17

—Le eché la culpa a mi madre —dijo Julia—. Por haberse tumbado a echar la siesta ese mediodía. —Parpadeó para apartar las lágrimas de sus ojos y prosiguió—: A papá aún más…, es decir, a Gerlof…, por haber bajado a la playa a reparar la red. Si hubiera estado en casa Jens no habría salido; el niño adoraba a su abuelo. —Julia se sorbió los mocos y suspiró—. Les he culpado durante años —confesó—, pero en realidad fue culpa mía. Dejé a Jens para ir a Kalmar a encontrarme con un hombre. A pesar de que sabía que sería una pérdida de tiempo. Ni siquiera apareció. —Guardó silencio, y añadió—: Era el padre de Jens, Michael. Nos habíamos separado; él vivía en Skåne, pero prometió coger el tren para verme. Yo creía que podíamos intentarlo de nuevo, pero él no pensaba así. —Se sorbió de nuevo los mocos—. Así que Michael no fue de mucha ayuda cuando Jens desapareció; estaba en Malmö…, pero la mayor culpable fui yo.

Lennart guardaba silencio mientras escuchaba al otro lado de la mesa —sabía escuchar, pensó Julia— y la dejaba hablar. Cuando ella calló, dijo:

—No fue culpa de nadie, Julia. Como decimos en la policía, se trató sencillamente de una serie de desafortunadas coincidencias.

—Sí —convino Julia—. En caso de que fuera un accidente.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Lennart.

—Quiero decir que… También podría ser que cuando Jens salió se encontrara a alguien que se lo llevó.

—Sí… pero ¿quién? —inquirió Lennart—. ¿Quién haría algo así?

—No lo sé —repuso Julia—. ¿Un loco? Tú que eres policía sabes más de eso.

Lennart asintió lentamente con la cabeza.

—Se necesitaría estar perturbado…, muy perturbado —añadió—. Y entonces, seguro que tenía antecedentes penales por otros crímenes. En aquel tiempo no había nadie con ese perfil en Öland. Créeme, buscamos sospechosos. Llamamos a muchas puertas, indagamos en el registro criminal.

—Lo sé —repuso Julia—. Hicisteis lo que pudisteis.

—En la policía creímos que había bajado a la playa —apuntó Lennart—. Está a sólo un centenar de metros, y ese día era fácil desorientarse en la niebla. Muchos de los ahogados en el estrecho de Kalmar desaparecen para siempre; no fue la primera vez ni será la última… —Guardó silencio—. Seguro que te resulta difícil hablar de esto y yo no…

—No te preocupes —le interrumpió Julia. Recapacitó y añadió—. No creí que fuera una buena idea venir aquí en otoño y enfrentarme de nuevo a todo, pero me ha sentado bien. Empiezo a superar lo de Jens; sé que él no volverá. —Se esforzó por parecer muy segura—. Tengo que seguir viviendo.

Era martes por la tarde en Marnäs. Julia sólo había entrado en la comisaría para saludar a Lennart, pero se había quedado. Y Lennart, que al parecer estaba a punto de finalizar su jornada de trabajo, apagar el ordenador e irse a casa, no la había apremiado.

—¿Así que esta noche no estás ocupado? —preguntó Julia.

—Sí, pero más tarde —contestó Lennart—. Soy miembro de la Comisión Municipal de Vivienda y tenemos una reunión por la tarde, aunque no empieza hasta las siete y media.

Julia quiso preguntarle qué partido político representaba, pero corría el riesgo de que la respuesta no le gustara. Asimismo, le habría gustado saber si estaba casado, pero también le daba miedo la respuesta.

—Podemos encargar una pizza en Moby Dick —propuso Lennart—. ¿Te apetece?

—Vale.

La comisaría tenía una cocina en una sala interior. Aunque la oficina era impersonal, allí las cortinas, las jarapas rojas del suelo y hasta un par de cuadros en las paredes conferían cierta comodidad hogareña. Una cafetera impoluta reposaba sobre la encimera igual de impoluta. En una esquina había una mesa baja con dos sillones donde se sentarían cuando llegaran las pizzas de jamón del bar del puerto.

Mientras comían empezaron a hablar —no sólo a charlar—, y su conversación a media voz trató en gran parte de la pena y la añoranza.

Más tarde Julia no recordaría cuál de los dos había empezado a abordar temas personales, pero supuso que había sido ella.

—Tengo que seguir viviendo —reflexionó—. Si Jens desapareció en el estrecho tendré que aceptarlo. No es la primera vez que ha pasado algo así, como tú dices —añadió tras una pausa—. El caso es que él tenía mucho miedo al agua, no le gustaba jugar en la playa. Así que a veces he pensado que se dirigió hacia el interior, hacia el lapiaz. Sé que suena raro… pero Gerlof también lo cree.

—También buscamos por el lapiaz —murmuró Lennart—. Ese día buscamos por todas partes.

—Lo sé, y he intentado recordar… ¿Nos vimos entonces? —preguntó Julia—. Tú y yo, quiero decir.

Recordaba a los policías que la habían interrogado cuando Jens desapareció como una serie de caras anónimas. Le preguntaron cosas, ella respondió de forma mecánica. No le importaba quiénes eran, sólo que encontraran a Jens.

Mucho después comprendió que algunas de las preguntas de la policía se habían basado en la posibilidad de que ella misma —por alguna razón desconocida, quizá porque estaba loca— hubiera matado a su propio hijo y ocultado su cuerpo.

Lennart negó con la cabeza.

—Nunca nos vimos…, al menos no hablamos. Los encargados de tratar con la familia fueron otros policías y, como te dije, mi tarea consistió en dirigir la búsqueda. Reuní a los voluntarios en Stenvik y peinamos la playa durante toda la tarde; yo mismo conduje por los caminos de los alrededores de Stenvik y por el lapiaz. Pero no encontramos nada…

Él guardó silencio y suspiró.

—Fueron días horribles —prosiguió—, sobre todo porque yo…, yo había pasado por una situación parecida, en mi vida privada. Mi padre fue…

Guardó silencio.

—Algo he oído, Lennart —intervino Julia con tacto—. Astrid Linder me contó lo que le pasó a tu padre…

Lennart asintió con la cabeza y bajó la vista.

—Sí, no es ningún secreto —reconoció.

—Nils Kant —dijo Julia—. ¿Cuántos años tenías cuando… cuando ocurrió?

—Ocho. Tenía ocho años —dijo Lennart con la mirada clavada en el suelo—. Había comenzado la escuela en Marnäs. Era uno de los últimos días de clase, un día soleado y precioso. Estaba contento; deseaba que llegaran las vacaciones de verano. De pronto, entre los alumnos empezó a correr el rumor de que había habido un tiroteo en el tren a Borgholm; habían disparado a alguien de Marnäs…, pero no se sabía nada con certeza. No me enteré de lo que había ocurrido exactamente hasta que llegué a casa. Mi madre estaba allí con su hermana. Se quedaron sentadas en silencio un buen rato, hasta que al fin mi madre me contó lo que había pasado.

Lennart guardó silencio, ensimismado en sus recuerdos. Julia creyó ver en su mirada ausente al niño de ocho años conmocionado y triste de aquel día.

—¿No podéis llorar los policías? —preguntó con tiento.

—Sí —respondió Lennart en voz baja—, pero se nos da mejor ocultar nuestros sentimientos. —Después añadió—: Nils Kant…, no sabía nada de él. Era más de diez años mayor que yo, y nunca nos habíamos visto a pesar de que vivíamos a sólo un par de kilómetros de distancia. Y de pronto había matado a mi padre.

De nuevo se hizo un silencio.

—Y después, ¿qué sentiste por él? —preguntó Julia finalmente—. Quiero decir que comprendería que lo odiaras…

Estaba pensando en sí misma, y en las veces que había imaginado cómo reaccionaría si encontrara al asesino de Jens. ¿Qué haría?, se preguntaba.

Lennart suspiró y miró más allá de la oscura ventana que daba a la parte posterior de la comisaría.

—Sí, odiaba a Nils Kant. Con todas mis fuerzas. Pero también le temía. Sobre todo de noche, cuando no podía dormir. Me aterraba que regresara a Öland para matarnos a mí y a mi madre. —De nuevo guardó silencio—. Tardé mucho tiempo en superar esos miedos.

—Hay quien dice que aún vive —murmuró Julia—. ¿Lo has oído?

Lennart la miró.

—¿Quién?

—Nils Kant.

—¿Que está vivo? —dijo Lennart—. Eso es completamente imposible.

—Ya. Tampoco yo creo que…

—Kant está muerto y enterrado —insistió Lennart, y cortó un trozo de pizza—. ¿Quién dice eso?

—Tampoco yo me lo creo —repitió Julia de inmediato—. Pero desde que llegué a la isla Gerlof no he dejado de hablar de él; es como si quisiera convencerme de que Nils Kant está detrás de la desaparición de Jens. Que el día de su desaparición mi hijo se encontró con Nils Kant. A pesar de que entonces Nils llevaba muerto diez años.

—Murió en 1963 —confirmó Lennart—. El ataúd llegó al puerto de Borgholm ese otoño. —Bajó la mirada—. Y no sé si debería desvelarlo pero…, el caso es que la policía de Borgholm abrió la caja. Con mucha discreción, no sé bien si por miedo o respeto a Vera Kant; quiero decir que aún tenía mucho dinero y tierras…, pero abrieron el ataúd.

—¿Y había un cuerpo dentro? —preguntó Julia.

Lennart asintió con la cabeza.

—Yo lo vi —murmuró, y añadió—: Tampoco esto es del todo oficial, pero cuando desembarcaron el ataúd…

—De uno de los buques de carga de Malm —añadió Julia.

Lennart asintió.

—En efecto. ¿Ha sido Gerlof el que te ha informado de todos los detalles? —preguntó y, sin esperar respuesta, prosiguió—: Acababan de destinarme a Marnäs, tras un par de años en Växjö, y pedí permiso para viajar a Borgholm y presenciar la apertura del ataúd. Obedecía a móviles de carácter exclusivamente personal, no profesional, pero mis colegas se mostraron comprensivos. El ataúd esperaba a que los empleados de la funeraria fueran a buscarlo en un almacén del puerto, dentro de una caja de madera con documentos y sellos de algún consulado de Sudamérica. —Guardó silencio, y luego continuó—: Un agente de mediana edad abrió la tapa. Y allí estaba el cuerpo de Nils Kant, medio reseco y recubierto de un moho velloso. Un doctor del hospital de Borgholm que estaba presente constató que se había ahogado en agua salada. Al parecer había pasado bastante tiempo en el mar, pues los peces habían empezado…

Otra vez tenía la mirada perdida, pero de pronto se fijó en la mesa y pareció advertir que estaban sentados comiendo pizza.

—Te ahorraré los detalles, perdona —se excusó.

—No tiene importancia —replicó Julia—. Pero ¿cómo supisteis que era Kant? ¿Fue por las huellas dactilares?

—No había muestras fiables de las huellas dactilares de Nils Kant —señaló Lennart—. Tampoco de su dentadura. Al final se le identificó por una antigua lesión en su mano izquierda. Se había roto algunos dedos en una pelea en la cantera de Stenvik. Yo mismo he oído contar esa historia a varios vecinos de pueblo. Pues bien, el cuerpo del ataúd tenía exactamente la misma lesión. Así que el asunto se zanjó.

Durante unos segundos volvió a imperar el silencio en la cocina de la comisaría.

—¿Qué sentiste? —preguntó Julia—. Quiero decir al ver el cuerpo de Kant.

Lennart recapacitó.

—En realidad, nada. Yo quería ver a Kant vivo. A un cadáver no se le pueden pedir responsabilidades.

Julia asintió, meditabunda. Quería pedirle un favor a Lennart.

—¿Has estado alguna vez en casa de Kant? —preguntó—. ¿A alguien de la policía se le ocurrió buscar a Jens allí?

Lennart negó con la cabeza.

—¿Por qué razón tendríamos que haber buscado allí dentro?

—No lo sé. Trato de imaginar adónde dirigió sus pasos Jens. Si no bajó a la playa ni fue al lapiaz, quizás entrara en alguna casa vecina. Y la de Vera Kant se encuentra a unos pocos metros de la nuestra…

—¿Y para qué iría allí? —preguntó Lennart—. ¿Y por qué se quedaría?

—No lo sé. Quizás entrara, y resbalara, o… Quién sabe, puede que Vera Kant estuviera tan loca como su hijo.

«Quizás entraste en la casa, Jens, y Vera Kant cerró la puerta detrás de ti».

—Dudo que sirva de mucho —prosiguió en voz alta—, pero ¿te gustaría echar un vistazo a la casa? ¿Conmigo?

—Un vistazo… ¿Me estás proponiendo entrar en la casa de Kant? —inquirió Lennart.

—Sólo para echar un vistazo, antes de que regrese a Gotemburgo mañana —prosiguió Julia, y le sostuvo la mirada, que ahora expresaba reserva. Tenía ganas de contarle que había visto luz en el interior de la vivienda pero temía habérselo imaginado—. No es ningún delito entrar en una casa abandonada, ¿verdad? Y siendo policía puedes entrar donde te dé la gana, ¿no?

Lennart negó con la cabeza.

—Tenemos unas reglas muy estrictas —repuso—. Como soy el único policía de la zona a veces me las salto un poco, pero…

—Nadie nos verá —interrumpió Julia—. Stenvik está casi desierto, y todas las casas que rodean la de Vera Kant son de verano. Ahí no vive nadie.

Lennart miró su reloj.

—Ahora tengo que irme a la reunión —comentó.

Julia pensó que al menos no había rechazado de plano su propuesta.

—¿Y más tarde?

—¿No querrás entrar ahí esta noche?

Julia asintió con la cabeza.

—Ya veremos —dijo Lennart—. La reunión puede prolongarse. Te llamaré si terminamos temprano. ¿Tienes móvil?

—Sí, llámame.

Había un par de lápices sobre la mesa de la cocina y Julia arrancó un trozo del cartón de la pizza y anotó su número. Lennart se lo guardó en el bolsillo de su pechera y se levantó.

—No hagas nada por tu cuenta —la advirtió, y la miró.

—Te lo prometo.

—La última vez que pasé la casa de Vera amenazaba ruina.

—Lo sé. No entraré sola —aseguró Julia. Pero si Jens se hallaba allí, solo en la oscuridad, ¿podría perdonarle que su madre no hubiera ido a buscarle?

Cuando salieron de la comisaría las calles de Marnäs estaban desiertas. Las luces de las tiendas se habían apagado y sólo el quiosco del otro lado de la plaza seguía abierto. Daba la sensación de que el aire húmedo fuera a helarse.

Lennart apagó la luz y cerró la puerta de la comisaría tras sí.

—¿Te vas a Stenvik?

—Quizá. —De pronto le vino una idea a la cabeza—. Lennart, ¿has averiguado algo de la sandalia? ¿La que te dio Gerlof?

El policía le lanzó una mirada inquisitiva, luego se acordó.

—No, lo siento. Todavía no. La envié a Linköping en un sobre lacrado, al laboratorio criminal, pero todavía no he recibido respuesta. Los llamaré la semana que viene. Pero quizá no deberíamos tener muchas esperanzas. Ha pasado demasiado tiempo y ni siquiera es seguro que sea auténtica…

—Lo sé… No tiene por qué ser de mi hijo —replicó Julia al punto.

Lennart asintió con la cabeza.

—Hasta luego, Julia.

Le tendió la mano, lo que resultó una forma algo impersonal de despedirse después de haber compartido sus intimidades. Pero Julia tampoco era muy dada a abrazar a la gente, así que le estrechó la mano.

—Adiós. Gracias por la pizza.

—De nada. Te llamaré después de la reunión.

Al despedirse, Lennart se quedó mirándola un segundo más de la cuenta, de una forma que más tarde podría dar lugar a interpretaciones interesadas. Después se dio la vuelta.

Julia cruzó la calle en dirección al coche. Condujo lentamente alejándose del centro de Marnäs, pasó por delante de la residencia, donde quizá Gerlof estuviera tomando el café de la tarde, y al final dejó atrás la iglesia a oscuras y el cementerio.

¿Estaba Lennart Henriksson casado o soltero? Julia no lo sabía y no se atrevía a preguntarlo.

De camino a Stenvik se preguntó si no se habría desnudado demasiado delante del policía, si no habría insistido más de la cuenta en sus remordimientos. Pero hablar le había sentado bien y le había dado cierta perspectiva del extraño día que había pasado en Borgholm, en que Gerlof se había sacado sus nuevas teorías de la manga, a saber, que el asesino de Jens se encontraba enfermo en una lujosa casa en Borgholm y que Nils Kant, el asesino de Henriksson, el policía provincial, quizás estuviera vivo y vendiera coches en la misma ciudad; era difícil saber si su padre le tomaba el pelo o no.

No. No eran cosas para tomarse a broma. Pero no parecía que esas ideas les llevaran a ninguna parte.

Lo mejor sería volver a casa.

Decidió que regresaría a Gotemburgo al día siguiente. Primero iría al entierro de Ernst Adolfsson; luego se despediría de Gerlof y de Astrid, y emprendería el viaje de vuelta a casa por la tarde, y allí intentaría llevar una vida mejor de la que había llevado hasta entonces. Beber menos vino, tomar menos pastillas. Pediría que le dieran el alta cuanto antes y empezaría a trabajar como enfermera de nuevo. Dejaría de vivir en el pasado y de dar vueltas a misterios que no tenían solución. Llevaría una vida normal e intentaría mirar hacia delante. Y la primavera siguiente podría regresar y visitar a Gerlof, y quizá también a Lennart.

Las primeras casas de Stenvik aparecieron a un lado de la carretera y frenó. Detuvo el coche junto a la casa de Gerlof a oscuras; se bajó, abrió la verja y entró el coche en el jardín. Decidió que pasaría la última noche en su habitación. Dormiría por última vez junto a los buenos y los malos recuerdos.

Al entrar encendió unas cuantas luces. Después salió de la casa y bajó al cobertizo para recoger el cepillo de dientes y el resto de sus pertenencias, incluidas las botellas de vino que se había traído de Gotemburgo y que, contra todo pronóstico, no había abierto.

Mientras avanzaba por el camino vecinal, tuvo muy presente que la casa de Vera Kant se erguía en la oscuridad a su izquierda; pero no volvió la cabeza. Apenas echó un rápido vistazo a las luces de las casas de Astrid y John en dirección sur, antes de bajar al cobertizo.

Después de recoger todas sus cosas se fijó en el viejo quinqué que colgaba de una ventana; tras unos segundos de indecisión lo descolgó del gancho y se lo llevó a la casa. Por si acaso.

Cuando volvía observó la casa de Vera tras los altos setos de espino blanco: grandes y negros. Esta vez no había ninguna luz encendida detrás de las ventanas.

«Nunca buscamos allí dentro», había dicho Lennart.

¿Y qué motivo habrían tenido para entrar en la casa? Vera Kant no estaba bajo sospecha de haber secuestrado a Jens.

Pero ¿y si Nils Kant se hubiera escondido allí? ¿Y si su madre lo hubiera protegido? ¿Y si Jens hubiese salido al camino envuelto en la niebla y hubiera echado a andar hacia el mar y se hubiera detenido ante la verja de Vera Kant y hubiese abierto la puerta y entrado…?

No, era demasiado rocambolesco.

Julia siguió caminando hasta la casa de verano. Entró en el interior caldeado y encendió todas las luces de la casa. Sacó una botella de vino tinto de la bolsa y, dado que era su última noche en Öland, la abrió en la cocina y se sirvió un vaso. Bebió de pie junto a la encimera, y al terminar lo volvió a llenar de inmediato. Se lo llevó al salón.

Notó cómo el alcohol se esparcía por su cuerpo.

Un vistazo. Si la reunión de Lennart en Marnäs terminaba temprano y llamaba… entonces le pediría que fuera a verla. Pero ¿y si no quería entrar en la casa donde había crecido el asesino de su padre? ¿Aunque sólo fueran a echar un vistazo?

Era como si Gerlof le hubiera contagiado una especie de fiebre; Julia no podía dejar de pensar en Nils Kant.