No sé a qué hora me metí en la cama, pero milagrosamente desperté a tiempo para abrir la librería a las diez y media. A las once menos cuarto marqué el número que figuraba en la tarjeta de J. Rudyard Whelkin. Dejé que sonara un minuto, y como nadie respondió llamé a información para que me dieran el número del club Martingale. Cobran por hacer esa clase de preguntas, podía haber mirado en las páginas amarillas, pero la noche anterior había ganado una fortuna y no me importaba compartir mi riqueza con los demás.
El encargado de Martingale dijo que no pensaba que el señor Whelkin hubiese reservado nada para aquel día, pero que lo comprobaría, por si acaso. Pasaron unos minutos. El encargado me informó de que el señor Whelkin no había respondido a ninguno de los avisos. ¿Deseaba dejar algún mensaje? Respondí que no.
Entraron un par de curiosos en la tienda. Uno de ellos parecía bastante sospechoso, de modo que no le quité el ojo de encima mientras se paseaba por la sección de biografías y por la de clásicos literarios.
Al final me sorprendió que comprara un ensayo histórico de Macaulay.
Carolyn llegó pasadas las doce, y dejó una bolsa sobre el mostrador.
—Falafel —anunció—. Me apetecía algo un poco distinto. ¿Te gusta el falafel?
—Me encanta.
—Lo he comprado en un puesto de la calle Broadway con la Doce. Nunca sé si el dueño es árabe o israelí.
—¿Qué importa eso?
—Bueno, me molesta equivocarme. Le quería desear una feliz Rosh Hashanah, pero supongo que eso es lo último que desea oír un musulmán, de modo que cogí el cambio y me marché pitando.
—Es la actitud más segura.
—Por cierto, ayer te perdiste una cena estupenda. Me comí la mitad y congelé el resto. Luego miré una nueva serie sobre unas animadoras, le quité el sonido y salí ganando con el cambio. Me acosté temprano, dormí un montón y me sentó fenomenal.
—Tienes muy buen aspecto.
—Tú, sin embargo, tienes mala cara. ¿La soda te da resaca?
—Supongo que sí.
—Tal vez es que has dormido demasiado. A veces ocurre.
—Eso dicen.
Sonó el teléfono. Fui a la trastienda para contestar, porque imaginé que se trataría de Whelkin. Pero era una mujer que me preguntó casi sin aliento si ya había salido el último libro de Rosemary Rogers. Le expliqué que sólo vendía libros de segunda mano y le sugerí que llamase a unos grandes almacenes. Me preguntó el número de teléfono de alguno, y ya tenía la guía telefónica en la mano cuando me di cuenta de lo absurdo de la situación y colgué.
Volví a mi falafel.
—¿Algún problema? —preguntó Carolyn.
—No, ¿por qué?
—Diste un respingo cuando sonó el teléfono. ¿Está bueno el café?
—Sí.
—¿Y el falafel?
—Una delicia.
Los lunes y los miércoles compro la comida y nos reunimos en la Fábrica de Caniches. Los martes y los jueves es Carolyn quien se encarga, y comemos en la librería. Los viernes vamos juntos a algún sitio, aunque nos salga más caro. Por supuesto, podemos cancelar los planes si en el último minuto surge una comida de negocios, como había ocurrido el día anterior con Whelkin.
—No he perdido el tiempo —comenté mientras le pegaba un bocado al falafel.
—Jamás he dicho lo contrario.
—Me he informado sobre los patrones.
—¿En serio? ¿Quién es mi santo patrón?
—Me temo que no tienes ninguno.
—¿Por qué demonios no lo tengo?
—No lo sé. He consultado varios libros y sigues sin figurar en ninguna lista. Desconozco si hay alguna lista exhaustiva en alguna parte. —Fui a buscar los apuntes que había tomado por la mañana—. Ya te había hablado antes de san Juan de Dios, ¿verdad?
—Sí, pero no recuerdo por qué. ¿Era por la tienda?
—Es el patrón de los libreros. Nació en Portugal, en 1495. Era un pastor que se convirtió en borracho y jugador.
—Buen chico… Luego se pasó a la soda y se convirtió en santo.
—El libro no mencionaba la soda. Cuando tenía cuarenta años sufrió una crisis existencial y se marchó a vivir a Granada. En 1538 abrió un negocio…
—De venta de libros, supongo.
—Imagino que sí, pero ¿crees que tenían librerías en aquella época? Casi no existía la imprenta. De todos modos, dos años más tarde fundó la orden de los Padres Hospitalarios y murió diez años después. Y ahora tengo su imagen colgada en mi despacho. ¿Quieres echarle un vistazo?
—No me interesa demasiado, la verdad. ¿Eso es todo cuanto has podido averiguar?
—No. —Consulté mis apuntes—. Me preguntaste si existía un patrón de los ladrones. Dimas es el patrón de los ladrones. Era el buen ladrón crucificado.
—Sí, lo recuerdo.
—También es el patrón de los prisioneros, junto a José Cafasso. Los ladrones y los prisioneros se parecen, aunque no tanto como crees.
—Los prisioneros necesitan dos patrones, porque tienen verdaderos problemas.
—Es posible. Los ladrones de casas no parecen tener un patrón específico, tienen que conformarse con el de todos los ladrones. Aunque siempre está san Dunstan.
—¿Quién?
—El patrón de los cerrajeros. Los ladrones de casas y los cerrajeros realizan prácticamente el mismo trabajo, de modo que ¿por qué no habría de protegerlos Dunstan si están en apuros? Por supuesto, si es necesario, un ladrón puede recurrir a san Judas Tadeo o a Gregorio de Neocesarea.
—¿Por qué?
—Porque son los patrones de los desesperados. Cuando robaba, había momentos en que hubiese necesitado su ayuda. Tampoco sabía que san Antonio de Padua era el patrón de los objetos perdidos.
—De modo que de no encontrar lo que buscabas podías…
—Exacto. ¿Te ríes? Supongo que tendría que dar gracias a san Vito.
—¿El patrón de los bailarines?
—En realidad, es el patrón de los cómicos. El de los bailarines es otro, pero no me preguntes quién…
—¿Qué hay de los peluqueros de perros?
—Seguiré investigando.
—Y sobre las lesbianas. ¿De verdad no has encontrado nada sobre las lesbianas?
—Bueno, se me ocurre uno pero no recuerdo su nombre y no creo que pueda considerarse un santo.
—¿Quieres decir que las lesbianas tienen un patrón masculino?
—Supongo que no es un santo, en realidad.
—Oye, no me tengas en vilo. ¿De quién se trata?
—Ese niño holandés.
—¿Qué niño holandés?
—Ya sabes… El que metía la mano en todas partes…
—A nadie le gustan los chistes de mal gusto, Bernie. ¡Ni siquiera a san Vito!
La tarde transcurrió sin más referencias a los patrones. Realicé unas cuantas ventas menores y le coloqué unos libros de Trollope a un tipo que había llevado semanas pensándoselo. Firmó un cheque de sesenta dólares y se marchó con los ejemplares bajo el brazo.
Cada vez que disponía de un rato libre, llamaba a Whelkin, pero no conseguí comunicarme con él. Como no contestaba a los mensajes en el Martingale le dejé uno en el que le pedía que telefonease al señor Haggard. Imaginé que le parecería suficientemente sutil.
A eso de las cuatro, sonó el teléfono.
—Librería Barnegat —dije, pero nadie contestó. Pensé que se trataba de un bromista, pero por si acaso insistí—: ¿Señor Haggard?
—¿Señor?
Por supuesto, se trataba de Whelkin. Había pasado el día fuera de casa y sin pasar por el club por lo que no había recibido mi mensaje. Hablaba con dificultad, midiendo sus palabras y haciendo extrañas pausas entre frase y frase. Pensé que probablemente habría tomado un martini de más en el aperitivo.
—¿Podríamos quedar esta noche, señor Rhodenbarr?
—¿En el club?
—No, no me parece oportuno. Le daré mi dirección.
—Ya la tengo.
—¿Y eso?
—Me dio su tarjeta —le recordé, y leí la dirección en voz alta.
—Esta noche no estaré ahí —contestó con cierta aspereza. Hablaba como si alguien le hubiese hinchado la lengua con una bomba de bicicleta. Me dio una dirección nueva en la calle Sesenta y seis del West Side, entre la Primera Avenida y la Segunda—. Apartamento número tres —dijo—. Llame dos veces.
—Como el cartero.
—¿Cómo dice?
—¿A qué hora quiere que vaya?
Se quedó pensando unos segundos.
—A las seis y media me iría bien.
—De acuerdo.
—No olvide traer… aquello.
—No olvide llevar… dinero.
—Lo tendré todo preparado.
Qué extraño, pensé mientras colgaba el auricular. Era yo quien había dormido sólo cuatro horas y era él quien parecía exhausto.
No sé de dónde salió el sij. Lo encontré de repente allí, curioseando entre las estanterías. Era un hombre alto y esbelto, de barba negra y turbante. Alguien así no pasa inadvertido, de modo que llamó mi atención de inmediato, pero tampoco permanecí mirándolo fijamente ni me dejó boquiabierto.
Después de todo, Nueva York es Nueva York y un sij no es precisamente un marciano.
Pasadas las cinco, los clientes brillaban por su ausencia. Bostecé y empecé a plantearme cerrar antes de hora. Entonces, el sij salió de detrás de una montaña de libros y se paró delante del mostrador. Lo había perdido de vista y estaba convencido de que se habría marchado.
—Me llevo este —dijo. Me lo tendió para que viera de cuál se trataba. El libro parecía más pequeño de lo normal debido al tamaño de sus grandes manos oscuras. Se trataba de un ejemplar barato de El libro de la jungla de mi amigo Rudyard K.
—¡Ah, sí! —exclamé—. La vida de Mowgli, el niño al que criaron los lobos.
Aquel hombre era más alto de lo que parecía. Lo miré de arriba abajo. Vestía traje gris, camisa blanca y una corbata marrón con un diseño bastante recargado. El turbante era blanco.
—¿Conoce al autor?
Pensé que parecía un maharajá de la India. Me recordaba a uno de esos personajes exóticos que salen en las series televisivas.
—¿Se refiere a Kipling? —pregunté.
—¿Lo conoce?
—Bueno, no personalmente —expliqué—. Murió en 1936. —Le agradecía al señor Whelkin sus lecciones de historia.
Mi interlocutor sonrió. Poseía una dentadura bastante perfecta, grande y más blanca que su camisa. Su rostro era normal, pero tenía unos ojos tristes y grandes, de un marrón similar al de los abrigos de visón pasados de moda, justo los que la señora Kirschmann no quería como regalo de Navidad.
—¿Conoce su obra? —inquirió.
—Sí.
—Tiene más libros, ¿verdad? Al margen de los que se encuentran en las estanterías.
En el fondo de mi cerebro sonó de inmediato una voz de alarma.
—Todo cuanto tengo está a la vista —contesté con prudencia.
—Otra clase de libro, quizá. Algo más… privado.
—Me temo que no.
La sonrisa se convirtió en un rictus amargo enmarcado por la espesa barba negra. El sij metió una mano en el bolsillo de su americana. Al sacarla, empuñaba una pistola. Se colocó de forma que nadie pudiese ver el arma desde la calle y me apuntó directamente al pecho.
Se trataba de una automática pequeña, con acabados en níquel. Existen armas de imitación con ese aspecto, pero mi intuición me decía que de aquel cañón no saldría una llama para encender un pitillo.
Un arma tan pequeña en una mano tan grande tendría que haberme parecido ridícula. Pero les diré algo, las pistolas no suelen parecerme ridículas cuando me apuntan con ellas.
—Por favor —comenzó con tono paciente—, seamos razonables. Ambos sabemos qué ando buscando.