Cuando cruzaba el puente Queensbord se me ocurrió echar un vistazo al indicador de gasolina. La aguja estaba totalmente a la izquierda, ni siquiera me quedaba la esperanza de la reserva, y todavía me faltaba cerca de un kilómetro para llegar al otro extremo del puente. Intenté imaginar qué ocurriría si me quedaba sin una gota de gasolina en mitad del East River. Los cláxones empezarían a sonar, y cuando los cláxones suenan la policía no tarda en llegar. Primero se mostrarían comprensivos: los automovilistas suelen olvidarse de llenar el depósito, pero su simpatía se esfumaría al comprobar que estaba conduciendo un coche robado. Además, se preguntarían por qué demonios había robado un coche sin comprobar el depósito de gasolina.
Yo mismo me hacía esa pregunta. Seguí adelante, pero levanté el pie del acelerador al tiempo que trataba de recordar las pautas que daban los ecologistas para economizar gasolina. Nada de acelerones ni frenazos bruscos, y no calentar demasiado el motor al arrancar por las mañanas. Eran buenos consejos, pero no me parecía que fuesen a dar buenos resultados; me aferré con fuerza al volante y esperé a que el motor se parase y el mundo se derrumbara sobre mí.
No ocurrió nada de eso. Al salir del puente encontré una gasolinera y le pedí al muchacho que llenase el depósito. El coche era un viejo Pontiac cuyo motor jamás había oído nada acerca de la crisis del petróleo; me senté y vi cómo se tragaba ochenta y tres litros de súper. Me pregunté cuál sería la capacidad del depósito. Unos setenta y cinco litros, supuse al advertir que el surtidor tenía el contador trucado. En este mundo, el pez grande se come al chico.
La broma costaba quince dólares y pico. Le di un billete de veinte al muchacho, quien en lugar de darme el cambio sonrió y señaló un pilar entre dos surtidores en el que había un cartel que rezaba: «Ayúdenos a impedir el crimen». Después de las ocho de la tarde, había que disponer del importe exacto o pagar con tarjeta. Desconozco si con ello impedían el crimen, pero sin duda le sacaban partido.
Llevaba encima un par de tarjetas. En alguna ocasión las había utilizado para abrir puertas, aunque no es tan sencillo como se pretende hacer creer en la televisión. Pero no quería que quedase constancia de mi paso por Queens ni que nadie anotase los datos del Pontiac. De modo que dejé que aquel mocoso insolente se quedase con el cambio, sonreí de mala gana y me fui hacia Queens Boulevard rezongando.
No se trataba del dinero. Lo que de veras me molestaba era el haber estado circulando con el depósito estúpidamente vacío. La verdad es que no suelo robar coches. Casi nunca conduzco, y, cuando lo hago, los de la empresa de alquiler se encargan de que me encuentre el depósito lleno. Puedo llegar a Vermont antes de tener que pensar en la gasolina…
Aquella noche no iba a Vermont, sólo a Forest Hills, y podía haber tomado el metro tal y como había hecho unos días antes, cuando me había acercado en misión de reconocimiento. Pero no me apetecía regresar a casa en metro; cuando tengo los brazos llenos de pertenencias de otra persona, prefiero evitar los transportes públicos.
Al ver el Pontiac en la calle Setenta y cuatro me pareció una señal del cielo. Ese modelo es tan fácil de abrir y tan sencillo de poner en marcha con un puente… y aquel modelo tenía matrícula de Jersey, de modo que a nadie podía sorprender que mi conducción fuese un poco excéntrica. Además, era poco probable que el dueño fuese a denunciar el robo. Estaba aparcado junto a una boca de incendios; lo más probable era que pensase que se lo había llevado la grúa.
Jesse Arkwright vivía en Forest Hills Gardens. Forest Hills es un barrio de clase media que se encuentra al sur de Flushing Meadows, en el centro de Queens. En tres de cada cuatro casas vive una mujer que se mata a hacer aeróbic cuando no está en una reunión de Comedores Compulsivos. Pero Forest Hills Gardens es un barrio dentro de otro barrio, una reserva de personas respetables pertenecientes a la alta burguesía. Las casas tienen tres plantas con tejados de dos aguas. La mínima parcela de césped está meticulosamente cortada y los arbustos perfectamente ordenados. La sociedad de vecinos es propietaria de las calles y se encarga de repararlas y conservarlas. Los vecinos son los únicos con derecho a aparcar en toda la zona.
De vez en cuando, se cuela en el barrio algún coche de gente menos privilegiada, y sus ocupantes escandalizan a las amas de llaves e intentan robar algún bolso de cocodrilo. Un grupo de agentes de seguridad privados patrulla las calles las veinticuatro horas del día para que el riesgo de que eso ocurra sea mínimo. No llegan al extremo de Beverly Hills donde los peatones son seres sospechosos, pero todo está bajo estrecha vigilancia.
En Copperwood Crescent, una calle elegante en forma de semicírculo, las medidas de seguridad son incluso más severas. Las casas son de piedra maciza y en ellas viven un heredero de una compañía naviera, dos mafiosos de poca monta, el dueño de una funeraria y una buena cantidad de ciudadanos pudientes. Un coche de policía se encarga personalmente de la seguridad de esa calle y de las cuatro adyacentes: Ironwood Place, Silverwood Place, Pewterwood Place y Chancery Drive.
Si Forest Hills Gardens es el pastel, Copperwood Crescent es la guinda.
No me costó mucho encontrarla. En mi anterior visita me había dedicado a pasear por el vecindario con un mapa de bolsillo y un sujetapapeles: un hombre con un sujetapapeles siempre queda bien. En su momento había encontrado fácilmente Copperwood Crescent, y no me costó volver a encontrarla. Al pasar con el Pontiac por delante de la casa señorial de Jesse Arkwright, reduje ligeramente la velocidad. Tras las cortinas de las ventanas de las tres plantas se veían luces encendidas.
Seguí hasta el final de Copperwood Crescent y giré para meterme en Bellnap Court, un callejón sin salida que no formaba parte del circuito de los guardas de seguridad de Copperwood, Ironwood, Silverwood, Pewterwood y Chancery. Aparqué junto al bordillo, entre dos robles, y saqué la varilla que hacía de puente para apagar el motor.
En la calle sólo pueden aparcar coches que lleven el distintivo correspondiente, pero con eso sólo se pretende que el barrio no se llene de visitantes indeseables durante el día. La grúa no trabaja por la noche. Dejé el coche y fui caminando hacia Copperwood Crescent. No vi coche de policía alguno ni me encontré con ningún paseante.
Las luces de la casa de Arkwright seguían encendidas. Sin dudarlo, me dirigí hacia el callejón que quedaba a la derecha del edificio. Saqué mi linterna de bolsillo y alumbré a través de una de las ventanas del garaje. Había un lustroso Jaguar aparcado en una esquina, pero el resto estaba vacío.
Perfecto.
Me acerqué a la puerta trasera. Debajo del timbre, en el marco de la puerta, había una placa metálica con cerradura. El punto de luz roja encendida indicaba que la alarma antirrobos estaba activada. Si yo hubiese sido el señor Arkwright habría bastado con dar una vuelta a la llave indicada para desactivar el sistema de seguridad. Pero si intentaba insertar algo que no fuese la llave correcta, las sirenas empezarían a sonar y en la comisaría más cercana se enterarían en cuestión de segundos.
Bien.
Llamé a la puerta. No había rastro del coche y la alarma estaba encendida, pero la precaución nunca está de más; un buen ladrón no corre riesgos: es la clase de persona que usa tirantes y cinturón, por si acaso. Ya había llamado antes a ese timbre, cuando llegué con mi sujetapapeles haciendo extrañas preguntas sobre un inexistente servicio de alcantarillado. Entonces había oído por primera vez aquel carillón de cuatro notas que resonaba por toda la casa. Pegué la oreja a la puerta y escuché con atención; una vez que se apagó el eco de las cuatro notas, no distinguí ruido alguno. Ni pasos, ni nada que hiciese sospechar la presencia de seres humanos. Llamé de nuevo y por segunda vez no oí nada.
Perfecto.
Volví hacia la parte trasera de la casa. Me quedé quieto por unos instantes. Era una noche muy agradable, corría una brisa suave y fresca. Desde allí no podía ver la luna, pero sí multitud de estrellas. Lo que más me impresionaba era el silencio. Queens Boulevard estaba a pocas manzanas de distancia, pero no se oía ningún coche. Supongo que los árboles filtraban cualquier ruido.
Me sentí como si estuviese a cientos de kilómetros de Nueva York. La casa de los Arkwright parecía una mansión de novela gótica situada en lo alto de una colina azotada por el viento.
Pero no tenía tiempo para imaginaciones. Me puse los guantes de goma, muy apretados pero con las palmas abiertas, para mayor comodidad, y me dirigí hacia la puerta de la cocina, con idea de echar un vistazo.
Doy gracias a Dios por la existencia de las alarmas antirrobo y las puertas blindadas y los sistemas de alta seguridad. Desmotivan a los aficionados y dan a la gente una agradable sensación de seguridad. De no existir, todo el mundo apilaría sus pertenencias en las cajas de seguridad de los bancos. Además, le dan más emoción al oficio de ladrón, algo que siempre me ha encantado. Si cualquier pelagatos pudiera robar sin problemas, ¿qué gracia tendría?
La casa de los Arkwright estaba equipada con una alarma de primera categoría, una Fischer System modelo NCN-30. Comprobé que estaba conectada con todas las puertas y ventanas de la planta baja. Es posible que no lo estuviera con las ventanas de los pisos superiores, mucha gente no se toma la molestia de instalarla de forma integral, pero no quería escalar el muro para descubrir que me había equivocado, de modo que opté por engañar al sistema de detección.
Existen varios métodos para anular una alarma. El más directo y contundente es cortar la electricidad de la vivienda. Semejante opción carece de sutileza (se apagan todas las luces) pero, además, es contraproducente cuando se trabaja con sistemas tan sofisticados como el NCN-30 porque disponen de un generador de emergencia que activa las alarmas en caso de fallo eléctrico (algo que puede resultar bastante incómodo cuando la luz se va de forma accidental).
Bien. Opté por incluir unos cuantos cables más en el sistema de detección, de manera que siguió trabajando perfectamente pero sin cubrir la puerta de la cocina. El Séptimo de Caballería podría atravesar esa puerta sin que el NCN-30 protestara en absoluto. Todo ello supera con creces la capacidad resolutiva del ladrón medio… ¿No es una suerte que yo no sea un ladrón medio?
Con la alarma fuera de combate, centré mi atención en la sólida puerta de roble, el siguiente problema táctico. La cerradura original podía abrirse con una ganzúa, pero tenía dos más, una Segal y una Rabson. Sostuve mi pequeña linterna con una mano y mi manojo de llaves maestras en la otra y me puse manos a la obra, pegando la oreja de vez en cuando a la puerta (ocurre como con las conchas, si se escucha con atención, se puede oír el bosque). La última cerradura cedió, hice girar el tirador y empujé lentamente, pero sin resultado.
La puerta estaba cerrada por dentro con un cerrojo. Alumbré el marco hasta que lo situé y recurrí a un pequeño utensilio que me había fabricado con un trozo de sierra; lo introduje por la rendija y lo moví arriba y abajo hasta que el cerrojo se partió. Empujé la puerta por segunda vez y, por increíble que parezca, ¡había una cadena de seguridad que la detuvo cuando apenas empezaba a abrirla! Podría haber intentado partirla, pero era más sencillo meter la mano y desatornillar la cadena del marco.
Empujé por tercera vez, la puerta se abrió sin problemas e hice una entrada ilegal digna del mejor profesional. Me detuve por unos segundos, orgulloso y radiante. Luego, cerré la puerta y los pestillos. El cerrojo ya estaba roto, pero dediqué unos minutos a reparar la cadena y colocarla.
Después me dispuse a inspeccionar la casa.
No hay nada que me guste más.
Olviden todo cuanto le dije a Ray Kirschmann. Es cierto que estoy haciéndome mayor. Es cierto que me da pereza la idea de correr ante perros guardianes o para evitar los disparos de un propietario airado o que las autoridades decidan encerrarme en alguna celda de alta seguridad. Es cierto, es cierto, todo eso es cierto, pero ¿y qué? Nada de todo ello me importa cuando estoy en casa ajena, con los preciados bienes de otros expuestos ante mi vista como comida a la hora de un banquete. ¡Demonios, no me siento tan viejo, no estoy tan asustado!
Tampoco me enorgullezco de ello. Podría defender la idea de que el criminal es el auténtico héroe existencialista de nuestra época, pero ¿para qué? Ni siquiera yo lo creo. No me hago ilusiones acerca de los delincuentes, y lo peor de la cárcel es que uno está obligado a tratar con ellos. Preferiría vivir como un hombre honrado entre personas honradas, pero todavía no he dado con una meta honesta que me tiente. Me encantaría que robar fuese algo moral, pero no lo es. Yo he nacido ladrón, y me encanta.
Crucé la despensa y una cocina enorme cuyo suelo de baldosas empalmaba con el pasillo que llevaba a una sala de estar bastante clásica. Las luces que había visto desde la calle eran cálidas e inundaban la habitación. La lámpara era una maravilla en sí misma: de hierro y cristal, un modelo de Tiffany en forma de libélula. Había visto una parecida en una tienda de antigüedades de Madison Avenue; la etiqueta marcaba mil quinientos dólares y de eso ya hacía unos cuantos años.
Pero no había ido hasta el corazón de Queens para robar muebles. Tenía otro motivo mucho más concreto, y no iba a encontrar lo que buscaba en el comedor. Tampoco era necesario que revisara toda la casa, pero las costumbres son las costumbres, y no pude evitarlo.
Las luces me facilitaron la tarea; no fue necesario que encendiese la linterna. Estaban conectadas a un temporizador, de modo que se encendían solas al anochecer y se mantenían así hasta la madrugada, indicando claramente a todo el que lo observara, que no había nadie en casa.
Me dije que eran muy considerados al dejar las luces encendidas para los ladrones.
La lámpara estaba sobre un despacho estilo francés. Cuatro de los seis cajones se encontraban vacíos, pero en otro había un reloj de bolsillo marca Patek Philippe con una escena de caza grabada en la caja.
Cerré el cajón sin tocar el reloj.
El comedor merecía la pena. Junto a la cubertería de plata se encontraban dos vajillas de porcelana inglesa y varios servicios de mesa de marca. Porcelana y cristal de excelente calidad.
No toqué nada.
La biblioteca era verdaderamente magnífica.
Medía unos seis metros de largo por unos tres de ancho. El suelo, de parquet, estaba prácticamente cubierto por una imponente alfombra Kerman. Las paredes estaban llenas de estanterías de roble hechas a medida. En el centro de la habitación, bajo una lámpara de pantalla de Tiffany, habían instalado una mesa de billar de tamaño reglamentario. Al fondo, dos retratos de los antepasados de Arkwright lanzaban sendas miradas de aprobación desde sus solemnes marcos ovales.
En la pared, había dos colgadores, uno con tacos de billar, otro consistía en un armario lleno de pistolas y escopetas de caza. Por lo demás, un par de mullidas sillas de cuero; una barra bien surtida, con copas de cristal labrado con un dibujo de unos pájaros en pleno vuelo; toda clase de bebidas en cantidad suficiente para poner a flote un yate, además de las botellas de jerez, oporto y brandy que había en toda la habitación. Una caja de caoba con tabaco con varias pipas normales y dos de espuma de mar. Una caja de puros habanos. Había objetos de bronce, de madera, de cuero… y sentí un deseo irreprimible de cerrar la puerta, servirme un armagnac bien seco y quedarme allí de por vida.
Sin embargo, opté por echarle un vistazo a los libros. Eran viejos, pero no de los que se compran a un dólar. Había muchos encuadernados en cuero, sin abrir, biografías de personajes versallescos desconocidos y prerrevolucionarios. También había otros ejemplares increíbles que yo nunca había visto más que en los catálogos de los más prestigiosos libreros de antiguo y tiendas de subastas de renombre. Encontré una primera edición de una de las novelas de Smollet más difíciles de encontrar: Las aventuras de sir Laurence Greaves. Además, contaba con encuadernaciones de lujo, primeras ediciones, ejemplares del Limited Editions Club, ediciones personales… todo ello colocado sin orden ni concierto.
Cogí uno de los libros. Estaba encuadernado en tela verde y su tamaño era algo mayor que el de un libro de bolsillo. Lo abrí y leí la presentación de la hoja de guarda. Eché un vistazo a su contenido, lo cerré y volví a colocarlo en la estantería.
Dejé la biblioteca tal y como la había encontrado.
En las escaleras no había luz. Encendí mi linterna de bolsillo y subí y bajé tres veces. Uno de los peldaños crujía; me fijé para evitarlo: el cuarto empezando desde arriba.
Los otros eran tranquilizadoramente silenciosos.
En el dormitorio principal había dos camas gemelas con sendas mesillas de noche. El armario de él y el armario de ella. Sus trajes de Brooks Brothers y sus zapatos de cordobán. Me encantó uno de los trajes azul marino con unas rayas muy discretas. Se parecía bastante al que yo llevaba puesto. El otro armario estaba lleno de vestidos y pieles. Había un abrigo que habría vuelto loca a la mujer de Ray. Todo era ropa de marca. Uno de los cajones del tocador (estilo francés, lacado en blanco con un ribete dorado) estaba lleno de joyas. Me llamó la atención un anillo pequeño pero con mucho estilo: un rubí hermosamente tallado, rodeado de pequeñas perlas.
Sobre una de las mesillas había algo de dinero: doscientos dólares en billetes de diez y de veinte. En la otra mesilla encontré una cartilla de ahorros: dieciocho mil dólares a nombre de Elfrida Grantham Arkwright.
No me llevé nada de todo eso. Ni los pendientes de oro que había en el primer cajón, ni los gemelos y el alfiler de corbata de platino, ni ninguno de los relojes de bolsillo. Nada de nada.
En el estudio de Jesse Arkwright, ubicado en la segunda planta, descubrí una serie de cartillas bancarias. En el primer cajón del escritorio había siete, atadas con una goma, junto a unos cuantos sellos de correos, libros de cuentas y unos cuantos minerales de colección. Todas las cartillas tenían un saldo medio razonable y en total alcanzaban los seiscientos mil dólares.
Les contaré algo. Así descanso unos segundos.
Una vez conocí a un tipo que me explicó la siguiente anécdota. Estaba saqueando un apartamento de Murray Hill, llenando la funda de una almohada con joyas y objetos de plata hasta que encontró una cartilla con un saldo de cinco ceros. Era un tipo listo, vació la almohada y volvió a dejarlo todo en su sitio. Lo arregló para que pareciera que jamás había entrado y se marchó con la cartilla en el bolsillo. Pensó que así los inquilinos no sospecharían que los habían saqueado y no echarían de menos la cartilla, de modo que él podría sangrarles el dinero sin que se dieran cuenta.
¡Menudo plan de ensueño! A la mañana siguiente se presentó en ventanilla con una solicitud de retirar fondos en una mano y la cartilla en la otra.
No pensaba sacar una gran suma… pero resultó que el cajero conocía personalmente a los titulares de la cuenta y lo siguiente que recuerda mi amigo es que lo invitaron a unas vacaciones bastante largas en la prisión de Dannemora, que es donde lo conocí.
Así pues, no robo cartillas.
Tampoco robo monedas como esos Krugerrands de oro que se estampan en Sudáfrica para los inversores interesados en el metal amarillo. Me gusta el oro (¿a quién no?) pero en el cajón en que estaban las monedas también había una pistola, y las pistolas me desagradan tanto como me agrada el oro. Las que había en la biblioteca estaban para decorar, pero la función de aquella era disparar a los intrusos.
Mejor olvidar los Krugerrands. Mejor olvidar también los pájaros de cristal de Bohemia de las estanterías, los jarrones art nouveau y los pisapapeles lujosos… Encontré un cenicero de Lalique igual que el que había en la mesa de la sala de estar de mi abuela, un precioso jarrón Daum Nancy y adornos de Baccarat y Millefiori a porrillo y…
¡Estaba empezando a saturarme! No podía mirar hacia ninguna parte sin ver lo menos diez cosas que desearía robar. Sobre cada superficie lisa del estudio descansaban objetos de bronce impresionantes. Además de los habituales toros, leones y caballos, había un camello arrodillado delante de un legionario. El legionario llevaba un quepis en la cabeza y tenía una expresión de dolor en el rostro, como si estuviese harto de oír bromas sobre el síndrome del legionario.
Encontré dos álbumes de sellos. Uno era una colección de sellos del mundo que no parecía valer demasiado, pero el otro contenía una muestra especial de sellos escoceses exclusivos. Lo ojeé y comprobé que no tenía demasiados espacios en blanco.
Luego estaba la colección de monedas. ¡Señor, una colección de monedas! No se trataba de un álbum sino de una docena de cajas de cartón negras, de cinco centímetros de ancho y diez de alto. Cada una contenía dos sobres de monedas. No disponía de tiempo para mirarlas todas, pero no resistí la tentación de abrir una al azar. Se trataba de monedas muy valiosas, fuera de circulación y numeradas.
¿Cómo podía no llevármelas?
Las deje allí. No me llevé nada.
Estaba en una de las salas de invitados de la segunda planta paseando el haz de luz de mi linterna por la pared y contemplando una litografía de Rouault cuando oí que llegaba un coche. Miré la hora, eran las 23.23. Me quedé quieto, escuchando cómo se abría la puerta del garaje, y esperé a que se detuviera el motor del coche. La puerta del garaje volvió a cerrarse y dejé de prestar atención para dirigirme hacia las escaleras que conducían a la tercera planta. Cuando Jesse Arkwright metió la llave en la cerradura, yo estaba acurrucado en un rincón del último piso. Desactivó la alarma antirrobo y abrió la puerta. Juraría que oí unas seis cerraduras antes de que él y Elfrida entrasen en el domicilio conyugal.
Sonaron unas voces que apenas pude oír. Me enjugué el sudor de la frente con una de las manos enguantadas. Aquello era algo que había previsto, había comprobado las escaleras que llevaban a la última planta para asegurarme de que no chirriaban.
De todos modos, no me gustaba nada. Los ladrones pueden trabajar en público, pero yo prefiero la soledad. Si los dueños de la casa llegan antes de que acabe mi trabajo, me siento incómodo y me marcho corriendo.
Pero en esa ocasión estaba obligado a esperar.
Dos pisos más abajo silbaba una tetera. Alguien la retiró del fuego. Por un momento, confundí aquel sonido con el de la sirena de la policía. Intenté controlar mis nervios respirando hondo y rogándole al patrón de los ladrones que me diese una dosis extra de serenidad.
Tal vez no hubiese estado tan desencaminado al decirle a Kirschmann que ya no tenía edad para todo esto. Tal vez estuviese perdiendo la sangre fría. Tal vez…
No me sentía cómodo en cuclillas. Comencé a sentir agujetas en los pies. El pasillo estaba cubierto con una moqueta marrón claro. La pisé con cuidado y me acerqué a la parte de la casa que daba a la calle. Junto a la ventana, una lámpara de pie equipada con un temporizador lanzaba sus cuarenta vatios de potencia que iluminaba la cortina. Parecía la habitación de la criada, aunque hoy en día ya casi nadie emplea servicio a tiempo completo.
Vi una cama estrecha adosada a la pared y me acosté. Me tapé con el edredón verde y dorado y cerré los ojos.
No podía oír gran cosa desde allí. En determinado momento me pareció oír unos pasos. Luego creí distinguir el ruido de las bolas de billar y me dije que alguien debía de estar jugando en la biblioteca. Pero supongo que eso no era más que fruto de mi imaginación, que intentaba compensar la falta de información. Era de esperar que el comportamiento de los Arkwright después de una noche en el teatro fuese bastante previsible. Regresar a casa a eso de las once y media y tomar una taza de café con algún dulce. A continuación Elfrida subiría al dormitorio con una revista de crucigramas, Jesse daría unos toques en la mesa de billar, bebería un trago, leería unas páginas de alguno de sus clásicos encuadernados en piel y subiría al dormitorio para reunirse con su esposa.
Tal vez diese una rápida inspección a la planta principal para asegurarse de que todo estaba en orden, antes de irse a la cama. Cabía la posibilidad de que encontrase el cerrojo de la puerta de la cocina en el suelo y comprendiese que algún tipo listo lo había serrado. Tal vez, mientras yo luchaba contra esas horribles ideas, él estuviese con el auricular en la mano, a punto de llamar a la comisaría más cercana.
Pensar que podía haber estado en el ballet, viendo a un ruso imitar a las gacelas. O con Carolyn comiendo carne asada y bebiendo cerveza alemana. O en mi casa, metido en la cama.
Me quedé donde estaba, sin mover un solo pelo.
A la una y media me puse de pie. Hacía media hora que no se oía ningún ruido en toda la casa. Bajé con cuidado por las escaleras, pasé por delante del dormitorio de la pareja rezando para que estuvieran profundamente dormidos. Llegué a la segunda planta como quien pisa huevos, a pesar de llevar zapatos silenciosos. Bajé por las escaleras hasta la planta principal. No me costó mucho recordar que convenía evitar el cuarto escalón empezando desde arriba: había pasado los últimos veinte minutos pensando obsesivamente en ello.
Todas las luces estaban apagadas salvo la lámpara del comedor, que parecía infatigable. No necesité la linterna para encontrar la puerta de la biblioteca, pero al entrar alumbré un poco aquí y allá.
Arkwright había pasado por allí. Sobre la mesa había un taco y unas cuantas bolas. Sobre una de las mesillas descansaba una copa y habían desplazado una de las sillas. La copa estaba vacía, pero todavía olía a coñac… a buen coñac, a juzgar por el aroma.
En la misma mesilla había un ejemplar de las obras de Sheridan, encuadernado en piel roja. Buena lectura para antes de dormir.
Me dirigí hacia las estanterías. Me pregunté si la rutina nocturna de Arkwright le habría llevado a echar un vistazo al pequeño volumen encuadernado en tela verde. Ni idea, seguía donde lo había dejado. Pero aquel era uno de sus tesoros, sin duda le habría echado un vistazo.
Cogí el libro y lo guardé en el bolsillo de mi chaqueta. Coloqué los demás ejemplares para disimular el espacio vacío.
Y salí de la biblioteca.
Al entrar en la casa habían vuelto a conectar la alarma. La alarma seguía, pues, guardando todo el edificio a excepción de la puerta de la cocina. Salí por esa misma puerta, la cerré con las tres cerraduras, pero tuve que olvidarme de la cadena y no podía hacer nada con respecto al cerrojo que había roto poco antes. Nadie es perfecto.
No obstante, si se tenía en cuenta la forma en que había arreglado la alarma para que protegiese de nuevo la puerta de la cocina, yo rozaba la perfección. Mi instinto me gritaba que abandonase la propiedad de los Arkwright mientras aún estuviese a tiempo, pero me bastaron unos minutos y un trozo de cinta aislante para dejar los cables como si nadie los hubiera tocado jamás.
¿Prurito profesional? Yo prefiero verlo como el inexorable avance hacia la excelencia.
Cuando estaba a punto de llegar al extremo de Copperwood Crescent surgió un coche de policía. Sonreí a sus ocupantes y los saludé distraídamente con la cabeza sin dejar de caminar. Siguieron felices y, ¿por qué no? Sólo se trataba de un hombre bien vestido, un caballero distinguido que no llamaba la atención en ese barrio.
No habían visto los guantes de goma porque antes de abandonar la propiedad de los Arkwright los había doblado y guardado en el bolsillo.
El Pontiac seguía donde lo había dejado. Volví a hacer el puente para encender el motor y me puse en marcha. Al cabo de un rato estaba de vuelta en la calle Setenta y cuatro. Una de las ventajas de robar un coche aparcado junto a una boca de incendios es que se puede dejar de nuevo en el mismo sitio. Así lo hice, lo dejé pegado a la boca de incendios a pesar de que había un perro asqueroso meándose en ella. Quité el cable que hacía contacto y salí del coche, con cuidado de dejar bajados todos los seguros, antes de cerrar.
El dueño del perro, igualmente asqueroso, me explicó, con la correa en una mano y un rollo de papel higiénico en la otra, que me pondrían una multa. No supe qué contestar, de modo que me marché sin decir nada.
—Están locos —le dijo al perro—. Aquí todo el mundo está loco, Max.
Estuve de acuerdo con él.
Al llegar a casa comí queso con galletas crujientes y me serví un whisky para festejar la ocasión. Me dejé llevar por la emoción que embarga a la gente cuando las cosas, curiosamente, han salido a pedir de boca. La tensión, la incomodidad y la ansiedad merecían la pena por llegar a un final así.
Cuando horas antes estaba en aquella incómoda cama, no podía dejar de pensar en todos los tesoros que contenía la mansión de los Arkwright. El dinero, las joyas, los sellos, las monedas, las obras de arte. Me imaginaba aparcando una camioneta en el jardín y robándolo todo: desde las alfombras orientales de los suelos hasta las lámparas de cristal del techo. Me dije que aquella era la única forma de robar en semejante casa; quien pretendiese seleccionar, se volvería loco. No sabría qué robar primero.
¿Y qué había obtenido a cambio de tanta incomodidad?
Cogí el libro con cuidado de no tirarle whisky por encima, a pesar de que con los años ya le habían ido tirando distintas cosas encima. Realmente no parecía nada excepcional, al mirarlo de cerca descubrí fallos que antes me habían pasado inadvertidos. La portada se había mojado en algún momento y estaba estropeada. Algunas páginas estaban manchadas. Los últimos cincuenta años no parecían haber sido demasiado benignos con aquel pequeño ejemplar, y dudaba que ningún librero lo considerase excelente.
Lo hojeé, leí unas líneas aquí y allá. La calidad métrica de la composición era innegable, y el autor era muy hábil con las rimas, pero a mí me parecían ripios.
Pensar que por llevarme semejante cosa había dejado escapar Krugerrands, monedas fuera de circulación, piezas de Baccarat y Daum Nancy. Por ese libro había vuelto a guardar el anillo de rubí y perlas en su estuche.
El señor Whelkin se habría sentido orgulloso.