Öland, septiembre de 1972
Sentado en el asiento del copiloto de un Volvo azul, en la parte más alta del puente, Nils Kant se inclina hacia el parabrisas y observa el estrecho de Kalmar al atardecer. Una bruma se extiende por el mar; un espeso banco de niebla, que se ha formado en el estrecho y se aproxima a la isla.
—Esta noche habrá niebla —anuncia.
—Contábamos con ella —contesta Fritiof junto a él.
—¿Contábamos? —pregunta Nils—. ¿Hay más gente?
Fritiof asiente con la cabeza.
—Dentro de poco los conocerás.
Nils intenta relajarse y mira por encima de la barandilla del puente. Casi puede verse a sí mismo cuando era joven, nadando por el estrecho y luchando contra la muerte hacia el continente; apenas tenía veinte años.
¿Cómo pudo aguantar tanto tiempo en el agua fría? Ahora tiene cuarenta y seis años y apenas podría nadar cien metros.
El puente de Öland es enorme, una gran estructura de varios kilómetros y toneladas de acero y cemento levantada sobre el mar, tan ancha como una autovía. Nils nunca podría haber imaginado una conexión de tal calibre entre su isla y el continente.
—¿Cuántos años tiene este puente? —pregunta.
—Es completamente nuevo —responde Fritiof al volante.
Desde la llegada de Nils a Jönköping la noche anterior se ha mostrado muy lacónico. Le ha proporcionado ropa oscura para el viaje y un gorro de lana negro para calárselo sobre la frente, pero apenas ha abierto la boca.
El alegre y encantador Fritiof Andersson que fue a buscarlo a Costa Rica hace más de diez años se ha esfumado; en realidad desapareció cuando el tipo de Småland se ahogó en la playa del norte de Limón. Desde aquella noche Fritiof ha tratado a Nils como si fuera un paquete; lo ha trasladado de una ciudad a otra y de un país a otro, ha alquilado pequeños apartamentos o habitaciones individuales en hoteles de barrios decadentes, y sólo se ha puesto en contacto con él por teléfono un par de veces al año.
La noche anterior al viaje a Öland, Fritiof empezó a preguntarle por el tesoro una vez más. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido, Nils? ¿En casa?
Nils negó con la cabeza. Pero al final se lo contó.
—Está enterrado en el lapiaz, al este de Stenvik. Junto al viejo mojón. Podemos ir juntos a buscarlo.
Fritiof asintió con la cabeza.
—De acuerdo, así lo haremos.
Nils lleva mucho tiempo esperando el momento de emprender este último viaje. Por fin está aquí.
—Ahora me quedaré en casa —le dice a Fritiof.
Cierra los ojos cuando abandonan el puente y entran en tierra firme, al norte de Färjestaden. Al fin está de vuelta en Öland.
—Me quedaré en casa —repite Nils—. Me quedaré en casa con mi madre y procuraré que nadie me vea. —Hace una pausa y pregunta—: ¿Vera aún se encuentra bien?
—Sí, claro.
Fritiof Andersson asiente y acelera mientras conducen por el gran lapiaz hacia Borgholm.
Nils se da cuenta de que Öland ha cambiado mucho desde la época de su juventud. Hay más matorrales y árboles en la isla, y la estrecha carretera de grava que llevaba a Borgholm se ha convertido en una carretera nacional asfaltada, tan llana y recta como el puente. La línea de tren que cruzaba la isla de norte a sur debe de estar cerrada pues Nils no ve raíles en el lapiaz. Las hileras de molinos que se alzaban junto a la playa para aprovechar el viento del estrecho también han desaparecido; sólo quedan unos pocos.
Parece haber menos gente en la isla, aunque hay muchas construcciones nuevas junto a la costa. Nils las señala con la cabeza.
—¿Quién vive en todas esas casas? —pregunta.
—Los veraneantes —responde Fritiof, lacónico—. Se ganan la vida en Estocolmo y compran casas en Öland. Cruzan el puente en coche y toman el sol durante las vacaciones, luego regresan rápidamente a casa para ganar más dinero. No quieren quedarse aquí en invierno; es demasiado frío y triste.
Parece como si en parte los comprendiera.
Nils no dice nada. Fritiof debe de tener razón sobre los veraneantes, pues casi todos los coches que ve conducen en sentido contrario y se marchan de la isla. El verano ha terminado; ha llegado el otoño.
Por lo menos las ruinas del castillo aún siguen en pie y no han cambiado, con sus ventanas dominando Borgholm desde lo alto del peñasco.
En cuanto pasan el castillo se encuentran a las puertas de la ciudad, y la niebla empieza a colmarlo todo lentamente. Fritiof reduce la velocidad y gira en un pequeño aparcamiento junto al límite de Borgholm, a la vista de las ruinas del castillo. Detiene el coche sin dar explicaciones.
—Bien —dice simplemente—. Ya te he dicho que tendríamos compañía.
Abre la puerta del coche y saluda con la mano.
Nils mira alrededor. Alguien se acerca lentamente por el camino: un hombre que aparenta cincuenta años. Viste un jersey de lana gris, pantalones de tela de gabardina y relucientes zapatos de cuero que parecen caros. Saluda con la cabeza a Fritiof.
—Llegáis tarde.
El hombre lleva un sombrero calado hasta la frente. Va sin equipaje. Sólo sostiene un cigarrillo a medio fumar en la mano. Le da una última calada, lo tira al suelo y lanza una mirada tensa alrededor antes de acercarse al coche.
—Nils, creo que deberías sentarte detrás —sugiere Fritiof en voz baja—. Será más seguro cuando lleguemos a Stenvik.
Se baja del coche. Hay una cabina telefónica al final del aparcamiento; Nils ve cómo Fritiof se dirige rápidamente hacia ella. Introduce una moneda, marca un número y mantiene una corta conversación.
Nils también se apea, y el hombre vestido con ropa cara pisa el cigarrillo con el pie derecho y lo mira sin saludar. Entra en el coche y se sienta delante.
Nils no se acomoda enseguida en el asiento trasero. Camina unos metros hacia la carretera disfrutando del regreso y de su recién adquirida libertad para moverse por la isla.
Su isla.
Por la carretera nacional pasan un par de coches. Nils ve caras pálidas que le devuelven la mirada desde las ventanillas. Los sigue con los ojos hasta que desaparecen en la niebla.
—¡Vamos! —grita Fritiof con voz irritada detrás de él.
Ha regresado al coche.
Nils vuelve lentamente, abre la puerta y escucha al hombre del asiento delantero preguntar en voz baja:
—¿Todo ha ido bien, Gunnar?
Después se da rápidamente la vuelta para mirar a Nils, nervioso y consciente de su error, como si hubiera hablado más de la cuenta.
El hombre que hasta ahora se ha hecho llamar Fritiof vuelve también la cabeza y sonríe.
—No importa; será mejor que nos presentemos de una vez por todas —dice—. Me llamo Gunnar, y éste es Martin. Tenemos a Nils Kant en el asiento trasero. Pero confiamos en los demás, ¿no?
—Claro.
Nils cierra la puerta.
De modo que Fritiof se llama Gunnar. Nils está seguro de haberlo visto hace mucho en alguna parte pero no recuerda dónde.
—Ahora vayamos a Stenvik —anuncia Gunnar.
Y el coche sale de nuevo a la carretera, pasa de largo Borgholm y continúa hacia el norte. A Nils el paisaje le resulta cada vez más familiar, pero al mismo tiempo la niebla del estrecho se vuelve más compacta y borra el horizonte.
El aire es cada vez más plomizo. Gunnar sabía que habría niebla, contaba con ella y por eso escogió justo ese día para que Nils regresara a casa. ¿Con qué más habrá contado?
Al norte de Köpingsvik Gunnar enciende las luces antiniebla y acelera. Nils se fija en los nombres de los letreros amarillos que van dejando atrás. Nombres conocidos de aldeas ölandesas. Pero es el paisaje lo que más le interesa: los campos, la hierba silvestre, los rectos muros de piedra que comienzan en la carretera y desaparecen en la niebla.
Y el lapiaz, su querido lapiaz. El lapiaz, de tonos marrones y grises bajo el cielo infinito, se extiende hacia todos lados: es tan grande y hermoso como lo recordaba.
Nils se siente de nuevo en casa.
Nadie habla en el coche, y tras un cuarto de hora en silencio Nils ve la señal que estaba esperando: STENVIK. Bajo ella hay una gran flecha con la inscripción CAMPING.
El camino que conduce a la aldea ahora está asfaltado y Stenvik tiene un camping. ¿Desde cuándo?
El coche pasa el desvío hacia Stenvik antes de reducir la velocidad.
—Tomaremos la entrada norte —comunica Gunnar—. Por allí hay menos tráfico, y así evitamos atravesar la aldea.
Unos minutos después giran hacia la entrada norte de la aldea, junto a un puesto abandonado de recogida de leche al lado de la carretera nacional. Cuando Nils lo vio por última vez estaba lleno de lecheras de acero con leche de las granjas de los alrededores; ahora está a punto de caerse y recubre su superficie un musgo blanquecino.
En los últimos veinticinco años Öland ha cambiado por completo, pero el camino norte de Stenvik se mantiene más o menos como lo recordaba: estrecho, sinuoso y cubierto de grava. Está completamente desierto; en las cunetas crece la hierba, y más allá se extiende el lapiaz.
Gunnar deja que el Volvo se deslice lentamente un centenar de metros antes de detenerse. Se da la vuelta hacia Nils y Martin le imita. Ambos lo examinan.
Gunnar mira a Nils fijamente; la mirada de Martin es menos expresiva.
—Bueno —dice Gunnar con seriedad—, te hemos traído hasta Stenvik. Y ahora tú desenterrarás el botín de guerra que escondiste junto al mojón, ¿verdad?
—Primero quiero ver a mi madre —dice Nils, y mantiene la mirada a Gunnar.
—Vera no va a ir a ninguna parte, Nils —responde—. Ella puede esperar un poco más. Además nos conviene que sea noche cerrada cuando entremos en la aldea. ¿No te parece?
—Nos repartiremos las piedras —se apresura a decir Nils.
—Por supuesto. Pero primero tenemos que desenterrarlas.
Nils mira a Gunnar unos segundos más, y después afuera. La niebla es más densa, y pronto anochecerá.
Asiente con la cabeza. Les dará a Gunnar y a Martin la mitad de las piedras preciosas, y quedarán en paz.
—Necesitaremos algo con que cavar —murmura.
—Claro. Tenemos palas y picos en el portaequipajes —anuncia Gunnar—. Hemos pensado en todo. No te preocupes.
Pero Nils está inquieto. Se encuentra solo con dos desconocidos, igual que Borrachón en la oscura playa. A diferencia del hombre de Småland, Nils no confía en sus nuevos amigos.
Gunnar no aparca en la carretera, sino que se mete por una pequeña entrada abierta en el muro de piedra. El coche deja atrás la carretera de la aldea.
Se desliza lentamente por la llanura de hierba del lapiaz.
Nils vuelve la cabeza, pero a través de la ventanilla trasera no ve más que niebla. El camino que conduce a su aldea ha desaparecido por completo.