Jönköping, abril de 1970

—No es muy grande, pero tiene vistas parciales al Vättern —indica el propietario, y señala al otro lado de la ventana—. Y los electrodomésticos y la cama están incluidos en el alquiler.

El propietario resopla y respira fatigosamente en la pequeña habitación. El ascensor está estropeado, y tiene la frente perlada de sudor tras haber subido a pie los cuatro pisos. Lleva traje y la camisa apenas oculta su gran barriga.

—Bien —asiente el futuro inquilino.

—Además, es fácil aparcar en la zona.

—Gracias, pero no tengo coche.

No tarda más de cinco minutos en inspeccionar el apartamento, en realidad menos de cinco minutos. Una habitación y cocina, en lo alto de Grönagatan, al sur de Jönköping.

—Me lo quedo. Por seis meses. Quizás algo más.

—¿Eres viajante? ¿Y no tienes coche?

—Me desplazo en tren y autobús —asegura el inquilino—. Me mudo con frecuencia…, estoy esperando que la dirección me devuelva a casa.

Nils todavía se está acostumbrando a su nueva identidad y a su nueva vida. Crece poco a poco dentro de él mientras siente cómo la anterior se esfuma. Sin desaparecer del todo. Como si tuviera otra vida bajo una quesera. La nueva es más libre, tiene un número personal y un pasaporte que aceptan en las fronteras; aun así, no se siente del todo auténtico. Ni en Costa Rica, ni durante la etapa transcurrida en México, ni el año anterior en las afueras de Ámsterdam, ni los últimos seis meses en un apartamento medio vacío en Bergsjön, a las afueras de Gotemburgo, donde algunas veces se despertaba bañado en un sudor frío y convencido de haber regresado al sofocante calor de Costa Rica.

—¿Puedo preguntarle la edad? —dice el propietario.

—Cuarenta y dos años.

—Es la mejor época de la vida.

—Sí, quizás.

Hasta ahora cuando Nils ha preguntado a Fritiof cuándo podrá regresar a casa, a Öland, éste ha respondido con evasivas.

—Los impacientes cometen errores —observó Fritiof tres semanas atrás al otro lado de una estridente línea telefónica—. Tienes que tomártelo con calma, Nils. El féretro está enterrado en Marnäs, la hierba ha comenzado a crecer sobre la tumba y tu anciana madre te lleva flores de vez en cuando. Te espera.

—¿Se encuentra bien? —quiere saber.

—Sí, no te preocupes. —Fritiof hace una pausa y continúa—: Pero ha recibido postales. Extrañas postales. Primero algunas de Costa Rica, luego de México y Holanda. ¿Lo sabías?

Nils lo sabe. Ha enviado cartas y postales a su madre durante todos estos años, pero siempre ha tomado precauciones.

—Nunca he escrito el remite —dice Nils.

—Bien. Seguro que se ponía muy contenta al recibirlos —señala Fritiof—, pero ahora corre el rumor de que Nils Kant está vivo. No entre la policía, a ellos no les interesan los chismes; lo dice la gente de Stenvik. Por eso no debes impacientarte. ¿Entiendes?

—Sí. Pero ¿qué sucederá cuando regrese a Öland?

—Bueno, qué sucederá… —repite Fritiof como si la respuesta no le interesara—. Lo que sucederá es que regresarás a casa, con tu madre. Pero primero tenemos que ir a buscar el tesoro, ¿eh?

—En eso hemos quedado. Si vuelvo a casa, te enseñaré dónde está el tesoro.

—Bien. Sólo tenemos que esperar el momento adecuado —dice Fritiof.

—Sí. ¿Y cuándo será eso?

Pero Fritiof ya ha colgado.

El tipo, que seguramente tiene otro nombre, ha colgado. Nils tiene la sensación de que para Fritiof Andersson él es un proyecto acabado, un hombre muerto. Muerto y enterrado en el cementerio de Marnäs.

—El alquiler se paga por adelantado —declara el propietario.

—Bueno —responde Nils—. Puedo pagar ahora.

—Y el plazo de revocación es de un mes.

—Bien. No necesito más tiempo.

Nils no está muerto, regresa a casa.

Y será mejor que el hombre que se hace llamar Fritiof no cometa el error de creer lo contrario.