Me puse de pie rápidamente, demasiado rápidamente. La sangre corrió hacia mis pies, o donde sea que suele acumularse en estos casos, y a punto estuve de desmayarme de nuevo. Pero me mantuve en pie e intenté despejar mi mente en la medida de lo posible.
La radio seguía encendida. Me apetecía apagarla, pero pensé que era mejor olvidarme de ella. La policía había dejado de llamar a la puerta y se dedicaba a intentar tumbarla. La puerta cedería de un momento a otro y entrarían en la habitación.
Decidí que no me apetecía estar allí cuando semejante cosa ocurriese.
La maldita pistola seguía en mi mano. La tiré al suelo y al instante la recogí para limpiar las huellas. Luego volví a tirarla, pasé junto a la radio y crucé un corto pasillo que conducía a un baño y a una cocina. Al fondo del pasillo se encontraba una habitación bastante grande, en la que había una cama de columnas, con un arcón a los pies. Vi una ventana que daba a la escalera de incendios. No dudé ni un segundo en abrirla.
Aire fresco, frío y fresco. Me llené los pulmones y sentí que mi mente empezaba a despejarse de veras. Salté a la escalera de incendios y cerré la ventana tras de mí. Al hacerlo apenas oí el ruido de los agentes que intentaban tumbar la puerta.
Y ahora, ¿qué?
Miré hacia abajo y me dio vértigo. Recordé que en los prospectos de muchos medicamentos se recomendaba abstenerse de conducir o utilizar maquinaria compleja mientras se está bajo tratamiento. Si presenta signos de somnolencia, manténgase lejos de las escaleras de incendios.
Miré por segunda vez. La escalera daba a un patio cerrado. Probablemente me condujese al sótano, pero también era probable que hubiese un policía apostado en la puerta, aguardando mi llegada. El policía más gordo, a buen seguro, el que no se había sentido con fuerzas para subir los dos pisos.
De modo que subí al cuarto piso y seguí hasta la azotea. Alguien había instalado una cubierta de secoya para el sol y había árboles y arbustos en grandes maceteros de la misma madera. Un lugar encantador, pero presentaba un problema… no podía salir de ahí. Los edificios vecinos eran mucho más altos y la puerta que comunicaba la azotea con el edificio estaba cerrada con llave. Si hubiese llevado mis herramientas de trabajo, aquello no habría supuesto ningún impedimento, pero ¿cómo hubiese podido imaginar que iba a necesitarlas? Bajé nuevamente por la escalera de incendios y me detuve en el cuarto piso, tratando de decidir si merecía la pena plantarle cara al agente de la planta baja. Podía entrar en el sótano y esconderme en la caldera hasta que se enfriase… pero ¿me apetecía realmente? De hecho, no parecía buena idea volver a pasar ante la ventana de la señora Porlock, puesto que la policía ya debía de estar en el apartamento.
Eché un vistazo a los apartamentos de la cuarta planta. El de la derecha, el 4-D, (supuse, puesto que era el inmediatamente superior al de la señora Porlock) tenía la cortina echada. Pegué la oreja al cristal y reconocí las voces de una popular serie de televisión. Un poco más a la izquierda, en el 4-C, también estaban echadas las cortinas, pero no escuché ningún ruido ni distinguí luz alguna.
Como era de suponer, la ventana estaba cerrada.
Si hubiese contado con un cortacristales habría abierto un agujero redondo para pasar la mano y abrir el cerrojo. Si hubiese tenido cinta adhesiva, habría podido romper el cristal sin más ruido que el que haría una rama seca al partirse. Si hubiese…
Si los deseos fuesen caballos, los ladrones serían jinetes. Le di un golpe al cristal y cerré los ojos hasta que cesó el ruido. Escuché unos momentos a través del agujero, luego abrí la ventana y entré en el apartamento.
Al cabo de un rato salí del apartamento de forma mucho más convencional. Abrí la puerta y bajé por las escaleras. En el tercer piso me encontré con dos agentes uniformados. Habían abierto la puerta del 3-D; la mayoría de los policías estaba dentro, en plena labor, mientras que aquellos dos seguían en el pasillo, sin nada concreto que hacer.
Le pregunté a uno de ellos cuál era el problema. Echó la mandíbula hacia adelante y me aseguró que era una comprobación de rutina. Asentí con la cabeza, dando a entender que me sentía más tranquilo, bajé el resto de peldaños y salí a la calle.
Quería ir a casa. El hogar puede llevarse o no en el corazón, pero es donde yo guardo mis herramientas de ladrón. Y un ladrón, como un obrero, vale lo que sus herramientas, y yo me siento desnudo sin las mías. Desconocía si los policías me habrían seguido la pista. Estaba claro que más tarde o más temprano darían conmigo, pero pensé que antes de que me descubriesen podría entrar y salir de mi apartamento. Tenía mis herramientas, dinero… lo mejor era ir y equiparme para intentar hacer frente a cualquier eventualidad que pudiera presentarse en adelante.
Las perspectivas no parecían muy halagüeñas, según mi punto de vista. Madeleine Porlock tenía más agujeros de los normales en la cabeza y mis huellas estaban por toda la casa… en la taza, en la mesa de cristal y sabe Dios dónde más. El criminal que había puesto la pistola en mis manos se habría encargado de dejar mis huellas por todas partes.
La policía querría hacerme unas cuantas preguntas, y no creo que prestasen demasiada atención a mis respuestas. Yo mismo tenía varias preguntas que hacerme…
¿Quién era Madeleine Porlock? ¿Qué pintaba en todo ese asunto? ¿Por qué me había sedado? ¿De dónde habría salido su asesino y por qué la habría matado?
¿Qué había pasado con Rudyard Whelkin?
Y por último, ¿qué tendría que ver el sij con todo aquello?
Esta última pregunta no era más fácil de responder que las otras, pero me recordó que no podía ir a casa. A esas alturas el sij y quien quiera que lo hubiese enviado se habrían dado cuenta de que los habían engañado… de modo que era mejor evitar los lugares en los que parecía lógico esperar encontrarme. La tienda, por supuesto, pero también el apartamento, puesto que bastaba con consultar la guía de teléfonos de Manhattan para encontrar mis señas.
En la Segunda Avenida tomé un taxi que iba hacia el centro. El conductor era un joven hispano que tenía una mirada muy vivaz. ¿Estaba estudiándome al tiempo que me preguntaba la dirección a la que deseaba que me condujera?
—Voy al Village —dije.
—¿A qué zona exactamente?
—A la plaza Sheridan.
Asintió brevemente y nos pusimos en marcha.
El apartamento de Carolyn Kaiser estaba en Arbor Court, uno de esos barrios de casas que sólo sé encontrar desde un lugar en concreto. La plaza Sheridan no era ese lugar, de modo que caminé hasta la avenida Greenwich y di unas cuantas vueltas hasta encontrar lo que buscaba. No recordaba cuál era su edificio, así es que fui comprobando los buzones. Por fin, encontré su nombre y llamé al timbre.
No había gente en casa. En circunstancias normales habría telefoneado antes de presentarme allí, pero no llevaba su número encima, ni figuraba en las páginas amarillas. Es más fácil hacer pasar un camello por el ojo de una aguja que conseguir que el servicio de información te dé un número que no figura en la guía. Ya bastante cuesta conseguir los que sí figuran. Llamé a varios timbres hasta que alguien me abrió la puerta. Carolyn vivía en el primer piso. Le eché un vistazo a la cerradura de su puerta, me volví y me marché.
Busqué en varias ferreterías de la zona, pero estaban cerradas. Había un cerrajero abierto, pero no estaba seguro de que quisiese venderme herramientas de ladrón. Ni siquiera lo intenté. Entré en un supermercado y compré cinta adhesiva, unos clips, unas horquillas y unos clavos. En la sección de fumadores pedí uno de esos trastos que se utilizan para vaciar, preparar y maltratar una pipa. Parecía de bastante buen acero.
Volví al edificio de Carolyn y molesté a los vecinos de nuevo, hasta que uno de ellos me abrió. Me acerqué a la puerta de Carolyn y puse manos a la obra.
Con mi equipo de ganzúas no habría tardado más de cinco minutos, pero con las herramientas que acababa de improvisar me llevó más de diez; en ese tiempo entraron dos personas en el edificio y salió una. Si alguna se dio cuenta de qué hacía yo allí, disimuló por educación y no montó ninguna escena. Acabé el trabajo y entré en el apartamento.
Me pareció un estudio acogedor, muy propio del Village. Consistía en una sala de unos quince metros cuadrados con un pequeño cuarto de baño al fondo. Tan minúsculo que las rodillas chocaban con la puerta al sentarse en la taza. La bañera, una reliquia con pies en forma de garra, estaba en la zona de la cocina, junto al fregadero, el hornillo y la nevera; Carolyn tenía una tabla de contrachapado para cortar la verdura. Las paredes estaban pintadas de un azul intenso, y los marcos de las ventanas y las puertas de amarillo canario.
Fui al baño, encendí el hornillo de gas para preparar un poco de café (tuve que encender una cerilla, pues el piloto automático no funcionaba) y dejé que uno de los gatos se acercara a olfatearme. Era un siamés, y al parecer no le temía a nada. Su compañero, un gato persa de ojos azules, seguía recostado sobre la cama de matrimonio, intentando confundirse con la colcha. Acaricié al siamés detrás de las orejas. Hizo ese extraño ruido que hacen los gatos y se frotó contra mis talones. Supuse que había pasado la prueba.
Una vez caliente el café, me serví una taza, di un sorbo y recordé el brebaje con que Madeleine Porlock me había obsequiado. Tiré el café, puse agua a hervir y me preparé un té. Para darle más consistencia, le añadí un poco de brandy de California que había en una botella que encontré en el fregadero.
Mi cita en casa de Porlock había sido a las seis y media, y me había largado de allí poco después de las noticias de las siete. No había vuelto a consultar el reloj hasta que me instalé en el sillón de mimbre de Carolyn, con los pies en alto, la segunda taza de té con brandy en la mano y el gato persa ronroneando como un loco en mi regazo. Eran exactamente las nueve y dieciocho minutos.
Encendí la radio y busqué una emisora de esas que siempre dan noticias. Para eso tuve que apartar al gato, que protestó airado y me entretuvo mientras daban otro informe sobre el terremoto en Turquía y el veto presidencial. Un albanés contrariado había secuestrado a dos personas en Washington Heights y el enviado especial se entretuvo más de lo necesario en los detalles del caso. Resignado, acaricié al gato persa mientras el siamés maullaba desde lo alto de una estantería de libros.
Carolyn no llegó hasta cerca de las once. Para entonces yo había sintonizado una emisora de jazz y tenía a los gatos instalados en mi regazo. Carolyn abrió la puerta y yo me quedé exactamente donde estaba. Cuando abrió, avisé:
—Soy yo, Carolyn, no tengas miedo.
—¿Por qué habría de asustarme? —Entró, cerró la puerta y pasó el cerrojo—. ¿Hace mucho que has llegado? Estuve en el Dutchess y ya sabes cómo es eso. Bueno, no creo que lo sepas, porque no permiten la entrada a los hombres.
Se sacó la chaqueta, la colgó en una percha que había detrás de la puerta, se acercó a la cafetera… De pronto reaccionó y me miró, atónita.
—¡Oye! —exclamó—. ¿Teníamos alguna cita que haya olvidado?
—No.
—¿Randy te ha dejado entrar? Creía que había ido a visitar a su dichosa tía de Bath Beach. ¿Qué hacía aquí? ¿Se fue a Brooklyn después o qué?
—No he visto a Randy.
—Entonces, ¿cómo has entrado, Bernie?
—Bueno, encontré mis propios medios.
—Sí, pero ¿de dónde has sacado la llave? —Primero frunció el entrecejo, pero luego pareció darse cuenta—. ¡Oh!, entiendo… La gente normal necesita llaves, pero tú eres como Casper, el fantasma: puedes atravesar las paredes.
—No exactamente.
Los gatos habían abandonado mi regazo y se frotaban apasionadamente contra los tobillos de su dueña, ansiosos por recibir su comida. Carolyn hacía caso omiso de ellos.
—Bernie…
—La radio.
—¿Cómo dices?
—Si escuchas, entenderás.
Escuchó atentamente, con la cabeza ladeada.
—Parece Monk —dijo—. Aunque no sé, no es tan intenso como Monk y está haciendo muchas cosas con su mano izquierda.
—Es Jimmy Rowles, pero no me refiero a eso. Cuando acabe la canción, Carolyn.
La canción acabó y se oyó un anuncio sobre un crucero jazzístico por las Bahamas… Tuve que explicar que tampoco se trataba de eso. A continuación dieron las noticias de las once. El terremoto turco, el albanés loco, el veto presidencial y luego una noticia de última hora sobre un exconvicto llamado Bernard Rhodenbarr al que se buscaba en relación con el asesinato de Madeleine Porlock, que había sido hallada muerta de un disparo en su apartamento de la calle Sesenta y seis.
El locutor pasó a otros temas. Carolyn apagó la radio, volvió la mirada hacia mí por un instante y luego se marchó al rincón de la cocina, a dar de comer a los gatos.
—Hoy toca pollo y riñones —les explicó—. Vuestros alimentos favoritos.
Me dio la espalda por un rato, mirando comer a sus angelitos, con las manos en la cintura. Después se volvió y se sentó en el extremo de la cama.
—No sé cómo no me di cuenta de que se trataba de Jimmy Rowles —comentó—. Siempre que iba al Bradley lo oía tocar. Últimamente no he ido mucho porque Randy odia el jazz, pero si rompemos, algo que creo que estamos a punto de hacer, ¡qué demonios!, iré a clubes de jazz siempre que me venga en gana…
—Perfecto.
—Madeleine Doorlock… curioso apellido.
—Porlock.
—Bueno, sigue siendo poco habitual. ¿Quién era, Bern?
—Que me parta un rayo si lo sé. No la había visto hasta esta tarde.
—¿La mataste?
—No.
Cruzó las piernas, colocó un codo sobre la rodilla que estaba más alta y apoyó la barbilla en la mano.
—Cuéntamelo todo —dijo—. Habla, soy toda oídos.
—Bueno —empecé—, es una larga historia.