Llegaba antes de la hora, por supuesto. Mi cita con el señor Whelkin no era hasta las seis y media y había cerrado la librería poco después de las cinco. Prefería no quedarme a esperar a que mi amigo sij descubriese su error. Tenía un cartel que explicaba claramente que los libros ya adquiridos no se cambiaban, pero mi intuición me decía que aquel sij querría que, por una vez, hiciese una excepción. De modo que, a pesar del paseo, llegaba veinte minutos antes a la esquina de la calle Sesenta y seis con la calle Dos. Vi un bar que tenía buena pinta y entré en él.
No bebo cuando estoy trabajando. Pero aquello no era exactamente trabajar, y después de mirar el cañón de la pistola de mi amigo el sij, sentí el deseo de tomar una copa. De camino, me había detenido en un bar de mala muerte de la Tercera Avenida para echar un trago rápido. Pero me apetecía algo un poco más civilizado, un Rob Roy seco, servido en una copa helada.
Entré y permanecí pensativo, considerando los distintos puntos a tener en cuenta.
Primer punto: El único que sabía que yo iba a robar el libro de la casa de Arkwright en Forest Hills Gardens era J. Rudyard Whelkin.
Segundo punto: Whelkin no se enteró de que había conseguido el libro hasta las cuatro de la tarde. Sabía que iba a robarlo la noche anterior, pero existe una gran diferencia entre proponerse algo y lograrlo; Whelkin no pudo estar seguro hasta que telefoneó a la librería y se enteró del resultado de mi visita a Queens. Era probable que el propio Arkwright aún no se hubiese dado cuenta del robo.
Tercer punto: La presencia del sij en la librería no se debía a una extraña coincidencia, a uno de esos azares que dan a la vida el toque de aventura y emoción tan deseable. Para nada. El sij se había plantado en mi librería porque sabía que yo había robado el ejemplar que Arkwright conservaba de La rendición del fuerte Bucklow.
Pensar es una tarea dura. Comprobé la hora y le di otro sorbo a mi Rob Roy.
Suposición: Nada indicaba que el sij tuviese poderes telepáticos. Sabía que yo tenía el libro porque había estado de alguna manera en contacto con Whelkin.
Hipótesis: Era posible que J. Rudyard Whelkin fuese tan poco propenso a desprenderse de quince mil dólares como el resto de los humanos. Al saber que ya tenía el libro en mi poder, envió a su fiel y exótico criado a buscarlo, indicándole que me dejara quinientos dólares para mitigar mi desencanto.
Sólo de pensar en ello me invadió un poderoso sentimiento de rabia. Tomé un par de tragos más y respiré hondo.
Refutación de la hipótesis: No tenía sentido. Si Whelkin pensaba robarme, ¿qué necesidad tenía de enviar a alguien a la librería? Se había tomado la molestia de citarme en la calle Sesenta y seis… podría haber preparado una emboscada más elaborada.
Hipótesis alternativa: El sij era el fiel y exótico criado de otra persona. Whelkin le había comentado que había varias personas interesadas en adquirir el libro en la subasta de Trebizond. Podía ser que alguien hubiese vigilado al comprador, lo hubiese seguido hasta Nueva York con la intención de robarle el ejemplar y hubiese visto con malos ojos que un tal B. G. Rhodenbarr se le adelantara…
La segunda hipótesis parecía más creíble, pero seguían quedando preguntas por resolver. Me pregunté qué ocurriría cuando el jefe del sij tuviese en sus manos el ejemplar de Los tres soldados. Cuanto antes le pasase el libro a Whelkin y cobrase mis quince mil dólares, mejor sabría cómo enfrentarme a ello. La mejor manera de enfrentarse a ello sería tomando unas vacaciones en alguna parte, gastarme parte del dinero y dejar que el tiempo calmase los ánimos. También podía marcharme de la ciudad definitivamente.
Me levanté.
Volví a sentarme.
¿Habría motivos para desconfiar de Whelkin? Estaba casi seguro de que no había enviado al sij, pero ¿y si lo había hecho? Tal vez no hubiese enviado al sij, tal vez ni siquiera supiese que semejante personaje existía, pero ¿por qué no habría de tener sus propios planes para estafarme? Tal vez me hubiese dejado engañar por el ambiente caballeroso del club Martingale. La vida me había enseñado que los ricos no tenían más ganas de compartir sus posesiones que el resto de los humanos. Y yo había aceptado citarme con él en su terreno, para entregarle el libro como si fuese un perro servicial que le lleva el periódico a su dueño. ¡Dios! Ni siquiera estaba seguro de que Whelkin dispusiera de quince mil dólares ni que, de tenerlos, estuviese dispuesto a dármelos.
Fui al servicio de caballeros, con el libro en la mano. Cuando volví a mi mesa, no traía nada en las manos. Me había colocado el libro en la espalda, sujeto con el cinturón y oculto bajo mi chaqueta.
Apuré la copa. Con gusto habría tomado otra, pero sería mejor que lo dejase hasta dar por concluido el asunto que me había llevado hasta allí.
Lo primero es lo primero.
El edificio de la calle Sesenta y seis era una hermosa construcción de color marrón, con una galería en la planta baja. Estaba rodeada de edificios más altos, pero la vieja casa de apartamentos seguía en pie. Subí unos pocos peldaños y estudié los timbres de la entrada.
S. Porlock. 3-D.
Llamé dos veces. No obtuve respuesta, de modo que consulté mi reloj de pulsera. Marcaba las 6.29 y es un reloj que no suele mentir. Volví a llamar al timbre; oí un zumbido y empujé la puerta para que se abriera.
En la planta baja había dos apartamentos, y en los tres pisos restantes, cuatro (al sótano se accedía por otra entrada). Subí por las escaleras enmoquetadas con una mezcla de pavor y expectación. La puerta D quedaba en la zona trasera del edificio. La puerta del apartamento 3-D estaba entornada. Llamé con los nudillos y una mujer de hombros cuadrados me abrió casi de inmediato. Vestía una falda estampada y una chaqueta azul marino con botones dorados. Su cabello moreno lucía un corte irregular de esos que pueden ser obra de un amigo borracho o del peluquero de moda.
—¿Señor Rhodenbarr? Pase, por favor —invitó.
—Tenía una cita con…
—Ruddy Whelkin, lo sé. No tardará en llegar. Acaba de llamar hace diez minutos diciendo que se retrasaría un poco. —De pronto sonrió—. Me ha pedido que le atienda en todo cuanto pueda. Soy Madeleine Porlock.
Estreché su mano.
—Bernie Rhodenbarr —dije—. Pero eso usted ya lo sabía.
—Su fama lo precede. ¿No quiere tomar asiento? ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
—Ahora no, gracias —contesté.
Me refería a la bebida, claro está. Me senté en una butaca de terciopelo verde. La sala era pequeña pero acogedora; además de la butaca, había un sillón de orejas y un sofá Victoriano de palo de rosa. En la pared, detrás de este, colgaba un vistoso cuadro de estilo abstracto que hacía juego con los muebles. Era un bonito salón y así lo dije.
—Gracias. ¿Está seguro de que no quiere un jerez?
—Por ahora, no.
En la radio sonaba música clásica, instrumentos de viento de madera interpretando a Vivaldi, probablemente. Madeleine Porlock cruzó la estancia y bajó el volumen.
Algo en ella me resultaba familiar, pero no atinaba a saber qué era.
—Ruddy no tardará en llegar —repitió.
—¿Hace mucho que lo conoce?
—¿A Ruddy? Parece que hace siglos.
Intenté imaginarlos como pareja. No eran dos nombres fáciles de pronunciar, pero tampoco quedaban tan mal. Él era mucho mayor que ella, por supuesto. Supongo que ella tendría treinta y pocos, aunque adivinar la edad de la gente no se me da nada bien.
¿La conocía de algo?
Estaba a punto de preguntárselo cuando dio una palmada con decisión, como si acabase de descubrir el principio de la gravedad específica.
—Un café —dijo.
—¿Disculpe?
—Tomará un café, ¿verdad? Acabo de prepararlo.
Acepté su oferta porque quería mantenerme bien alerta. Una buena razón para tomar un café. Nos pusimos de acuerdo sobre la leche y la cantidad de azúcar y desapareció para ir en busca de la taza. Me retrepé en la butaca y me puse a escuchar la música y a pensar en lo hermoso que debe de ser saber tocar el fagot. Una vez vendí fagots y son muy caros; además, creo que es un instrumento extremadamente difícil de tocar. No sé ni leer una partitura, de modo que imagino que nunca reuniré valor para comprar un fagot y aprender a tocarlo, pero siempre que escucho un fagot en un concierto o un conjunto de cámara, pienso lo maravilloso que sería irme a dormir una noche tal y como soy y despertar teniendo un fagot y sabiendo tocarlo.
Las cosas son infinitamente más sencillas en la imaginación. Se pueden tomar atajos sorprendentes.
—¿Señor Rhodenbarr?
Cogí la taza que me ofrecía. Se trataba de una taza alta de loza decorada con unos dibujos geométricos. Olí el café. Debo reconocer que tenía buen aroma.
—Espero que le guste —comentó—. Es una mezcla de Luisiana; hace un tiempo que la compro. Lleva achicoria.
—Me gusta la achicoria.
—A mí también —apuntó. Lo dijo como si esa coincidencia marcase el comienzo de algo grande. El quinteto de instrumentos de viento de madera acabó de tocar… el locutor confirmó que se trataba de Vivaldi, y empezó a sonar una sinfonía de Haydn.
Tomé un sorbo de café. Me preguntó si estaba bueno y le aseguré que sí, a pesar de que no era cierto. Percibí un regusto extraño que nada tenía que ver con el azúcar ni con la leche, e imaginé que la achicoria sería una más de esas cosas que creo que me gustan hasta que un buen día descubro que no es cierto.
—Ruddy ha dicho que le traería usted algo, señor Rhodenbarr.
—Así es.
—Parecía muy ansioso. No habrá olvidado traerlo, ¿verdad?
Bebí más café y decidí que no estaba tan malo, en realidad. La sinfonía de Haydn sonaba con eco en aquella pequeña habitación.
—Señor Rhodenbarr.
—Bonita música.
—¿Tiene el libro, señor Rhodenbarr?
Yo sonreía. Me temo que era una sonrisa un poco estúpida, pero no podía hacer nada al respecto.
—Señor Rhodenbarr.
—Es usted muy bonita.
—El libro, señor Rhodenbarr.
—Su cara me resulta familiar. La conozco de algo.
Estaba derramándome el café por encima, sin saber el motivo, y me sentía avergonzado. Pensé que habría sido mejor que no me tomase aquel Rob Roy. Madeleine Porlock me quitó la taza y la colocó sobre la mesilla de cristal.
—Siempre choco con esta clase de muebles —expliqué—. Me refiero a las mesillas de cristal. No las veo. Tropiezo con ellas. Tiene el pelo anaranjado.
—Cierre los ojos, señor Rhodenbarr.
Se me cerraban los párpados. Intenté mantener los ojos abiertos y mirarla. Tenía el pelo anaranjado, pero al mirarla mejor su pelo volvió a ser oscuro. Parpadeé, para ver si se tornaba nuevamente anaranjado, pero se mantuvo inmutable.
—El café —exclamé, súbitamente lúcido—. Me ha puesto algo en el café.
—Recuéstese y relájese, señor Rhodenbarr.
—Me ha drogado. —Me aferré a los brazos de la butaca e intenté levantarme. Pero no pude mover ni la espalda. Mis manos habían perdido la fuerza y mis piernas no respondían.
—Pelo anaranjado —insistí.
—Cierre los ojos, señor Rhodenbarr.
—Tengo que levantarme…
—Recuéstese y descanse. Está usted muy cansado.
Eso sí era cierto. Tomé aire, sacudí la cabeza violentamente intentando despejarme la mente. Craso error… el movimiento hizo estallar mil petardos dentro de mi cráneo. Haydn perdía y ganaba intensidad por momentos. Mis párpados se cerraron de nuevo. Luché por abrir los ojos y la vi inclinarse sobre mí y recordarme lo dormido que estaba.
Mantuve los ojos abiertos. A pesar de mi esfuerzo, mi campo de visión fue reduciéndose y oscureciéndose. Aparecieron manchas negras un poco dispersas y me rendí. Me dejé llevar y sentí que perdía la conciencia.
Soñé que estaba en Turquía y había un terremoto, las casas se desplomaban alrededor de mí, grandes rocas rodaban por las laderas de las montañas. Salí del sueño como el submarinista que intenta alcanzar la superficie para poder respirar. El terremoto turco formaba parte de las noticias de la radio. Los socialdemócratas habían conseguido un aumento de votos considerable en el parlamento belga. Un actor de Hollywood había muerto por una sobredosis de somníferos. Se esperaba que el presidente vetara algo, no se sabía bien el qué.
Cerca, una especie de zumbido rompía la monotonía de las noticias. Conseguí abrir los ojos. Me dolía la cabeza y tenía la boca tan seca que parecía que me hubiese dormido con el algodón del bote de las vitaminas pegado a la lengua. El zumbido sonó de nuevo y me pregunté por qué nadie respondía a la llamada.
Abrí los ojos de nuevo. Evidentemente, se habían cerrado sin que yo me diese cuenta. El locutor de la radio me invitaba a suscribirme al Backpaper Magazine. Realmente no quería, pero ignoraba si tendría fuerzas para negarme. El zumbido continuaba. Deseaba que Madeleine Porlock se levantase del sofá Victoriano y contestase o, por lo menos, hiciese que aquel ruido acabara.
En la radio empezó a sonar música de nuevo. Era algo con violines. Relajante. Volví a abrir los ojos. El zumbido había cesado y sonaron unos pasos en la escalera.
Yo seguía en la butaca, con la mano izquierda descansando sobre el regazo, como si fuese un animalillo muerto. Mi mano derecha estaba sobre el brazo de la butaca, y tenía algo en ella.
Abrí los ojos de nuevo y sacudí la cabeza. En el interior de mi cráneo se movió algo que estaba suelto. Alguien llamaba a la puerta. Me habría gustado que mi querida señora Porlock fuese a abrir, pero su estado no era mucho mejor que el mío.
Llamaron más fuerte a la puerta y volví a abrir los ojos. Esa vez logré erguirme en la butaca y recobrar algo parecido a la conciencia. Tomé aire, parpadeé rápidamente. Recordé dónde estaba y por qué.
Moví la mano izquierda, me palpé la espalda y descubrí que La rendición del fuerte Bucklow había desaparecido.
Bueno, eso parecía.
—¡Abran la puerta!
Llamaban, llamaban, llamaban, y me sentí como el portero de Macbeth. Les pedí que esperasen un minuto. Con la mano izquierda, intenté comprobar si los quinientos dólares del sij seguían en mi bolsillo. Pero no podía llegar hasta ese bolsillo con la mano izquierda. ¿Por qué demonios estaba empleando esa mano? ¡Ah, claro! Porque tenía algo pesado en la derecha.
—¡Policía! ¡Abran la puerta!
Llamaron a la puerta con mayor insistencia. Levanté mi mano derecha. Sujetaba una pistola. La contemplé perplejo, como un estúpido… Luego me la acerqué a la cara y olí el cañón. Reconocí ese aroma particular, mezcla de aceite, pólvora y olor a quemado tan característico de un arma recién disparada.
Miré el sofá, esperando encontrarlo vacío, deseando que lo que me parecía haber visto hacía un momento hubiese sido un espejismo. Pero Madeleine Porlock seguía allí, no se había movido y comprendí que no era probable que volviera a moverse por mucho que la ayudase.
Le habían disparado en la frente, justo donde suelen caer los mechones de pelo, y tuve algo más que una vaga sospecha de cuál podía ser el arma homicida.