Ciudad de Panamá, abril de 1963
Ciudad de Panamá, situada en el país del canal de Panamá.
Altos edificios junto a miserables chabolas. Coches, autobuses, motocicletas y jeeps. Mestizos, policía militar, banqueros, mendigos, zumbido de moscas y bandadas de sudorosos soldados americanos en las avenidas. Olor a gasolina quemada, fruta podrida y pescado a la brasa.
Nils Kant deambula a diario por las angostas calles, con las plantas de los pies ardiéndole dentro de los zapatos.
Busca un marinero sueco.
En Costa Rica no los hay; o al menos Nils nunca ha visto a ninguno. Para encontrar suecos tiene que ir allí, a Ciudad de Panamá.
Se tarda seis horas en llegar en autobús. Durante los últimos dos años, Nils se ha desplazado cinco veces a la zona.
En el gran canal entre los dos océanos se forman largas filas de barcos que desean evitar la prolongada travesía por el cabo de Hornos. Los marineros desembarcan para pasear por el inmenso puerto. Algunos se quedan: son los zánganos.
Busca al hombre adecuado entre esos marineros dejados de la mano de Dios, grupos que se reúnen en el puerto cuando arriban los barcos escandinavos o en la iglesia escandinava los días que reparten la sopa boba, y cerca de bares y tiendas el resto del tiempo. Beben todo lo que contenga alcohol, desde el barato ron colombiano hasta el alcohol puro destilado del betún.
En la segunda noche de su quinta visita, mientras camina por la agrietada cerca de cemento, divisa una sombría figura agarrada a una botella y acurrucada en un oscuro portal a media manzana de la iglesia escandinava. Apenas distingue los lentos movimientos de las rodillas flexionadas. Un gimoteo, ataques de tos y hedor a vómito.
Al pasar a su lado, Nils se detiene.
—¿Cómo estás?
Habla sueco. No acostumbra perder el tiempo con los que no entienden lo que dice.
—¿Qué? —responde el zángano.
—He dicho: ¿Cómo estás?
—¿Eres sueco?
Su mirada es más triste que apagada y luce una barba descuidada, pero las arrugas alrededor de su boca y ojos no son demasiado profundas. Seguramente hace poco que bebe, aunque aparenta treinta y pico años, más o menos la edad de Nils.
Éste asiente con la cabeza.
—Soy de Öland.
—¿Öland? —El zángano alza la voz y tose—. Öland, joder… Yo soy de Småland…, sí, joder. Nací en Nybro.
—El mundo es un pañuelo —dice Nils.
—Pero ahora… He perdido el barco.
—¿Sí? Qué lástima.
—El año pasado. Lo perdí… El barco tenía que pasar las esclusas dos días después. Arriba, abajo. Me enchironaron aquí…, hubo una pelea en un bar; bebía de la jarra de cerveza. —El hombre alza la vista y su mirada se ilumina—. ¿Tienes dinero?
—Quizá.
—Entonces compra una botella, de whisky… Sé dónde hacerlo. —El hombre intenta levantarse pero no lo consigue—. Compra algo —murmura con un hilo de voz.
—Bueno —dice Nils, y endereza la espalda sin mirar al hombre a los ojos—. Quizá podríamos ser amigos.
Cinco semanas después, en Jamaica Town, el nombre con que se conoce el barrio inglés de Puerto Limón.
En el letrero se lee «HOTEL TICAN», aunque a duras penas puede considerársele un hotel; la recepción consiste en una tabla de madera agrietada que se apoya en un par de patas y sostiene un libro de registro enmohecido. La escalera exterior conduce a los pequeños cuartos de huéspedes del segundo piso. Nils oye voces en inglés procedentes de una de las casas al otro lado de la calle.
Sube la escalera en silencio, pasa junto a una cucaracha gorda y reluciente que camina por la pared en dirección opuesta. Alcanza la estrecha galería del segundo piso y llama a la segunda de las cuatro puertas.
—Yes, sir —grita una voz desde el interior, y Nils abre la puerta.
Por tercera vez se encuentra con el sueco que afirma estar ahí para ayudar a Nils a regresar a casa.
Éste está sentado entre un revoltijo de sábanas y almohadas con manchas marrones, en la única cama de la tórrida habitación; el torso desnudo le brilla a causa del sudor. Sostiene un vaso en la mano. Un pequeño ventilador zumba sobre la cómoda que hay junto a la cama.
Nils empieza a creer que el hombre proviene de Öland. Nunca le ha confirmado su origen, pero él le ha escuchado con atención y cree haber percibido un leve acento ölandés en su pronunciación. Se ha dado cuenta que el hombre conoce bien la isla. ¿Coincidieron alguna vez allí?
—Pasa, pasa. —El sueco sonríe, se recuesta contra la pared y señala una botella de ron caribeño que tiene sobre la cómoda con un movimiento de la cabeza—. ¿Una copa, Nils?
—No.
Cierra la puerta tras sí. Ha dejado de beber. No del todo, pero casi.
—Limón es una ciudad maravillosa, Nils —dice el hombre desde la cama, y no percibe sarcasmo alguno en su voz—. Hoy he dado un paseo y he encontrado, por pura casualidad, un auténtico burdel oculto en unas habitaciones de la trastienda de un bar. Mujeres maravillosas. Pero no me he dejado llevar, por decirlo de alguna manera… Me he tomado una copa y me he largado.
Nils asiente levemente y se apoya contra la puerta cerrada.
—He encontrado a alguien. Un buen candidato. —Sigue costándole hablar sueco tras dieciocho años en el extranjero. Busca las palabras—. Además, es de Småland.
—Vaya, estupendo —dice el sueco—. ¿Dónde? ¿En Ciudad de Panamá?
Nils asiente.
—Me lo he traído aquí. Los controles de la frontera son cada vez más estrictos, tuve que pagar un soborno, pero al final conseguimos pasar. Ahora está en San José, en un hotel barato. Ha perdido su pasaporte, pero hemos solicitado uno nuevo en la embajada sueca.
—Bien, bien. ¿Cómo se llama?
Nils niega con la cabeza.
—Nada de nombres. Tú aún no me has dicho el tuyo.
—Lo puedes ver en recepción —suelta el hombre desde la cama—. Me he registrado en el libro. Es obligatorio.
—Lo he leído —dice Nils.
—¿Y?
—Fritiof Andersson —responde.
El hombre asiente satisfecho.
—Llámame Fritiof, será suficiente.
Nils niega con la cabeza.
—Quiero saber tu verdadero nombre.
—Mi nombre no es importante —asegura el hombre, y le clava la mirada—. Fritiof puede valer. ¿No te parece?
—Quizá —Nils asiente con la cabeza lentamente—. Por el momento.
—Bien. —Fritiof se seca el pecho y la frente con una sábana—. Tenemos que hablar de algo más. Yo…
—¿Es verdad que te envía mi madre? —pregunta Nils.
—Ya te lo he dicho.
Al hombre de la cama parece no gustarle mucho que le interrumpan.
—Mi madre tendría que haber mandado una carta —dice Nils.
—Ya llegará —replica Fritiof—. Te he dado dinero, ¿no? Es de tu madre. —Le da un trago a la bebida—. Ahora tenemos que hablar de otras cosas. Regresaré a casa dentro de un par de días. Durante un tiempo no recibirás noticias mías. Pero volveré cuando todo esté listo, y será la última vez. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás?
—Bueno…, un par de semanas, quizá. Tiene que conseguir el pasaporte y venir aquí —explica Nils.
—Bien —dice Fritiof—. Vigílalo y sigue las instrucciones al pie de la letra. Entonces podrás regresar a casa.
Nils asiente.
—Vale —responde Fritiof, y se seca de nuevo el rostro.
Se oye una risa procedente de la calle; una moto pasa traqueteando. Nils no desea otra cosa que abrir la puerta y abandonar la maloliente habitación.
—Ah, oye, ¿qué se siente? —pregunta el hombre, y se recuesta.
—¿Qué se siente? —repite Nils.
—Tengo cierta curiosidad. —El tipo que se hace llamar Fritiof Andersson esboza una sonrisa entre las sábanas sucias—. Me pregunto, Nils, por pura curiosidad… ¿qué se siente al matar a un hombre?