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Conocí a J. Rudyard Whelkin un sábado por la mañana, unas dos semanas antes de mi pequeña incursión en casa de los Arkwright. Los Yankees acababan de perder los dos primeros partidos de la liga y la noche anterior había visto cómo un chico que casi no tenía edad para afeitarse batía a Reggie Jackson con todas las bases cubiertas. La mañana era gris y húmeda, a juego con mi estado de ánimo.

Aún no había entrado ningún cliente, pero no me importaba en absoluto. Me había instalado detrás del mostrador y estaba leyendo un libro de bolsillo. No me gusta guardar los libros de bolsillo, los pocos que hay en la tienda suelo vendérselos a un tipo que tiene un negocio en la calle Tres esquina con la Dieciséis y sólo trabaja con esa clase de material.

Sin embargo, en ocasiones, antes de vendérselos, los leo. Aquel día estaba leyendo una novela de Richard Stark sobre Parker. Parker es un profesional del crimen, pero todas las novelas siguen un mismo patrón: Parker dirige una banda de estafadores, va a sitios como Spartanburg, en Carolina del Sur, para comprar armas y un camión, convence a un dentista de Yankton Falls de que lo ayude a blanquear el dinero, la banda da el golpe pero algo se tuerce. Si todo fuera bien, los libros se acabarían hacia la página setenta y, a estas alturas, Parker sería dueño de una isla en el Caribe.

Cuando estuve en la cárcel descubrí que todos eran seguidores de Parker. Mis compañeros de presidio leían todo cuanto caía en sus manos sobre él, aunque no supiesen leer sin mover los labios. Juro que había chalados que se dedicaban a ir citando extractos, los preferidos eran los pasajes en que Parker agredía a alguien. Un ladrón de cajas fuertes se divertía contando cómo Parker zanjó sus diferencias con un miembro de su banda que se había vuelto indeseable: le partió unos huesos y lo abandonó en un pantano. Me fascinaba que Parker hubiese decidido romperle los huesos sin dudarlo.

Acababa de llegar al punto en que Parker llama urgentemente a Ray McKay, que está cenando en Presque Isle, Maine, cuando oí que sonaban las campanillas de la puerta de la librería anunciando que tenía compañía. Escondí el libro de bolsillo y me acerqué al mostrador. Después de todo, los libreros de antiguo tienen una imagen que preservar. Se supone que no leemos literatura barata.

Se trataba de un hombre corpulento, de rostro congestionado y papada de bulldog, con cuatro pelos color caoba peinados hacia atrás sobre un cuero cabelludo rosa salmón. Vestía una chaqueta a cuadros en tonos marrones con parches en los codos, una gabardina color tabaco, una camisa beis con botones en el cuello y una corbata color chocolate de punto. Los pantalones también eran beis, los zapatos, marrones y puntiagudos. Tenía la nariz larga y estrecha, y un bigote canoso de soldado de la guardia real. Sus cejas eran dos desordenadas marañas de color rojizo; los ojos (pardos, para hacer juego con el resto) tenían algunas venillas marcadas y su mirada era fría y penetrante.

Preguntó si el señor Litzauer tardaría en regresar y le informé acerca del cambio de dueño.

—¡Ah! —exclamó—. Ahora entiendo por qué nunca telefoneaba. Soy coleccionista, ¿sabe?, y él siempre me avisaba cuando caía en sus manos algún ejemplar interesante.

—¿Qué colecciona exactamente?

—Sobre todo, obras de poetas victorianos, pero, en general, todo cuanto es de mi agrado. Me gustan los autores con dominio de la métrica, como Thomas Hood, Algernon Charles Swinburne, William Mackworth Praed. Por supuesto, mi preferido es Kipling.

Le comenté que todo cuanto había en la tienda estaba a la vista en las estanterías. Echó un vistazo y yo saqué el Parker de su escondrijo y volví a sumergirme en el mundo del hampa. Dos de los esbirros de Parker estaban a punto de tender una emboscada a un tercero cuando mi cliente de la chaqueta a cuadros se plantó de nuevo ante el mostrador, con un libro pequeño encuadernado en tela en la mano. Se trataba de una antología de los poemas de Austin Dobson y costaba unos seis o siete dólares, no recuerdo. Pagó y se lo envolví.

—Si ve algo que pueda interesarme, no dude en llamarme —dijo. Me tendió su tarjeta de visita. En ella figuraba su nombre, su dirección de la calle Trece y su teléfono. No sugería ni por asomo su profesión.

—Colecciona Kiplings —comenté mirándolo a los ojos.

—Entre otros, sí.

—¿Se trata de un asunto de familia?

—¿Lo dice por mi nombre? —Sonrió abiertamente—. Claro, es normal que lo parezca. Pero no, en realidad no soy pariente de Kipling. Rudyard no es nombre de persona, es el nombre de un lago, ¿sabía?

—¿En serio?

—Un lago de Staffordshire. Los padres de Kipling se conocieron en una merienda a orillas del lago Rudyard. Cuando nació su hijo, le pusieron el nombre del lago. En realidad, su nombre de pila era Joseph, pero desde niño todo el mundo lo llamaba Ruddy.

—¿Cómo se llama usted?

—James, pero tampoco lo uso. James Rudyard Whelkin. Yo tenía ocho años cuando murió Kipling, y recuerdo muy bien ese día. Fue en 1936, dos días después de que enterraran a Jorge V. En nuestra casa aquel fue un día de luto, como comprenderá. Mi padre era un gran admirador de Kipling. Tenía que serlo para llamar a su único hijo como el poeta, ¿no le parece? Me llamaron Rudyard por Kipling, no por el lago de Staffordshire. «Primero muere el rey y luego el bardo del imperio», comentó mi padre. «Recuerda mis palabras, Ruddy, en menos de dos años estallará una guerra en Europa». Tardó menos de un año, por supuesto, y supongo que la muerte de Kipling no tuvo nada que ver con que Hitler invadiera Polonia, pero en la mente de mi padre todo estaba relacionado entre sí. —Sonrió abiertamente y arqueó las pobladas cejas—. ¿A usted le interesa Kipling, señor Rhodenbarr?

—Lo leí de pequeño.

—Debería releerlo ahora. Después de años de ostracismo, vuelve a estar de moda. ¿Ha leído Kim recientemente? ¿O La luz que fallaba? O… pero supongo que leer no debe de ser lo que más le apetece hacer en su tiempo libre, ¿me equivoco? Imagino que cuando llega la hora de cerrar, estará aburrido de tanta letra impresa.

—Sigo disfrutando con la lectura. Y es posible que vuelva a leer a Kipling.

—Hágalo. En su librería tiene varias obras interesantes. —Lanzó una mirada prudente a cada lado—. Dígame, ¿cree que podría comer conmigo hoy mismo? Quisiera proponerle algo que tal vez le interese.

—Acepto encantado.

—Quedemos en mi club, entonces. ¿Conoce el Martingale? ¿Qué le parece a las doce y media?

Contesté que sabía dónde se encontraba el club y que las doce y media me parecía una buena hora.

Aquel hombre había conseguido despertar mi interés.

El club Martingale le quedaba que ni pintado, tanto por su modo de vestir como por su comportamiento ligeramente esnob y pasado de moda. El local se encontraba en la esquina de Madison Avenue con la calle Trece. La decoración consistía en incómodos muebles de roble y un sinfín de cabezas de animales disecados.

Comimos en un apartado del segundo piso bajo la fría mirada de un búfalo que había muerto por un disparo de Theodore Roosevelt, según rezaba el cartel. Nos sirvieron una mezcla de carne con guisantes aplastados y patatas fritas demasiado blandas. El camarero que nos sirvió ese amasijo poco apetecible tenía los ojos legañosos y caminaba como si padeciese un horrible dolor de pies. Parecía más desconsolado que el búfalo.

Whelkin y yo hablamos sobre libros durante toda la comida y decidimos no pedir postre. Nuestro triste camarero trajo una cafetera plateada como las que suelen utilizarse en las cafeterías de los trenes. El café era incluso mejor que el de los viejos trenes que iban a Pensilvania: intenso y aromático.

Nuestra mesa estaba cerca de una ventana. Me tomé el café mientras contemplaba Madison Avenue. Empezaban a instalarse los vendedores callejeros de castañas y galletas calientes que llegaban siempre con el inexorable cambio de estación. Desde aquella ventana no se podían ver caer las hojas, pero se sabía del paso del tiempo por la presencia de los vendedores.

Whelkin se aclaró la voz, interrumpiendo mis pensamientos.

—¿Le he dicho que también colecciono la obra de Henry Rider Haggard? —preguntó.

—Creo que lo ha mencionado en algún momento.

—Fue un hombre muy interesante. Hizo por Sudáfrica lo que Kipling por la India. Ella, Las minas del rey Salomón… Bueno, estoy seguro de que conoce su producción.

—Más o menos.

—Kipling y Rider fueron grandes amigos. Ambos estaban molestos con el grupo Bloomsbury. Ambos vivieron lo suficiente como para sufrir el olvido de su propia gloria literaria. El público creyó que no eran más que defensores de un imperialismo desacreditado. ¿Conoce el poema de J. K. Stephens?

Ni siquiera conocía al autor del que me hablaba, pero eso no impidió que me citara el poema de memoria.

¿Llegará algún día el momento

que nos salve de la infamia

de una prosa sin razón,

y de un verso sin melodía?

Cuando el mundo deje de maravillarse

del genio del estúpido,

y la torpe excentricidad de un joven

no asegure su éxito.

Cuando la humanidad se libere

de las batallas con rifles

y los escribanos se estremezcan

y salten hechos añicos.

Cuando se calle a los imberbes,

y enmudezcan los aburridos.

Cuando los Rudyards se duerman

y los Haggards dejen de actuar.

Llenó nuevamente las tazas de café y dijo:

—Desagradable crítica, ¿no? No es más que una de tantas. De todos modos, eso los unió aún más. Haggard pasaba tanto tiempo en la casa que Kipling tenía en Surrey como en la suya propia. De hecho, trabajaban juntos en el estudio de Kipling, se sentaban en extremos opuestos de una misma mesa, luchando con la inspiración y garabateando furiosamente el resultado.

—¡Qué interesante! —exclamé.

—Eso creo. Poco después del armisticio de 1918 los dos amigos decidieron organizar la Liga para la Libertad, una especie de grupo anticomunista que nunca llegó a nada concreto. La Liga recibió muchas críticas y tuvo poca repercusión ¿Conoce el poema al que me refiero?

—Me temo que no.

—Es bastante ocurrente.

Los bolcheviques son unos canallas

dijo Kipling a Haggard

y beben como cosacos

dijo Haggard a Kipling.

Son unos extranjeros indeseables

dijo Rudyard a Rider.

Su patria es la crueldad

dijo Rider a Rudyard.

—Podría citarle otros similares, pero será mejor que lo deje estar.

Estuve a punto de agradecerle que se callara. Empezaba a creer que me había confundido, que aquel hombre me había invitado a comer para citarme versos. Bueno, por lo menos, el café estaba bueno.

—Cuando la Liga de la Libertad acabó —prosiguió—, Kipling pasó una mala temporada. Su salud era pésima: sufría gastritis crónica, lo cual puede ser un aviso de cáncer. Tenía úlceras en el duodeno. Se deprimió y se volvió medio loco.

»Estaba obsesionado con una única idea: que una curiosa alianza de financieros judíos internacionales y de judíos bolcheviques se aprestaba a destruir el imperio británico. Dos grupos de judíos tan dispares se habían unido para destruir el Cristianismo y arrebatarle a la corona inglesa sus colonias lejanas. Kipling no era la clase de persona antisemita por naturaleza, y semejante idea no le duró mucho y apenas se ve reflejada en su obra.

»Pero en esa época escribió una obra sumamente extraña de tema antisemita. Se trata de un poema narrativo, de tres mil doscientos versos llamado La rendición del fuerte Bucklow. En él se cuenta cómo un magnífico regimiento inglés trata de salvar la India de una revolución iniciada por un grupo de agitadores judíos. Está claro que la batalla del fuerte Bucklow no es sólo una lucha decisiva para ganar la guerra sino, además, un símbolo de la lucha entre el bien y el mal. Dios y el demonio se enfrentan para decidir el destino de la humanidad.

»¿Recuerda a Learoyd, Ortheris y Mulvaney, de Los tres soldados? En esta obra Kipling los retoma y los convierte en los héroes que rescatan el fuerte Bucklow para honrar a Dios y al rey Jorge. Describe batallas cruentas, y en uno de los pasajes dos hombres están cara a cara, al igual que en la Balada del Este y del Oeste, pero el pobre Kipling no estaba demasiado inspirado cuando escribió este poema. El tema es absurdo, la realización algo floja, y contiene elementos que parodian su propio estilo. Solía gustarle llegar a los límites de la parodia, pero en esa ocasión se excedió.

»Es posible que más tarde él mismo se diera cuenta de ello, porque nunca sacó a la luz su visión de la conspiración judía. En lugar de darle el poema a sus editores londinenses, como había pensado en un principio, se limitó a realizar una tirada privada de pocos ejemplares.

—¿Sí?

—Así es, en efecto. Kipling encontró un editor llamado Smithwick & Son, en Turnbridge Wells. No sé si Smithwick había impreso algún otro libro antes o después de aquel, pero está claro que imprimió esa obra con una tirada de sólo ciento cincuenta ejemplares. La impresión no es de gran calidad, porque Smithwick no estaba preparado para ello, pero cumplió con su cometido y ahora el libro es una pieza de colección.

—No me extraña, con ciento cincuenta ejemplares nada más…

Whelkin sonrió y dijo:

—Esa es la cantidad que se imprimió, pero ¿cuántos cree que han logrado sobrevivir hasta ahora?

—Ni idea. ¿La rendición del fuerte Bucklow? El título no me suena para nada.

—No me extraña.

—¿Cincuenta ejemplares? ¿Setenta y cinco? No sé qué cabe esperar en esta clase de situaciones.

Ya no quedaba café. Whelkin frunció el entrecejo e hizo sonar una campanilla que había en la pared. No dijo una sola palabra hasta que el camarero trajo más café recién preparado.

—Kipling escribió el poema en 1923 —prosiguió—. Quería darle un ejemplar a los amigos más íntimos como regalo de Navidad, pero Smithwick no logró publicarlo antes de las vacaciones. De modo que Kipling decidió conservar los ejemplares hasta las siguientes Navidades, pero parece ser que ese año volvió en sí y se dijo que el poema era una vil patraña antisemita, y que, además, rimaba mal.

»Como tenía por costumbre, le había dedicado un ejemplar a su mujer, Carrie. Le pidió que se lo devolviera. Le había regalado otro a un vecino de Surrey, llamado Lonsdale, el día de su cumpleaños, y consiguió que también él se lo devolviera a cambio de otros libros. Los dos libros, junto con los demás, las pruebas de impresión y el manuscrito original fueron a parar a la chimenea de Bateman.

—¿Bateman?

—Así se llamaba la casa de Kipling. En una carta no fechada, pero evidentemente escrita en el otoño de 1924, Kipling le cuenta a un familiar londinense que se ha sentido como si fuese un judío pecador sacrificando a su propio hijo dándolo a las llamas. «Pero mi hijo era malo, y un desafío, y lo he quemado con cierta satisfacción». —Whelkin suspiró aliviado, dio unos sorbos a su café y dejó la taza en el plato—. Ese fue el final de La rendición del fuerte Bucklow.

—Pero no lo fue, en realidad.

—Por supuesto que no, señor Rhodenbarr. Rider Haggard seguía teniendo un ejemplar del libro. Kipling le había dado un ejemplar a su mejor amigo nada más recibir los libros. ¿Es posible que olvidara pedírselo cuando intentó destruirlos todos? No lo creo.

»Haggard estaba muy enfermo. Kipling le había dedicado el libro y había añadido unas frases de su puño y letra, un párrafo en el que comentaba que compartía con Haggard el deseo de frenar a los judíos en su intento de holocausto o algo similar. Creo que en los fondos de la Universidad de Texas se encuentra una carta en la que Rider Haggard le agradece el regalo y elogia el poema. Supongo que después de todo ello, Kipling no tuvo valor para desacreditar su contenido y pedirle que le devolviera el ejemplar. El caso es que el libro seguía entre las pertenencias de Haggard cuando este murió, un año después.

—¿Qué fue del poema?

—Se vendió junto con el grueso de la biblioteca de Haggard, sin que llamara la atención de nadie, en un principio. Nadie sabía que ese libro existía, y seguramente lo vendieron junto con otras obras de Kipling a precio de saldo. Tras la muerte de Kipling, debió de salir a la luz que había escrito un poema de contenido antisemita. Los grupos fascistas ingleses querían recuperarlo para difundirlo, y se sospecha que Unity Mitford le seguía la pista al ejemplar de Haggard cuando estalló la guerra entre Inglaterra y Alemania.

»No se supo nada más hasta después de la guerra. El ejemplar de Haggard acabó en manos de un barón del Norte que a su vez lo vendió a un personaje poderoso. El libro pasó de mano en mano hasta que se suponía que iba a aparecer en las subastas que Trebizond & Partners organizó con las pertenencias de lord Ponsonby.

—¿Se suponía?

—Sí. —Asintió con la cabeza—. Figuraba en el catálogo y supuestamente iba a salir a subasta. Hace unas seis semanas, tomé un vuelo a Londres para adquirir el libro. Sabía que me enfrentaría a duros competidores. Algunos coleccionistas de Kipling son verdaderos fanáticos, sobre todo ahora que vuelve a estar de moda. La Universidad de Texas tiene una biblioteca muy surtida, y el fondo Kipling es uno de los más conocidos. Supuse que no sería la única institución interesada en comprar el ejemplar.

—¿Y esperaba conseguirlo usted?

—Bueno, iba a intentarlo. No sabía cuánto estaban dispuestos a pagar los demás ni cuál era mi límite. Al llegar a Londres me enteré de que había un jeque saudí dispuesto a comprar el lote completo, y se rumoreaba que el agente de un príncipe indio o un maharajá tenía órdenes de pagar cantidades desorbitadas por conseguir obras de Kipling. ¿Podría yo superar las ofertas de semejantes personajes? No lo sé. La rendición del fuerte Bucklow es un libro único e interesante, pero casi nadie lo conoce y, por lo tanto, no es una obra de las llamadas importantes. En realidad, se trata de una obra de pésima calidad literaria. —Frunció el entrecejo y arqueó las cejas—. De todos modos, me habría gustado participar en la subasta.

—Pero ese lote no salió a subasta…

—Los herederos lo retiraron antes. El representante de Trebizond se excusó y se mostró bastante indignado. Tenían un acuerdo con los herederos que impedía cualquier clase de trato privado antes de la subasta. Pero ¿qué podían hacer? El comprador se había llevado el libro, los herederos habían cobrado el dinero y no había nada más que añadir.

—Pero ¿por qué realizar una venta privada?

—Por los impuestos, señor Rhodenbarr. Los impuestos, derechos de herencia, renta… Los impuestos nos hacen picaros ¿no? ¿Qué demonios puede ser más atractivo que el dinero negro? Dinero contante y sonante, que pasa por debajo de la mesa… Los herederos pueden alegar que el libro es una especie de reliquia familiar con un valor sentimental incalculable que les impide deshacerse de él o incluso jurar que se ha quemado en un incendio. Cualquier cosa. Nadie les creerá, pero ¿qué importa?

—¿Quién compró el libro?

—Los de Trebizond dicen no tener ni idea, claro. Y los herederos no se mostraron muy comunicativos… La versión oficial era que el libro no se había vendido. —Apoyó los codos sobre la mesa y juntó los índices—. Investigué la cuestión por mi cuenta. El comprador de La rendición del fuerte Bucklow fue Jesse Arkwright, un comprador de obras de arte recién llegado a la escena internacional.

—Un coleccionista, supongo.

—No, señor; no es un coleccionista sino un comprador. Un ricachón a quien le gusta rodearse de objetos de valor con la esperanza de que eso mitigue la fealdad de su alma. Tiene una buena biblioteca porque eso encaja con la imagen que quiere dar. Posee libros, algunos de ellos muy notables, pero sólo porque los libros son esenciales en una biblioteca. Pero no es un coleccionista, y sobre todo no es un coleccionista de obras de Kipling.

—Entonces, ¿por qué…?

—¿Por qué adquirir ese libro? Porque yo lo quería, señor Rhodenbarr. Es así de sencillo.

—¿Cómo?

—¿Recuerda la Spinning Jenny?

—Era una danza de moda, ¿no?

Me lanzó una mirada de desaprobación.

—Era una máquina —sentenció—. La primera máquina capaz de hilar algodón. Sir Richard Arkwright la patentó en 1769 y con ello inició la industria textil inglesa.

—Entiendo —comenté—. La revolución industrial y todo aquello…

—Y todo aquello —repitió—. Jesse Arkwright dice ser descendiente de sir Richard. No veo por qué tendría que creerle cuando no me inspira confianza en nada. Su apellido significa «constructor de arcas», de modo que tal vez su próxima locura sea pedirle a un genealogista que rastree su estirpe hasta llegar a Noé.

—¿Y compró el libro para evitar que usted lo adquiriera?

—En una ocasión tuve algo que él quería. Creo que esta era su forma de devolverme la pelota.

—Y no lo venderá por nada del mundo.

—En efecto.

—Y no existe más ejemplar que ese.

—Ningún otro que se sepa.

—Y usted sigue queriendo adquirir ese libro.

—Más que nunca.

—¡Menuda casualidad que fuese a la librería Barnegat esta mañana!

Me miró fijamente.

—Me llamó por mi nombre antes de que pudiese decirle cuál era —continué—. No venía a buscar al señor Litzauer sino a mí. Y no le intereso porque vendo libros usados sino porque antes era un ladrón. Cree que aún lo soy.

—Yo…

—No cree que la gente pueda cambiar. Es peor que la policía. Si has sido ladrón en algún momento, lo serás toda la vida… ¿Eso imagina?

—Me he equivocado —aceptó, y bajó la vista.

—No —añadí—. Ha acertado.