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Me habría gustado mirarlo fijamente, pero no podía apartar los ojos de la pistola.

—Tengo algo —dije.

—Sí.

—Lo guardo detrás del mostrador porque tiene un valor sentimental…

—¿Sí?

—Pero ya que es un ferviente admirador de Kipling y demuestra un interés fuera de lo común…

—Venga, el libro.

Nada más dejarlo sobre el mostrador, lo cogió con la mano que le quedaba libre y volvió a sonreír, incluso más que antes. Quiso guardar el libro en el bolsillo pero no entraba. Volvió a dejarlo sobre el mostrador mientras sacaba un sobre que tenía guardado en la chaqueta. No dejaba de apuntarme con el arma, por mucho que yo deseara que dejase de hacerlo.

—Esto es por las molestias —sentenció, dejando caer de golpe el sobre, justo delante de mí. Es usted un tipo razonable.

—¿Razonable? —dije.

—Si no llama a la policía, no habrá problemas. —Sonreía cada vez más—. Sea razonable.

—Como Bruto.

—¿Cómo dice?

—No, perdón, él era honorable, ¿no? Yo soy razonable. —El libro me llamaba a gritos desde el mostrador. Puse la mano encima y dije—: Este libro… Es usted un extranjero y no puedo permitir que…

Lo cogió con furia, la sonrisa dio paso a una mueca de indignación. Al llegar a la puerta, guardó el arma y salió rápidamente del local, en dirección este, hacia la calle Once.

Se fue pero dejó huella.

Lo miré mientras desaparecía. Luego, imagino que suspiré aliviado, y por último cogí el sobre y lo sopesé, como si estuviese decidiendo cuántos sellos debía ponerle. Era un sobre normal, como los que se usan para enviar facturas, pero sin remitente. Un sobre en blanco, de poca calidad.

Rudyard Whelkin había prometido pagarme quince mil dólares por el libro. No sé por qué temí que aquel sobre no contenía quince mil dólares.

Lo abrí. Encontré billetes usados de cincuenta, de series distintas.

Había diez.

Quinientos dólares.

¡Menudo negocio!

Guardé los libros de oferta que tenía expuestos en la calle. Ya no me apetecía mantener abierta la tienda unos cuantos minutos más para vender tres libros viejos por un dólar. Colgué el cartel de cerrado en la ventana y empecé a recogerlo todo. Metí parte del dinero de la caja registradora en mi cartera y el cheque que había obtenido por las obras de Trollope.

Doblé los diez billetes de cincuenta y los guardé en el bolsillo trasero del pantalón. De uno de los cajones del escritorio saqué un libro envuelto en papel marrón, salí de la tienda y cerré todos los candados, como cada noche.

Giré a la izquierda en Broadway, a la derecha al llegar a la calle Trece, y luego subí hasta la Tercera Avenida. La intersección de la calle Catorce con la Tercera Avenida estaba llena de gente adicta a toda clase de sustancias lícitas e ilícitas. Los adictos a la heroína se pinchaban, los alcohólicos se pasaban botellas y los entusiastas de la metadona estaban en trance, recostados contra una pared de ladrillos. Me ajusté el nudo de la corbata (me había puesto la corbata antes de salir de la librería) y pasé, seguro de mí mismo, entre aquel gentío, resistiendo la tentación de comprobar que los billetes siguiesen en mi bolsillo trasero.

Quinientos dólares.

Existe una gran diferencia entre quinientos dólares y quince mil dólares. Esta última cantidad es un buen pago a una dura jornada de trabajo, mientras que la primera es una suma ridícula por la que no merece la pena arriesgar la vida y la tranquilidad, por no mencionar la libertad. De modo que obtener quinientos dólares por La rendición del fuerte Bucklow era como no obtener nada.

Sin embargo, quinientos dólares era una bonita suma por una edición de bolsillo de Los tres soldados, que era lo que mi visitante de la barba y el turbante me había arrebatado a punta de pistola. Supongo que no era exactamente lo que andaba buscando, pero uno no siempre consigue lo que quiere.

Era un libro que normalmente vendía por 1,95 dólares. Llevaba debajo del brazo el ejemplar de Haggard de La rendición del fuerte Bucklow envuelto en papel de embalar marrón. Supuse que el señor Rudyard Whelkin estaría encantado de verlo.

Es curioso cómo suceden las cosas.