Gotemburgo, agosto de 1945
El primer verano tras los seis largos años de guerra mundial es radiante, caluroso y rebosa confianza en el futuro. En la gran ciudad de Gotemburgo van a construirse nuevas zonas residenciales, así que se derriban las viejas casuchas de madera. Nils Kant observa cómo las excavadoras trabajan mientras deambula por las calles de la ciudad.
Nils lee «PAZ EN EL MUNDO» en los carteles que cuelgan de las fachadas del centro. Unos días después compra el Göteborgs-Posten y lee el titular de la primera página: «LA BOMBA ATÓMICA. NUEVA SENSACIÓN MUNDIAL». Japón ha capitulado sin condiciones; la nueva bomba de los americanos ha puesto fin a la guerra. Para tener semejante éxito debe de haber sido una bomba increíble; eso es lo que Nils ha oído comentar a la gente en el tranvía, pero cuando ve en el periódico la fotografía de la inmensa nube en forma de seta que se alza hacia el cielo, por alguna razón recuerda la mosca azul que se posó en la mano del soldado muerto.
Por lo que a Nils respecta, la paz no ha llegado: la justicia aún le busca.
Es por la tarde. Nils se encuentra bajo un árbol en un pequeño parque a las afueras de la ciudad y ve a un joven trajeado que se aproxima por la calle con pasos apresurados.
Nils viste un traje oscuro de segunda mano que ha comprado en una tienda de Haga; ni es nuevo ni está demasiado raído. Lleva un sombrero calado; ya no se afeita, se ha dejado crecer la barba, una espesa barba negra que se recorta cada mañana frente al espejo de la pequeña habitación individual en Majorna.
Por lo que él sabe sólo hay una fotografía suya, y es de hace siete u ocho años: una fotografía de grupo del colegio en la que Nils aparece de pie en la última fila con los ojos en sombra por la gorra. Es borrosa y ni siquiera sabe si la policía habrá tenido acceso a ella; aun así hace lo posible para que no le reconozcan.
Desde la calle que discurre por debajo del parque se domina el puerto; es una de las más lúgubres de Gotemburgo, tiene más barro y charcos que las vías adoquinadas, y casas de madera sin pintar que parecen apoyarse unas en otras para no derrumbarse. Nils Kant, con su barba, su traje usado y su cabello peinado hacia atrás encaja en el ambiente. Parece pobre, pero no un criminal. Al menos eso espera.
Gran parte del éxito de su huida de Öland ha consistido en encajar, volverse invisible y pasar completamente desapercibido.
A Nils le costó muchísimo alejarse de la costa del Báltico, desde donde divisaba su isla entre los abetos. Merodeó un tiempo por los alrededores del aserradero del tío August, y no fue hasta el tercer día, una mañana en que vio un coche de policía aparcado junto a la oficina, cuando emprendió su marcha en dirección oeste.
Primero se adentró en el espeso bosque de abetos.
Gracias a sus correrías por el lapiaz estaba acostumbrado a caminar largos trechos y era hábil en encontrar el camino correcto con la ayuda del sol y su intuición.
Durante el mes de junio caminó por el campo como uno más de los muchos jóvenes humildes que se dirigían hacia alguna gran ciudad en busca de una nueva vida tras la guerra, y apenas llamó la atención. Pocas personas se fijaron en él. Evitó los caminos, andaba por el bosque, comía bayas, bebía agua de los riachuelos y dormía bajo algún abeto grande y espeso, o en un granero si llovía. Unas veces encontraba manzanas silvestres, otras se colaba en una granja y robaba huevos o una jarra de leche.
La provisión de toffees de crema de Vera se acabó al tercer día.
En Husqvarna se detuvo unas cuantas horas para visitar la ciudad de donde procedía su escopeta, pero no vio la fábrica de armas y no se atrevió a preguntar dónde se encontraba. Husqvarna parecía casi tan grande como Kalmar, y Jönköping, la ciudad más cercana, era todavía más grande. Aunque el traje le olía a bosque y sudor, las calles estaban tan atestadas que cuando salía a pasear nadie le miraba a los ojos.
Hasta se aventuró a comer en un restaurante y comprarse zapatos nuevos. Un par bueno costaba treinta y una coronas, que habría que restar a la suma que su madre le había dado, y que había incrementado su tío August. Sus reservas de dinero menguaban; no obstante, entró en un pequeño bar junto a la vía del tren y encargó un gran bistec, una cerveza y una copa de coñac Grönstedt, todo por dos coronas y sesenta y tres céntimos. Era caro, pero Nils pensó que se lo merecía después de la larga marcha.
Fortalecido tras la visita al bar salió de Jönköping y prosiguió su camino en dirección oeste atravesando los bosques de Västergötland durante algunas semanas más. Finalmente alcanzó la costa.
Gotemburgo es la segunda ciudad del reino, Nils lo aprendió en el colegio. Gotemburgo es enorme; hay manzanas y manzanas de altas casas a lo largo del río Gota, por sus calles circulan cientos de vehículos y gente de todo tipo. Al principio, Nils casi sintió pánico al verse rodeado de toda esa gente; los primeros días se perdía constantemente. En las calles cercanas al puerto ha oído idiomas extranjeros; hay marineros procedentes de Inglaterra, Dinamarca, Noruega y Holanda. Ha visto barcos partir rumbo a países lejanos y naves que atracan lentamente en los muelles con mercancías de otros lugares. Ha comido un plátano por primera vez en su vida; ennegrecido y algo podrido, pero aun así sabía bien. Un plátano de Sudamérica.
El puerto es enorme en comparación con los distintos puertos de Öland, inmenso y diferente. Hileras de grúas se recortan contra el cielo como negros animales prehistóricos y los remolcadores expulsan un humo espeso mientras se mueven entre los grandes transatlánticos que parten hacia aguas navegables. En el puerto de Gotemburgo las velas y los mástiles han desaparecido casi por completo; de un lado a otro de los muelles sólo se ven filas de cargueros de motor.
Nils se ha paseado por allí; ha estudiado los largos cascos de los barcos y ha pensado en los plátanos de Sudamérica.
Permanece lo menos posible en la desangelada habitación individual del hotel; regresa tarde y se levanta temprano. No echa de menos las frías noches en que dormía sobre un lecho de musgo y ramas de abeto en el bosque, pero cuando está tumbado en la cama entre esas cuatro paredes se imagina en una celda, y se pasa el rato temiendo oír los pesados pasos de la policía subiendo por la escalera.
Una noche la puerta de la habitación se abrió y la larga figura del policía provincial uniformado traspasó el umbral. Llevaba la ropa ensangrentada. Alargó la mano, de la que le chorreaba sangre a borbotones, hacia la cama.
«Tú me asesinaste, Nils. Al fin te he encontrado».
Nils se levantó de un salto de la cama apretando con fuerza los dientes. La habitación estaba vacía.
Durante su estancia en Gotemburgo sólo le ha enviado una postal a Vera. Una postal en blanco y negro del faro de Vinga. Nils la ha enviado a Stenvik, en el otro extremo del país, sin escribir remitente o saludo alguno. Sólo se atreve a revelarle a su madre que sigue libre y se encuentra en algún lugar de la costa oeste.
Ahora el joven ha entrado en el parque. Tiene la edad de Nils y se llama Max.
Lo vio por primera vez tres días antes en un pequeño café del puerto: Max estaba sentado en un rincón a un par de mesas de distancia. Enseguida se fijó en él, pues fumaba cigarrillos que guardaba en una pitillera de oro y hablaba en voz alta, en un dialecto cerrado de Gotemburgo, con las camareras, el sonriente dueño del café y los demás clientes. Todos le llamaban Max. A veces entraba gente desde la calle y se sentaba a su mesa, hombres jóvenes y mayores que hablaban en voz baja. Max bajaba la voz a su vez, y la conversación se desarrollaba entre gestos y rápidos intercambios de palabras.
Max vendía algo, eso estaba claro, y dado que nunca entregaba ninguna mercancía a los que se acercaban a su mesa, Nils sospechó que vendía información y buenos consejos. Así que al rato se levantó y se sentó a la mesa del rincón sin presentarse. En cuanto lo tuvo cerca descubrió que Max era más joven que él; tenía el pelo grasiento y la cara llena de espinillas, pero una mirada despierta mientras le escuchaba.
Sentarse a hablar con un desconocido después de tanto tiempo de soledad le resultó muy extraño, pero lo consiguió. Con la misma voz queda que los otros que se habían sentado a la mesa pidió un buen consejo. Y un favor muy importante. Max escuchó y asintió con la cabeza.
—Dos días —indicó.
Era el tiempo que necesitaba para conseguir el importante favor.
—Te daré veinticinco coronas —ofreció Nils.
—Treinta y cinco sería más conveniente —replicó el joven al vuelo.
Nils recapacitó.
—Treinta, entonces.
Max asintió y se inclinó hacia delante.
—No volveremos a vernos aquí —dijo bajando aún más la voz—. Nos encontraremos en un parque…, un buen parque que suelo utilizar.
Dio una dirección, se levantó y abandonó el café apresuradamente.
Ahora Nils espera en el parque. Lleva allí media hora; se ha dado una vuelta y ha comprobado que la zona está desierta, y ha encontrado dos vías de escape por si algo sale mal. No le ha dicho su nombre a su nuevo conocido, pero está seguro de que Max ha comprendido que la policía le busca.
El joven se acerca directamente a él sin mirar de reojo o hacer señas a algún observador oculto.
Aun así Nils no se tranquiliza, pero tampoco huye. Clava la mirada en Max, que ahora se ha detenido a unos metros de distancia.
—Celeste Horizon —dice—. Ése es tu barco. —Nils asiente con la cabeza—. Es inglés. —Max se sienta en una piedra entre los árboles y saca un cigarrillo—. Pero el capitán es danés, se llama Petri. No me ha hecho preguntas sobre la identidad del pasajero, sólo le interesa hablar de dinero.
—Pues hablemos —dice Nils.
—Ahora están cargando madera; zarparán dentro de tres días —anuncia Max, y expulsa el humo.
—¿Rumbo adónde?
—A East London. Allí descargarán la madera, después irán a Durban para cargar carbón, y luego continuarán hasta Santos. Si quieres, puedes desembarcar allí.
—Pero yo quiero ir a América —suelta Nils sin pensárselo—. Quiero ir a Estados Unidos.
Max se encoge de hombros.
—Santos está en Brasil, al sur de Río —dice—. Siempre puedes coger otro barco desde allí.
Nils recapacita. ¿Santos está en Sudamérica? Puede ser un buen punto de partida para futuros viajes, antes de regresar a Europa.
Asiente con la cabeza.
—Bien.
Max se pone rápidamente en pie. Le tiende la mano.
Nils deposita cinco monedas de dos coronas en ella.
—Antes debo ver a ese tal Petri —indica—. Te daré el resto después. Enséñame dónde puedo encontrarlo.
Max esboza una sonrisa.
—Mañana preséntate en el puerto como un cargador más. —Nils le mira sin comprender, y Max prosigue—: Los cargadores van al puerto al amanecer y esperan que los contraten. Unos consiguen trabajo, otros tienen que volverse a casa. Tú bajarás al puerto y te reunirás con ellos mañana temprano… y te elegirán para cargar el Celeste Horizon.
Nils asiente de nuevo.
El joven guarda las monedas en el bolsillo a toda prisa.
—Me llamo Max Reimer. ¿Y tú?
Nils no contesta. ¿Acaso no ha pagado para evitar preguntas? Nota cómo se le acelera el pulso en la vena del cuello: es su ira que lentamente se despierta.
Max le sonríe satisfecho; no parece sentirse amenazado.
—Yo creo que eres de Småland —dice, y apaga el cigarrillo—. Tu acento es de por allí.
Nils sigue callado. Sabe que puede derribarlo; Max es más bajo que él y no le costaría ningún esfuerzo. Tirarlo al suelo y luego patearlo a conciencia. Utilizar una piedra pesada para liquidarlo y después ocultar el cuerpo en el parque.
Sería muy sencillo.
¿Y después? Después Max podría regresar por las noches, igual que el policía provincial.
—No preguntes más de la cuenta —le dice, y emprende la caminata por el parque hacia el puerto—. Podrías quedarte sin dinero.