muy expresiva—. No lo sé, Bern. Sencillamente voy lanzando ideas. Tenía que tener alguna relación con Whelkin, ¿no te parece?

—Supongo que sí. Me citó en su apartamento, pero…

—Pero ¿qué?

—¿Por qué no contentarse con comprarme el libro?

—Tal vez no podía permitirse pagar el precio estipulado. Pero tienes razón, habría sido mucho más fácil de ese modo. Te habrá pagado un adelanto, ¿no? ¿Cuánto te debía todavía?

Permanecí callado.

—¿Bernie?

Suspiré.

—Ayer mismo, le dije a un ladronzuelo que era demasiado tonto para robar… No era el único.

—¿Me estás diciendo que…?

—No me pagó ningún adelanto.

—¡Oh!

Solté un nuevo suspiro y tomé un trago.

—Era socio del club Martingale —expliqué—. Tenía acento inglés y vestía como un caballero.

—¿Y?

—Me impresionó su aspecto, eso es todo. No habló de ningún adelanto. No sé cómo lo logró, pero fui a aquella casa sin un centavo en el bolsillo. Carolyn… incluso gasté mi propio dinero comprando gasolina y herramientas. Ahora me siento un verdadero estúpido.

—Whelkin te engañó. Te tendió una trampa y te estafó. Luego le pegó un tiro a la chica y te cargó con el mochuelo.

Reflexioné por un instante, y finalmente dije:

—No.

—¿No?

—No creo que haya sido así. ¿Para qué meter a la chica por medio? Podría haberme estafado de todos modos, sin necesidad de recurrir a ella. Además, hay algo más. En nuestra última conversación telefónica, cuando me citó en el apartamento, hablaba de modo extraño. En su momento pensé que estaba borracho.

—¿Y?

—Me temo que lo habían sedado.

—Igual que a ti.

—No exactamente. Probablemente con otro producto, de lo contrario no habría podido pronunciar una sola palabra. Me pregunto qué puso en mi café. Tuvo que ser algo fantástico. Estuve alucinando un buen rato.

—¿Un ácido?

—No lo sé, nunca he tomado drogas.

—Yo tampoco.

—No era esa clase de alucinación en la que ves salir animales de las paredes ni nada parecido. Mi percepción sencillamente se distorsionó justo antes de desmayarme. La música subía y bajaba de volumen, entre otras cosas. Y la cara de la mujer se fundía cuando la miraba fijamente, pero eso sólo ocurrió poco antes de perder el conocimiento.

—Dijiste algo acerca de su cabello.

—Cierto, se volvía anaranjado. Tenía el pelo corto, marrón oscuro, y a mí me parecía que tenía la cabeza llena de rizos anaranjados. Cuando parpadeaba, volvía a tener el pelo corto. ¡Dios mío!

—¿Qué pasa, Bernie?

—Ya sé de qué me sonaba esa mujer. Y realmente llevaba el cabello anaranjado. Supongo que sería una peluca.

—¿El cabello oscuro?

—No, el anaranjado. Estuvo en la librería con una peluca de ese color. Estoy seguro de que se trataba de la misma mujer. Vino tres o cuatro veces.

—¿Con Rudyard Whelkin?

—No. Él sólo fue a la librería en una ocasión. Ese mismo día fuimos a comer al club Martingale, donde volvimos a encontrarnos una vez más, para tomar unas copas. Después, no hablamos más que por teléfono. Ella vino a la librería… En realidad, no sé bien cuándo vino por primera vez, pero creo que fue la semana pasada. Ayer me compró un libro. La edición de las Églogas de Virgilio del Heritage Club. Era ella, estoy seguro.

—¿Qué hacía?

—Miraba libros, me parece. Supongo que fue para inspeccionar el terreno, como cuando yo paseé por Forest Hills disfrazado de encuestador. ¿Puedo encender la radio?

—¿Para qué?

—Para escuchar las noticias de medianoche.

—¿De veras es tan tarde ya? Adelante, ponla.

Aparté a uno de los gatos y encendí el aparato. Me senté de nuevo y el gato regresó a mi regazo y se puso a ronronear. Las noticias repitieron lo dicho en la edición de las once, con el añadido de que el albanés se había rendido y todos los rehenes habían resultado ilesos. Se había vuelto loco al descubrir que su mujer tenía otro marido, por lo que ambos maridos eran, en cierta medida, familiares o algo así. Madeleine Porlock seguía muerta, y la policía seguía buscando a Bernard Rhodenbarr.

Aparté al gato por segunda vez, apagué la radio y me senté. Carolyn me preguntó qué se sentía al ser perseguido por la policía. Respondí que era una sensación muy desagradable.

—¿Por qué creen que fuiste tú, Bernie? ¿Por las huellas?

—O por la cartera.

—¿Qué cartera?

—La mía. Quienquiera que se haya llevado el libro, se llevó también mi cartera… Madeleine o su asesino, no lo sé. El libro, los quinientos dólares y la cartera. Tal vez alguien la dejó donde la policía pudiera encontrarla.

—¿No bastaba con que estuvieses inconsciente cuando llegase la policía?

—Quizá la cartera era una especie de seguro. O tal vez el asesino la robó por miedo a que contuviese algo que pudiera incriminarlo, como la tarjeta de Whelkin o alguna clase de nota que yo hubiese escrito para mí. —Me encogí de hombros—. Supongo que ahora mismo la cartera podría estar en cualquier parte. Me parece que será mejor que anule mi Master Card, antes de que alguien se dedique a cargar billetes de avión a mi cuenta. Aunque, de hecho, eso no me preocupa demasiado en estos momentos.

—Lo imagino. —Apoyó la mandíbula en la mano, se inclinó y fijó sus ojos azules en mí—. ¿Qué te preocupa realmente ahora, Bernie?

—¿Cómo dices?

—¿Cuál es tu lista de prioridades? ¿Qué piensas hacer?

—Ni idea.

—¿Qué te parece si tomamos otra copa mientras te lo piensas?

Negué con la cabeza.

—Creo que ya he bebido bastante.

—Yo ya había bebido bastante hace dos o tres copas, pero no voy a dejar que semejante detalle me detenga. —Cogió la botella y se sirvió—. ¿Tú puedes decidir que has bebido bastante y parar?

—Claro.

—Me parece admirable —comentó. Inclinó la copa y me miró a través del cristal—. ¿Sabes si había alguien más en el apartamento, aparte de Madeleine Porlock?

—No. Pero hasta que la mataron no pasé del comedor. Me pareció que estábamos solos, esperando a Whelkin.

—Es posible que el asesino aguardase en una de las habitaciones.

—Sí, es cierto.

—Bueno, supongamos que estaba sola. Te durmió, te quitó el libro, el dinero y la cartera y se marchó. Pero al salir topó con un hombre que le apuntaba con una pistola.

—¿Por qué no…?

—¿Con quién pudo encontrarse? ¿Con el sij, con Whelkin?

—No lo sé, Carolyn.

—¿Por qué demonios usaría una peluca? Quiero decir, si no la conocías de nada… ¿Por qué quería disfrazarse?

—Que me maten si lo entiendo.

—¿Y el sij? ¿Estaría disfrazado? Tal vez el sij era el propio Rudyard Whelkin.

—Llevaba una barba y un turbante.

—La barba podía ser postiza. Y los turbantes pueden ponerse y quitarse.

—El sij era altísimo. Medía un metro noventa o más.

—¿Has oído hablar de los zapatos con tacón?

—Whelkin no era el sij —sentencié—. Puedes creerme.

—Siempre te creo. Volvamos a la pregunta: ¿cómo piensas salir del follón en que estás metido? ¿No podrías ir a la policía?

—No, eso es lo último que debería hacer. Me acusarían de asesinato en primer grado. Podría intentar conseguir una pena menos severa o pedirle a mi abogado que comprase al jurado… pero aun en el mejor de los casos, no habría quien me librase de contar con habitación y comida pagada los próximos diez o veinte años.

—No lo entiendo. ¿No podrías…?

—¿No podría qué?

—Contarles lo que me has contado a mí. Es una propuesta absurda, ¿verdad? Será por el brandy. ¿Por qué demonios iban a creerte? Nadie se traga una historia como esa… sólo una lesbiana que se gana la vida cortándole el pelo a los perros. Bernie, tiene que haber una solución… pero ¿cuál?

—Encontrar al verdadero asesino.

—Sí, claro —dijo al tiempo que se llevaba la mano a la frente—. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Encontrar al verdadero asesino, resolver el crimen, recuperar el libro robado y todo acaba en final feliz, como en la tele, ¿no? Todo se resuelve antes de que salgan los créditos del final del capítulo.

—Y el avance del siguiente episodio —añadí—, no lo olvides.

Seguimos hablando por un buen rato. Luego, Carolyn empezó a bostezar y entendí la indirecta, de modo que propuse que nos fuésemos a dormir. No íbamos a solucionar nada, y nuestros cerebros estaban demasiado fatigados para funcionar correctamente.

—Ya que te quedas, dormirás en la cama.

—No seas ridícula. Dormiré en el sofá.

—El ridículo eres tú. Mides un metro ochenta, como la cama. Yo mido uno cincuenta, como el sofá. Menos mal que no ha venido el sij, porque no sabría dónde meterlo.

—Pero es que…

—Es un sofá muy cómodo, he dormido muchas veces en él. Acabo ahí cada vez que Randy y yo nos medio peleamos.

—¿Qué es una medio pelea?

—Una en que no nos enfadamos lo suficiente como para que ella se marche a su apartamento.

—No sabía que tuviese un apartamento. Pensaba que vivíais juntas.

—Vivimos juntas, pero ella tiene un estudio en la calle Morton. Es más pequeño que este, aunque te cueste creerlo. Afortunadamente, tiene su propia casa, así podrá marcharse rápidamente cuando rompamos.

—Tal vez no deberías pasar aquí la noche, Carolyn… —Abrió la boca para decir algo pero la hice callar—. Si estás en casa de Randy es una cosa, pero si estás aquí pueden acusarte de ocultar a un fugitivo de la justicia y…

—Correré el riesgo, Bernie.

—Bueno…

—Además, puede que Randy no se haya marchado a Bath, después de todo. Tal vez esté en casa.

—¿No podrías quedarte con Randy de todos modos?

—No si está con otra persona en este mismo momento.

—Entiendo.

—Vivimos en un mundo en el que todo es posible. Te acuestas en la cama y yo utilizaré el sofá, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

La ayudé a preparar el sofá. Se metió en el baño y salió con un pijama ridículo y amenazando con echarme si me reía. No me reí.

Lavé los cacharros que había en el fregadero, apagué la luz, me saqué la ropa y me metí en cama en calzoncillos. Ambos permanecimos en silencio por un rato, pero luego Carolyn dijo:

—¿Bern?

—¿Sí?

—No sé qué sabes acerca de las lesbianas, pero supongo que sabrás que muchas son bisexuales. Lesbianas ante todo, claro está, pero de vez en cuando se acuestan con algún hombre.

—Sí, lo sé.

—Yo no soy así.

—Nunca creí que lo fueses, Carolyn.

—Soy exclusivamente lesbiana.

—Eso imaginaba.

—Supongo que se sobreentendía, pero la experiencia me dice que muchas veces, aunque las cosas parezcan obvias, merece la pena ser claro, para evitar malos entendidos.

—Comprendo.

Se produjo un nuevo silencio.

—¿Bernie? Se llevó quinientos dólares y la cartera, ¿verdad?

—Además, llevaba unos doscientos dólares en la cartera. Bien mirado, me salió un poco caro el café.

—¿Con qué pagaste el taxi?

—¿Cómo?

—El taxi que tomaste para ir al centro y todas las herramientas para abrir mi puerta. ¿De dónde sacaste el dinero?

—¡Ah! —exclamé.

—¿Y bien? ¿No irás a decirme que llevas unos cuantos dólares en la suela del zapato por si se presenta una emergencia?

—No… —empecé—. Sería una buena idea pero no…

—¿Entonces?

—¿Recuerdas lo de mi salida por la escalera de incendios? Aquello de que intenté salir por la azotea pero no pude y tuve que entrar en un apartamento del cuarto piso…

—Sí, lo recuerdo perfectamente.

—Bueno… pues… una vez dentro, eché un vistazo. Abrí unos cuantos cajones…

—¡En el apartamento del cuarto piso!

—Así es. De entrada, no encontré más que calderilla, pero en uno de los botes de la cocina había unos cuantos billetes. Te sorprendería saber cuánta gente esconde el dinero en la cocina.

—¿Y lo cogiste?

—¡Claro! No eran más que sesenta dólares. Poco para retirarse de por vida pero suficiente para pagar el taxi y comprar las herramientas.

—Sesenta dólares.

—Digamos que sesenta y cinco. Y la pulsera.

—¿La pulsera?

—No pude resistir la tentación. Normalmente las joyas no me interesan, pero esa pulsera… Bueno… te la enseñaré por la mañana y verás.

—¿Me la enseñarás por la mañana?

—¡Por supuesto! Recuérdamelo si se me olvida.

—¡Dios mío!

—¿Qué pasa?

—No sé si te das cuenta, pero robaste en aquella casa.

—Bueno, Carolyn, soy un ladrón, ¿recuerdas?

—Supongo que tendré que acostumbrarme a la idea. Eres un ladrón. Entras en las casas de otras personas y te llevas sus pertenencias. Robas cosas. Los ladrones hacen esa clase de cosas.

—Normalmente, sí.

—Te llevaste el dinero porque te hacía falta. Te habían robado tu propio dinero y tenías que escapar de las garras de la policía. El dinero estaba allí, de modo que lo cogiste.

—Eso es.

—Y robaste la pulsera porque… ¿Por qué robaste la pulsera, Bernie?

—Bueno…

—Porque estaba allí. Eso dicen los escaladores que suben el Everest. Pero no era una montaña, Bernie, era una pulsera y la robaste.

—Carolyn…

—Da igual, Bernie. Mejor lo dejamos estar. Ya me acostumbraré a la idea. ¿Me enseñarás la pulsera por la mañana?

—Te la enseño ahora mismo si lo prefieres.

—No, por la mañana me parece bien, Bernie. ¿Bernie?

—¿Qué?

—Buenas noches, Bernie.

—Buenas noches, Carolyn.