En cuanto salió, metí sus cuarenta dólares en mi cartera e inmediatamente se convirtieron en mis cuarenta dólares. Rebajé el precio del Steinbeck a quince dólares y lo coloqué al lado de sus compañeros. Al hacerlo, descubrí que había varios volúmenes fuera de sitio, y me entretuve ordenándolos.
Entraron varios clientes, curiosearon y se marcharon. Vendí unos cuantos libros baratos y un ejemplar de las Églogas de Virgilio publicado por el Heritage Club (la encuadernación era buena, pero el agua la había estropeado y el lomo estaba ligeramente rascado; precio: ocho dólares cincuenta). La mujer que adquirió el libro también estaba algo ajada, tenía cara de boba y la cabeza cubierta de rizos anaranjados. No era la primera vez que venía a la tienda, pero sí que compraba, de modo que me sentí optimista.
La observé mientras salía con su Virgilio y luego me acomodé tras el mostrador con una edición de Los tres soldados publicada por Grosset & Dunlap. Últimamente me dedico a leer los pocos libros de Kipling que tengo en la tienda. Algunos ya los había leído tiempo atrás, pero no era el caso de Los tres soldados. Estaba disfrutando de veras mi encuentro con Ortheris, Learoyd y Mulvaney cuando las pequeñas campanillas de la puerta sonaron, anunciando un visitante.
Levanté la vista. Frente a mí estaba un hombre que vestía uniforme azul. Su expresión parecía franca y amigable, pero mi profesión me ha enseñado a no juzgar un libro por la portada. Se trataba de Ray Kirschmann, el mejor policía que el dinero podía comprar, y estaba a la venta siete días por semana.
—¡Hola, Bern! —saludó mientras apoyaba un codo sobre el mostrador—. ¿Has leído algo bueno últimamente?
—Hola, Ray.
—¿Qué estás leyendo? —Se lo mostré, y sentenció—: ¡Basura! Tienes una tienda llena de libros, deberías leer algo decente.
—¿Qué es algo decente?
—Joseph Wambaugh, Ed McBain. Alguien que no hable con rodeos.
—Lo tendré en cuenta.
—¿Cómo va el negocio?
—Bastante bien, Ray.
—Te sientas ahí, compras libros, los vendes y te ganas la vida, ¿no?
—Así son las cosas en América.
—Ya. ¡Menudo cambio para ti!
—Bueno, me gusta trabajar, Ray.
—Me refiero a que supone un gran giro en tu carrera, ¿no? Pasar de ladrón a librero. ¿Sabes qué parece? Un título. Deberías escribir un libro. De ladrón a librero. ¿Te molesta si te hago una pregunta, Bernie?
Y si me molestase, ¿qué?, pensé.
—No —contesté.
—¿Qué demonios sabes tú de libros?
—Bueno, siempre he sido un gran aficionado a la lectura.
—Supongo que te refieres a tus estancias en la cárcel.
—Incluso cuando estaba fuera, desde bien niño. Ya sabes que decía Emily Dickinson: «No hay mejor forma de viajar que un libro».
—Como entretenimiento está bien, pero supongo que no te dedicabas a coleccionarlos pensando en abrir una librería más tarde.
—El negocio ya estaba en marcha. Yo era un cliente habitual desde hacía varios años. Me enteré de que el dueño quería venderlo para marcharse a Florida.
—Supongo que ahora estará tostándose al sol.
—De hecho, me han comentado que abrió otra librería en San Petersburgo. No soportó la inactividad.
—Bueno, mejor para él. ¿Cómo lograste reunir suficiente dinero para comprar esta tienda, Bernie?
—Me había hecho con unos cuantos dólares.
—Ya… ¿Heredaste de algún familiar o algo así?
—Algo así.
—Entiendo. Creo que el invierno pasado, en enero, estuviste fuera un mes o más, ¿me equivoco?
—Enero y parte de febrero.
—Imagino que estuviste en Florida, haciendo lo que mejor se te da, diste un buen un golpe y volviste con un alijo de joyas importante. Te emocionaste y pensaste que ya era hora de que el hijo de la señora Rhodenbarr se buscase una tapadera decente.
—¿Eso imaginas, Ray?
—Así es.
Reflexioné por un instante y luego dije:
—No fue en Florida.
—Tal vez Nassau, Saint Thomas. ¡Qué más da!
—En realidad fue en California, en el condado de Orange.
—Es lo mismo.
—Y no fueron joyas. Se trataba de una colección de monedas.
—Siempre buscas esa clase de cosas.
—Bueno, son una magnífica inversión.
—No contigo suelto. Sacaste un buen pellizco por las monedas, ¿verdad?
—Digamos que salí adelante.
—Y compraste este negocio.
—Exacto. El señor Litzauer no pedía mucho. Puso un precio justo a las existencias y se olvidó de los muebles y de la mala voluntad.
—Librería Barnegat. ¿De dónde sacaste el nombre?
—Era el que tenía. No quería comprar un cartel nuevo. Litzauer tenía una casa de veraneo en Barnegat Light, en la costa de Jersey. En el cartel se ve un faro.
—No lo he visto. Podrías llamarla Librería del Ladrón. Tu eslogan podría ser «Estos libros son un robo»… ¿Lo pescas?
—Supongo que lo pescaré algún día.
—¡Eh! ¿Te estoy importunando? No era esa mi intención. Es una buena tapadera, Bern, realmente lo es.
—No es una tapadera. Me dedico a esto.
—¿Cómo?
—Me gano la vida así, Ray, y sólo así. Me dedico a los libros.
—¡Por supuesto!
—Estoy hablando en serio.
—En serio, entiendo.
—Sí, en serio.
—Ya. Déjame que te cuente por qué he venido a verte. El otro día estaba pensando en ti. Mi mujer no me dejaba en paz. ¿Has estado casado?
—No.
—Estás demasiado ocupado sentando la cabeza; tal vez el matrimonio sea el siguiente paso. No hay nada como casarse para obligar a un hombre a sentar la cabeza. Todavía estamos en octubre, pero dice que este año el invierno será muy duro. ¿Conoces a mi mujer?
—Hablé con ella por teléfono en una ocasión.
—Me dijo: «Las hojas están empezando a caer muy pronto, Ray. Eso quiere decir que nos espera un invierno frío». En realidad, es al contrario; cuando las hojas caen tarde es cuando viene el frío.
—¿Prefiere que haga frío?
—Le gusta que haga frío si ella puede estar caliente. Quiere que le regale un abrigo de pieles.
—Entiendo.
—Mide un metro setenta, más o menos, y usa talla cuarenta y cuatro. De vez en cuando se pone a régimen y rebaja hasta la cuarenta, otras se hincha de pasta y necesita una cuarenta y seis. De todos modos, imagino que los abrigos de pieles no tienen que sentar como un guante, ¿no?
—Ni idea.
—Quiere uno de visón. Nada de animales salvajes o especies en extinción; es una gran defensora de los animales. A los visones los crían en granjas especialmente para esto, no los cazan ni se desangran atrapados en una trampa ni nada por el estilo… Lo único que hacen es matarlos con gas y quitarles la piel.
—Supongo que a los visones les encanta. Debe de ser tan agradable como ir al dentista.
—En cuanto al color, no creo que haya problema. Basta con que sea uno de los tonos de moda: platino, champán. Nada de esos marrones oscuros pasados de moda.
Asentí al tiempo que imaginaba a la señora Kirschmann envuelta en pieles. No sabía cuál era su aspecto, pero pensé en una mujerona robusta algo tonta.
—¡Ah! —comprendí de repente—. Todo esto estás contándomelo por algo.
—Bueno, Bern, he pensado que…
—Estoy fuera del circuito, Ray.
—Se me ha ocurrido que, tal vez, en alguno de tus trabajos podrías encontrar un abrigo de pieles, no sé si me explico. He pensado que tú y yo somos viejos amigos, que hemos pasado mucho juntos y…
—Ya no me dedico a robar, Ray.
—No quiero que me lo regales, Bernie. Te pagaría algo por él.
—Ya no robo, Ray.
—Entendido, Bern.
—No soy tan joven como antes. Uno nunca cree que algún día se hará viejo, pero empiezo a notar el peso de los años. Cuando uno envejece, todo se complica. No me apetece ir otra vez a la cárcel, Ray. No me gusta la experiencia.
—Hoy en día son como casas de campo.
—Entonces es que han cambiado mucho en los últimos años, porque te aseguro que nunca me pareció un lugar agradable. Se encuentra uno mejores personas en los trenes nocturnos.
—Un tipo como tú podría conseguir un buen trabajo en la biblioteca de la prisión.
—Sí, pero sigues pasando las noches entre rejas.
—De modo que te has vuelto honrado, ¿verdad?
—Así es.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? En todo este rato no ha entrado ni un solo cliente.
—Es posible que tu uniforme los espante, Ray.
—O puede que el negocio no marche tan bien como cabría esperar. ¿Cuánto tiempo hace que vendes libros, Bern? ¿Seis meses?
—Casi siete.
—Apuesto a que ni siquiera sacas para pagar el alquiler.
—Me defiendo —marqué la página de Los tres soldados, cerré el libro y lo dejé en el estante que había detrás del aparador—. Esta mañana he ganado cuarenta dólares con un solo cliente y te aseguro que fue más fácil que robar.
—Eso no es gran cosa. Los tipos como tú suelen sacar veinte de los grandes en una hora y media si las cosas van bien.
—O acabamos en la cárcel, según el caso.
—Cuarenta dólares… No creo que eso te haga cambiar de vida.
—Es distinto ganar dinero honrado que conseguirlo por otros medios.
—Sí, en este caso la diferencia es considerable, unos 19 960 dólares. Bern, esto es pura calderilla. Sé sincero, no puedes vivir sólo de esto.
—Nunca robé tanto como crees. No me pegaba la gran vida, Ray. Tengo un pequeño apartamento en el West Side, no salgo por las noches, lavo la ropa en casa. El almacén está lleno de libros. ¿Podrías echarme una mano?
Hicimos a un lado el mostrador y dijo:
—Fíjate qué curioso. Un policía y un ladrón trabajando juntos. Deberían sacarnos una foto. ¿Cuánto sacas por todo esto? ¿Cuarenta centavos por uno, un dólar por tres? ¿Y con eso ganas para vestir?
—Soy un buen negociante.
—Escucha, Bern, si no quieres ayudarme con lo del abrigo por algo en concreto…
—Policías… —dije, y suspiré.
—¿Qué pasa con nosotros?
—Un tipo se rehabilita y os negáis a creerle. Os pasáis la vida intentando guiarnos hacia el buen camino…
—¿Cuándo diantres he intentado guiarte hacia el buen camino? Eres un ladrón de primera clase. ¿Por qué iba a querer que cambiases?
Llegó la hora de cerrar y por fin se dio por vencido mientras yo llenaba una bolsa de novelas de misterio. Se puso a hablar de su compañero, un joven elegante, de voz suave, gran aficionado a los caballos y con un discreto gusto por las anfetaminas.
—No paraba de perder y lamentarse por ello —explicó Ray—, pero se volvieron las tornas. Ahora siempre gana en las carreras y te aseguro que me caía mejor cuando era un fracasado.
—No puede tener suerte eternamente, Ray.
—Eso digo yo. ¿Qué es esto? ¿Has colocado persianas metálicas en las ventanas? No quieres arriesgarte, ¿verdad?
Bajé las persianas y las cerré.
—Bueno, en realidad ya estaban puestas —contesté, algo tenso—; pensé que sería mejor usarlas.
—Claro, ¿para qué ponerle las cosas fáciles a los ladrones? Entre ladrones no hay corporativismo, ¿verdad? ¿Y si te olvidas la llave, Bern?
No respondí. Tampoco creo que esperara que lo hiciese. Chasqueó la lengua y apoyó su pesada mano en mi hombro.
—Supongo que llamarías a un cerrajero —dijo—. Ahora que ya no eres un ladrón, sino sólo un tipo que vende libros, ya no sabrías cómo forzar la cerradura.
La librería se encuentra en la calle Once entre Broadway y University Place. Cerré y me marché con la bolsa de libros hasta llegar, unas puertas más abajo, a una peluquería de perros llamada Fábrica de Caniches. Carolyn Kaiser tenía un yorkshire sobre la camilla y estaba cortándole las uñas.
—¿Ya es la hora? —exclamó—. Acabo con Príncipe Felipe y estaré lista para salir. Si no bebo algo fresco empezaré a ladrar como un chihuahua.
Me acomodé en el sofá mientras Carolyn daba los últimos toques a la pedicura del terrier y lo colocaba de nuevo en su jaula. No dejó de quejarse de la insensibilidad de su amante. Randy había llegado tarde la noche anterior, borracha, despeinada y armando escándalo. Carolyn estaba harta.
—Creo que ha llegado el momento de romper —comentó—, pero no sé cómo me siento con respecto a esa ruptura. Y no lo sé porque no puedo entrar en contacto con mis sentimientos y supongo que si no puedo entrar en contacto con mis sentimientos es posible que tampoco pueda sentirlos, de modo que será mejor que vayamos a un bar, a ver si así me siento mejor. ¿Qué tal ha sido tu día, Bernie?
—Ha sido bastante denso.
—Sí, pareces cansado. Este olor me pone enferma. Me siento como si llevase perfume de meados de perro.
Fuimos al Bump Rap, un bar que se encontraba a unos metros de allí. En la gramola sonaba música country. Nos sentamos en los taburetes de la barra mientras Barbara Mandrell cantaba algo sobre el adulterio. Carolyn pidió un martini con vodka y hielo. Yo, una soda con limón. El camarero me miró con aprobación y Carolyn con desaliento.
—Estamos en octubre.
—¿Y?
—El préstamo no tienes que devolverlo hasta la primavera.
—Así es.
—¿El médico te ha prohibido beber o algo así? ¿Tu hígado necesita unas vacaciones?
—Sencillamente no me apetece beber.
—Estás en tu derecho. ¿Cuál es el problema? ¿He dicho algo malo?
Le expliqué la historia de Ray Kirschmann y el abrigo de visón de su mujer, y Carolyn comenzó a emitir sonidos que reflejaban su solidaridad. Se nos da bien hacer de amigo comprensivo el uno con el otro. Está frisando la treintena, tiene el cabello corto y oscuro y unos ojos increíblemente claros. Mide uno sesenta con tacones pero nunca los usa, porque dice que la hacen parecer una boca de incendios, algo preocupante teniendo en cuenta la clase de clientela que frecuenta su negocio.
La conocí poco después de comprar la librería. A Randy la veo menos y tengo menos confianza con ella. Carolyn lleva la Fábrica de Caniches en solitario. Randy es camarera, o lo era hasta que la despidieron por insultar a un cliente. Es más alta y delgada que Carolyn, un año o dos más joven y bastante coqueta. Randy y yo somos amigos, pero Carolyn y yo somos amigos del alma.
Mi amiga del alma lanzó un chasquido de comprensión.
—Los policías son un incordio —declaró—. Randy tuvo una aventura con un policía. ¿Te lo había contado alguna vez?
—Me parece que no.
—Fue en esa crisis que sufrió hace unos tres meses, justo antes de aceptar que, en efecto, es lesbiana. Creo que intentaba negar una parte de sí misma. Se acostó con docenas de hombres. Resultó que el policía era impotente. Ella se burló de él y él le colocó la pistola en la sien. Pensó que iba a matarla. Ojalá lo hubiera hecho… ¿Por qué vuelvo a hablar de ella?
—Es culpa mía.
—¿Tienes planes para esta noche? ¿Sigues saliendo con aquella mujer de la galería de arte?
—Decidimos que era mejor seguir cada uno por su lado.
—¿Y qué pasó con la poetisa loca?
—No acabamos de encajar.
—Entonces, ¿por qué no vienes a cenar? He dejado una exquisitez en el horno. Lo preparé esta mañana, antes de recordar que soy una estúpida. Es carne con cebollitas, champiñones y un sinfín de cosas buenas. Además, puedo ofrecerte una botella de cerveza alemana para acompañar, o Perrier, si lo de la abstinencia va en serio.
Di un sorbo a mi bebida y dije:
—¡Me encantaría! Pero esta noche no puedo.
—¿Tienes algún plan?
—No, pero estoy agotado. Me apetece ir directo a casa y vegetar. Mis planes no incluyen actividad alguna más allá de rezarle una oración a san Juan de Dios.
—¿Debería conocerlo?
—Es el patrón de los libreros.
—¡No me digas! ¿Y quién es el patrón de los peluqueros de perros?
—No tengo ni la más remota idea.
—Espero que tengamos alguno. Me han mordido, arañado y meado encima… Creo que merezco un poco de ayuda. De hecho, me pregunto si habrá un patrón de las lesbianas. Entre tanta monja de clausura, digo yo que habría alguna que… En serio, ¿crees que tendremos patrón?
Me encogí de hombros.
—Si te interesa, puedo informarme —dije—. Yo sólo sé lo de san Juan porque el señor Litzauer tenía un cuadro de ese santo colgado en la trastienda. Pero seguro que existen libros en los que figuran listas de santos patrones. Miraré en la librería, es probable que tenga alguno. Por probar no perdemos nada.
—Ha de ser genial tener un negocio así. Debe de ser como vivir en una biblioteca.
—Algo parecido.
—Trabajar en la Fábrica de Caniches es como vivir en una perrera. ¿Ya te marchas? Bueno, que pases una buena noche, Bern.
—Gracias. Mañana miraré si existe santa Safo.
—No te preocupes demasiado. ¡Oye! ¿Los ladrones tienen patrón?
—Veré si consigo enterarme de eso también.
Hice tres combinaciones de metro hasta la esquina de Broadway con la calle Ochenta y seis y caminé una manzana hasta Burder Ink. Allí le vendí mi bolsa de libros a Carol Bremer. Me compra todas las novelas de misterio que encuentro en la tienda. Para mí es mejor vendérselas a ella a bajo precio que esperar a que vengan distintos clientes a llevárselas de mi librería.
—Charlie Chan, Philo Vance… Bernie, ¡es magnífico! —exclamó—. Tengo clientes en lista de espera para estos autores. ¿Quieres tomar algo?
Aquella noche todo el mundo quería invitarme a una copa. Le expliqué que prefería dejarlo para otra ocasión y salí de la tienda justo a tiempo para perder el autobús que pasa por West End Avenue, de modo que caminé las seis manzanas que me separaban de mi apartamento. Era una noche de otoño muy agradable y pensé que me vendría bien dar un paseo. En una librería no se toma mucho el aire ni se hace demasiado ejercicio.
Encontré correo en el buzón. Lo subí hasta casa y lo arrojé a la papelera. Mientras me desvestía sonó el teléfono. Era una conocida que dirige una guardería en Chelsea. Los padres de uno de los niños le habían dado un par de invitaciones para el ballet. Me preguntó si no me parecía estupendo. Le contesté que, en efecto, era estupendo, pero que yo no podía acompañarla.
—Estoy reventado —expliqué—. Voy a dormirme sin cenar. Estaba a punto de dejar el teléfono descolgado cuando has llamado.
—¿Por qué no te tomas un café y te animas? Es un bailarín muy conocido… Un ruso… ¿Cómo se llama?
—Todos son rusos. Me quedaría dormido antes de llegar al primer intermedio. Lo siento.
Me deseó felices sueños y colgué. Dejé el auricular descolgado. Me habría encantado probar la cena de Carolyn o ver saltar a un bailarín ruso… no quería que el teléfono me informase sobre nada más que pudiera perderme. Al principio emitía una especie de zumbido de protesta, pero acabó por quedarse totalmente mudo. Acabé de desvestirme, apagué la luz y me metí en la cama. Permanecí tumbado con los brazos pegados al cuerpo y los ojos cerrados, respirando lenta y rítmicamente, dejando mi mente vagar libre. No sé si me dormí o sencillamente dormité, pero cuando a las nueve sonó el despertador estaba bastante aturdido. Me levanté, tomé una ducha rápida, me afeité, me puse ropa limpia y me preparé una buena taza de té. A las nueve y cuarto volví a colgar el auricular. El teléfono sonó exactamente a las nueve y veinte. Contesté. Mi interlocutor dijo:
—No ha habido ningún cambio.
—Bien.
—¿Todo bien por tu parte?
—Sí.
—Bien —contestó, y colgó.
No mencionamos nombres ni datos comprometedores. Me quedé mirando el auricular un momento antes de colgarlo. Lo pensé mejor y volví a dejarlo descolgado. Se quejó de nuevo, pero cuando acabé de tomarme el té el silencio era total.
Acabé de vestirme. Llevaba un terno azul marino, una camisa azul, una corbata con algo de verde y unas rayas doradas en diagonal sobre un fondo azul marino. Me calcé unos mocasines negros de piel con suela de crepé. Con ellos, mis pasos se volvían prácticamente inaudibles. Di una última vuelta por el apartamento para dejarlo todo dispuesto.
Mis pies no hacían ruido alguno, pero mi estómago gruñía un poco. No había comido nada desde el mediodía, y de eso hacía ya nueve horas… Pero no quise comer ni beber nada.
No era el momento.
Comprobé que lo llevaba todo. Salí, cerré la puerta con doble vuelta, tomé el ascensor y salí por la puerta de servicio del sótano para no llamar la atención del portero.
El aire era frío. No era como llevar un visón, pero, desde luego, el abrigo de lana no estaba de más. Llevaba el mío en la mano, y no tardé en ponérmelo.
Me pregunté si habría un patrón de los ladrones. De ser así, desconocía su nombre. Recé una breve oración dedicada al santo patrón, fuese quien fuese, y me dispuse a poner fin a mi trayectoria criminal.