El martes amaneció gris y ventoso; además, a Gerlof le resultó humillante no poder siquiera valerse por sí mismo para llegar al coche. Necesitó la ayuda del personal. Se vio obligado a apoyarse en Boel y Linda para desplazarse desde la residencia de ancianos hasta el Ford de Julia aparcado en la rotonda, y aun así caminó con paso vacilante.
Gerlof notó el esfuerzo que hacían ambas mujeres por conseguir que su cuerpo pesado y renuente avanzara. Nada podía hacer él salvo sujetar el bastón con una mano, la cartera con la otra y dejarse llevar.
Era humillante pero no había otra opción. Había días en que podía caminar sin problemas, pero otros apenas era capaz de moverse. El frío de aquel día de otoño lo empeoraba todo. Era la víspera del entierro de Ernst, y Gerlof y Julia se iban de excursión.
Ésta abrió la puerta del copiloto desde el interior, y él tomó asiento.
—¿Adónde vais? —preguntó Boel junto al coche.
Siempre quería estar al tanto de los planes del anciano.
—Al sur —repuso Gerlof—. A Borgholm.
—¿Regresaréis para cenar?
—Seguramente —replicó él, y cerró la puerta—. Vamos —le dijo a Julia, deseando que no comentara lo mal que le veía esa mañana.
—Parece que se preocupa por ti —comentó su hija al abandonar la residencia de ancianos—. Me refiero a Boel.
—Es la responsable, no quiere que me ocurra nada —dijo Gerlof, y añadió—: No sé si lo sabes, pero un jubilado ha desaparecido en el sur de Öland. La policía lo anda buscando.
—Algo han dicho por la radio cuando venía en coche —recordó Julia—. Pero hoy no iremos al lapiaz, ¿verdad?
Gerlof negó con la cabeza.
—Vamos a Borgholm, como te dije —respondió—. Veremos a tres hombres, pero no al mismo tiempo, sino a uno después de otro. Y uno de ellos es quien me envió la sandalia de Jens. Querrás hablar con él, ¿verdad?
Julia asintió con la cabeza en silencio mientras conducía.
—¿Y los otros?
—Uno es amigo mío —explicó Gerlof—. Se llama Gösta Engström.
—¿Y el tercero?
—Ése es un poco especial.
Julia frenó al acercarse a la señal de stop antes del cruce de la carretera nacional.
—¿Siempre tienes que ser tan reservado, Gerlof? —se quejó ella—. Así te creces, ¿no?
—No, qué va —respondió él al punto.
—Pues a mí me parece que sí —insistió Julia, y giró por la carretera nacional hacia Borgholm.
«Quizá su hija tuviera razón», pensó Gerlof. Aunque nunca se había visto así.
—No me crezco —explicó—. Sólo creo que es mejor contar las historias a su ritmo. Antes la gente se tomaba tiempo para narrar historias, ahora todo tiene que ser deprisa y corriendo.
Julia guardaba silencio. Se dirigían hacia el sur y pasaron de largo el desvío a Stenvik. Un centenar de metros más allá Gerlof vio la silueta del edificio de la estación recortándose contra el horizonte al oeste. Por allí había pasado Nils Kant aquel día de verano al final de la guerra, cuando mató de un disparo en el tren a Henriksson, el policía provincial.
Gerlof aún recordaba el escándalo que se había armado. Primero dos soldados alemanes muertos de un tiro en el lapiaz, a continuación un policía asesinado y un asesino fugado: la conmoción había acaparado las noticias aun durante los dramáticos últimos meses de la Segunda Guerra Mundial.
Llegaron reporteros de todas partes del país para escribir sobre los espantosos y violentos sucesos acaecidos en Öland. Entonces Gerlof se encontraba en Estocolmo, donde pretendía reiniciar su carrera en la marina mercante, y sólo pudo leer lo que el Dagens Nyheter publicó sobre el drama ölandés. La policía reunió refuerzos llegados de todo el sur de Suecia para registrar la isla entera en busca de Nils Kant, pero tras saltar del tren, éste se había esfumado.
Ahora ya no circulaban trenes por Öland; incluso habían desaparecido las vías, y el edificio de la estación de Marnäs se había reconvertido en vivienda. Vivienda de verano, claro.
Gerlof apartó la vista del edificio y se reclinó en el asiento; unos minutos más tarde le sorprendió un persistente pitido procedente de algún lugar del coche. Enseguida se dio la vuelta, pero Julia no se inmutó: sacó tranquilamente el teléfono móvil del bolso sin dejar de conducir. Descolgó y habló en voz baja y concisa durante unos minutos, y luego se apresuró a apagar el teléfono.
—Nunca he entendido cómo funcionan esas cosas —dijo Gerlof.
—¿Qué cosas?
—Los teléfonos inalámbricos. Los móviles, como los llamen.
—Sólo hay que apretar una tecla y llamar —explicó Julia. Luego añadió—: Era Lena. Te manda saludos.
—Vaya, qué bien. ¿Qué quería?
—Creo que sobre todo le interesa que le devuelva el coche —repuso Julia, lacónica—. Éste. Se pasa el día llamando y preguntando por él. —Sujetó con más fuerza el volante—. Es de las dos, pero le trae sin cuidado.
—Vaya —dijo Gerlof.
Desconocía los evidentes conflictos que había entre sus hijas. Seguro que, de haber estado viva, su mujer habría hecho algo al respecto, pero por desgracia él no tenía ni idea de cómo actuar.
Después de la llamada telefónica Julia siguió conduciendo sin decir una palabra y Gerlof no supo cómo romper el silencio.
Tras un cuarto de hora ella giró hacia la entrada norte de Borgholm.
—Y ahora, ¿hacia dónde? —preguntó.
—Primero tomaremos un café —decidió Gerlof.
El piso de los Engström, situado en las afueras, al sur de Borgholm, era agradable y cálido. Desde el balcón del achaparrado edificio de apartamentos de alquiler, Gösta y Margit disfrutaban de una imponente vista de las ruinas del castillo. Al otro lado de un prado abandonado y angosto ascendía una abrupta ladera, a la que se aferraban inmensos árboles de hoja caduca, coronada por una planicie sobre la que se erguía el castillo medieval. Uno de los innumerables y misteriosos incendios que asolaban Borgholm cada cierto tiempo lo había devastado a principios del siglo XIX, y tanto el tejado como el mobiliario de madera habían desaparecido. En el lugar donde una vez estuvieron las ventanas del castillo se abrían ahora grandes oquedades negras.
A Gerlof, esas ventanas quemadas en lo alto del castillo siempre le recordaban una calavera con la cuenca de los ojos vacía. Sabía que a algunos habitantes de Borgholm no les gustaba el castillo, al menos hasta que el antiguo y destartalado edificio no se transformó en ruinas de interés histórico y atrajo a los turistas. Los habitantes de Öland habían sido forzados a construirlo, una orden real que sólo les había aportado sangre, sudor y lágrimas. La gente del continente siempre había intentado exprimir la isla.
Julia contemplaba las ruinas en silencio desde el balcón. Gerlof se volvió hacia ella.
—En la edad de piedra solían arrojar a los viejos enfermos desde ese peñasco —murmuró, y señaló las ruinas—. Al menos eso dicen. Fue mucho antes de que edificaran el castillo, claro. Y muchísimo antes de que las autoridades comenzaran a construir residencias de ancianos.
Margit Engström se acercó a ellos. Llevaba las tazas de café en una bandeja y se había puesto un delantal amarillo con el lema: «LA MEJOR ABUELA DEL MUNDO».
—Durante el verano se organizan conciertos en las ruinas —les informó—, y entonces tenemos un poco de ruido. Aparte de eso, es muy agradable vivir a los pies de un castillo.
Dejó la bandeja sobre la mesa delante del televisor y sirvió café a todos; a continuación volvió a la cocina en busca de la cesta de los bollos y los platos.
Gösta, su marido, vestía un traje gris, camisa blanca y tirantes, y sonreía todo el rato. Gerlof recordó que ya era un hombre alegre cuando trabajaba de capitán, al menos siempre que la tripulación obedeciera sus órdenes.
—Me encanta recibir visitas —dijo Gösta, y bebió un poco del humeante café—. Mañana iremos a Marnäs, claro. Vosotros también, ¿verdad?
Se refería al entierro de Ernst. Gerlof asintió con la cabeza.
—Yo iré seguro. Julia quizá tenga que regresar a Gotemburgo.
—¿Qué pasará con su casa? —preguntó Gösta—. ¿Se sabe algo?
—No, aún es demasiado pronto —repuso Gerlof—. Pero casi seguro la usarán sus parientes de Småland como casa de veraneo. Como si al norte de Öland no le sobraran ya casas de verano…, pero lo más probable es que acabe así.
—Sí, mucho tendrían que cambiar las cosas para que alguien se mudara allí todo el año —observó Gösta antes de beber otro sorbo de café.
—Aquí estamos tan a gusto; en la ciudad lo tenemos todo a mano —explicó Margit, al tiempo que colocaba los platos sobre la mesa—. Pero seguimos perteneciendo a la Asociación Comarcal de Marnäs.
Su marido le sonreía con cara de enamorado.
No se quedaron mucho tiempo en casa de los Engström, apenas media hora.
—Bueno —anunció Gerlof cuando volvieron a subir al coche, que habían dejado aparcado en la calle, frente a la hilera de casas—, ahora dirijámonos a Badhusgatan. Nos detendremos en Automóviles Blomberg y haremos unas compras antes de ir al puerto.
Julia lo miró mientras arrancaba el coche.
—¿A qué hemos venido aquí?
—Nos han invitado a tomar café y bollos —replicó Gerlof—. ¿Te parece poco? Y siempre es divertido ver a Gösta. También fue capitán de barco en el Báltico, como yo. Ya no quedamos muchos…
Julia giró en Badhusgatan y condujo por las calles desiertas. Apenas se cruzaron con otros coches. Y al final de una calle se encontraron con el blanco hotel del puerto.
—Tuerce por aquí —indicó Gerlof señalando a la izquierda.
Julia parpadeó y entró en un espacio asfaltado donde un letrero que anunciaba «AUTOMÓVILES BLOMBERG» colgaba de un edificio bajo que hacía las veces de garaje y solar para coches de segunda mano. Algunos Volvo más nuevos tenían el honor de estar aparcados en el interior, al otro lado de la ventana, pero la mayoría permanecía en el espacio asfaltado de fuera, y lucía carteles escritos a mano detrás del parabrisas que informaban del precio y el kilometraje.
—Venga, salgamos —instó Gerlof cuando Julia detuvo el coche.
—¿Vamos a comprar un coche?
—No, no —dijo Gerlof—, sólo haremos una breve visita a Robert Blomberg.
Notaba las articulaciones más calientes, y el café con los Engström le había reanimado. No le dolía el cuerpo como antes y pudo caminar por el asfalto con la sola ayuda del bastón, si bien Julia llegó antes a la puerta del garaje y la abrió.
Sonó una campanilla y el olor a aceite de motor les envolvió.
Aunque era un erudito en el tema de los barcos veleros, Gerlof apenas sabía nada de coches, y ver motores siempre le provocaba inseguridad. Había un equipo de soldar y diferentes herramientas desparramadas sobre el suelo de cemento alrededor de un Ford negro, pero ningún mecánico a la vista. El local estaba desierto.
Gerlof se acercó poco a poco hasta la pequeña oficina del garaje y echó un vistazo en su interior.
—Buenos días —saludó al joven mecánico vestido con un sucio mono azul que estaba sentado a la mesa, inclinado sobre la página de tiras cómicas del Ölands-Posten—. Venimos de Stenvik y queremos comprar aceite para el coche.
—¡Ah, sí! La verdad es que el aceite lo vendemos en el otro local —informó—, pero iré a buscarlo.
El joven se levantó; resultó ser unos centímetros más alto que Gerlof. Debía de ser el hijo de Robert Blomberg.
—Podemos acompañarte y ver los coches que hay a la venta —sugirió Gerlof.
Le hizo una seña con la cabeza a Julia, y padre e hija cruzaron una puerta detrás del joven mecánico y entraron en el departamento de ventas.
Allí no olía a aceite, y el suelo estaba recién fregado y pintado de blanco. Había filas de relucientes coches aparcados.
El mecánico se dirigió a una estantería repleta de productos para el cuidado del vehículo y pequeños repuestos.
—¿Aceite para motor normal? —preguntó.
—Sí, eso es —repuso Gerlof.
Vio a un hombre mayor que salía de una pequeña oficina y se detenía en el umbral. Era casi de la misma estatura, y ancho de espaldas como el joven mecánico, pero tenía muchas arrugas y las mejillas arreboladas llenas de capilares rotos.
Aunque nunca había hablado con él, pues Gerlof siempre había comprado y vendido sus coches en Marnäs, sabía que estaba ante Robert Blomberg. Procedente del continente, había abierto un garaje y un pequeño local de venta de coches a mediados de los años setenta. John Hagman había tratado bastante al viejo dueño del taller y le había hablado de él a Gerlof.
El viejo Blomberg le miró y asintió con la cabeza sin decir palabra. Gerlof le devolvió el saludo en silencio. Sabía que Blomberg había tenido problemas con el alcohol hacía un tiempo, y quizá no los hubiera superado, pero aquél no era un tema de conversación muy prometedor.
—Aquí tiene —dijo el joven mecánico, y les tendió la botella de aceite de motor.
Robert Blomberg se apartó lentamente del umbral y entró de nuevo en la oficina. A Gerlof le pareció que se tambaleaba un poco.
—No necesitaba aceite para el motor —protestó Julia cuando estuvieron sentados en el coche.
—Nunca viene mal tener aceite de reserva —adujo Gerlof—. ¿Qué te ha parecido el garaje?
—Nada especial —respondió Julia, y giró para entrar de nuevo en Badhusgatan—. No parecían muy ocupados, la verdad.
—Tira hacia el puerto —señaló Gerlof—. ¿Y los dueños…, los Blomberg? ¿Qué te han parecido?
—No es que hayan dicho gran cosa. ¿Qué problema tienen?
—He oído decir que Robert Blomberg pasó muchos años en el mar —repuso Gerlof—. Cruzó los siete mares, y llegó hasta Sudamérica.
—Vaya.
Durante unos segundos ninguno de los dos habló. Se acercaban al hotel que se erguía en un extremo de Badhusgatan. Gerlof observó el puerto junto al hotel y le embargó una profunda nostalgia.
—No hay final feliz.
—¿Qué? —inquirió Julia.
—Muchas historias no tienen un final feliz.
—Lo más importante es que terminen. —Julia miró a su padre—. ¿Te refieres a algo en particular?
—Bueno…, pienso sobre todo en la marina mercante ölandesa. Podría haberle ido mejor. Acabó demasiado rápido.
El puerto de Borgholm era más grande que el de sus poblaciones vecinas de Marnäs y Långvik; sin embargo, podía abarcarse con la vista. Apenas contaba con unos cuantos muelles de cemento armado, que a la sazón se hallaban completamente desiertos. No había ni siquiera un barco de pesca atracado. Una gran ancla pintada de negro yacía sobre el asfalto junto al mar, en recuerdo quizá de tiempos mejores.
—En los años cincuenta aquí se veían hileras y más hileras de barcos de carga atracados —explicó Gerlof, y miró por ventanilla el agua gris—. Cualquier día de otoño como hoy habría un enjambre de hombres alrededor de ellos ocupados en cargarlos o repararlos. Olería a brea y a barniz. Si hiciera sol los capitanes habrían ordenado izar las velas para airearlas con la brisa. Habría filas de velas amarillentas recortadas contra el cielo azul: un espectáculo hermosísimo.
Guardó silencio.
—¿Y cuándo dejaron de venir los barcos aquí? —preguntó Julia.
—Bueno…, allá por los años sesenta. Pero no es que dejaran de venir aquí, más bien dejaron de partir de este puerto. Llegó un momento en que la mayoría de los capitanes de la isla necesitaron cambiar sus barcos por naves más modernas si querían competir con las navieras del continente, pero los bancos no les concedieron préstamos. Ya no creían en la marina mercante ölandesa. —Guardó silencio, y añadió—: También a mí me denegaron un crédito, así que vendí mi último barco, el Nore… Y a continuación me inscribí en un curso nocturno para administrativos a fin de estar ocupado durante el invierno.
—No recuerdo que te quedaras ningún invierno en casa —apuntó Julia en voz baja—. En realidad no te recuerdo en casa en absoluto.
Gerlof echó un vistazo a su hija.
—Pues sí, pasé en casa varios meses. Había pensado solicitar el mando de un transatlántico al año siguiente, pero entonces conseguí trabajo de administrativo en el Ayuntamiento, y allí me quedé. John Hagman, que había sido mi timonel, compró su propio barco cuando yo regresé a tierra, y navegó un par de años más. Fue uno de los últimos barcos de Borgholm. Se llamaba Farväll, (Adiós), un nombre de lo más apropiado.
Julia circulaba despacio mientras se alejaba de los muelles y se adentraba entre las imponentes viviendas que se erguían al norte del puerto, tras pulcras vallas de madera. La casa más cercana al mar era la de mayor tamaño y amplitud; pintada de blanco, casi igualaba al hotel.
Gerlof alzó la mano.
—Ya puedes parar.
Julia aparcó junto a la acera ante la casa y su padre se encorvó lentamente y abrió su cartera.
—Los propietarios de barcos ölandeses éramos muy testarudos —observó, y sacó un sobre marrón y el delgado libro que había cogido de su escritorio—. Podríamos habernos unido a fin de conseguir el capital necesario para comprar barcos de mayor calado. Pero eso no iba con nosotros. El caso es que nos arriesgamos a invertir. Creo que pensábamos que trabajar en solitario nos hacía más fuertes.
Pasó el libro a su hija. Se titulaba: Naviera Malm: 40 años, y la portada mostraba la fotografía en blanco y negro de un enorme barco que surcaba un inmenso océano bajo el sol.
—La naviera Malm constituyó la excepción —dijo Gerlof—. El capitán Martin Malm se atrevió a invertir en barcos de mayor calado. Creó una pequeña flota mercante que navegaba por todos los mares del mundo. Hizo dinero, y con los beneficios compró más barcos. A finales de los años sesenta Martin se había convertido en uno de los hombres más ricos de Öland.
—Vaya —dijo Julia—. Fenomenal.
—Pero nadie sabe cómo consiguió su capital inicial —añadió Gerlof—. Por lo que he oído decir, no tenía más dinero que cualquiera de nosotros.
Señaló el libro.
—La naviera Malm publicó este libro conmemorativo la primavera pasada. Deja que te enseñe una cosa.
En la contracubierta del libro un breve texto explicaba el carácter conmemorativo de la publicación, dedicada a la naviera de mayor éxito de Öland. Y bajo esas palabras aparecía un logotipo formado por el nombre de naviera Malm con la silueta de tres gaviotas suspendidas encima.
—Observa las gaviotas —indicó Gerlof.
—Bueno —repuso Julia—. Es el dibujo de tres gaviotas. ¿Y qué?
—Compáralas con esto —dijo Gerlof, y le entregó el sobre marrón con sello sueco y matasellos borroso. Iba dirigido a su atención en el hogar Marnäs, con letra temblorosa y escrita con tinta azul—. Han arrancado la esquina derecha. Pero aún queda un trozo del ala de una gaviota… ¿La ves?
Julia miró y asintió con la cabeza lentamente.
—¿De dónde lo has sacado?
—La sandalia llegó dentro de este sobre —respondió Gerlof—. La sandalia del niño.
Julia dio media vuelta al sobre rápidamente.
—¿No lo habías tirado? Es lo que le dijiste a Lennart.
—Una mentira piadosa. Pensé que bastaba con que se llevara la sandalia. —Y enseguida continuó—: Pero lo importante es que este sobre procede de la naviera Malm. Y que fue el propio Martin Malm quien envió la sandalia de Jens. Estoy seguro. Y creo que también me llama por teléfono.
—¿Te ha llamado? —repitió Julia—. No me lo habías dicho.
—Quizá no. —Gerlof miró las grandes casas—. No había mucho que contar, sólo que este otoño me han llamado algunas tardes.
Las llamadas empezaron poco después de que recibiera la sandalia. Pero nunca hablan.
Julia miró el sobre.
—¿Ahora vamos a verlo?
—Eso espero. —Gerlof señaló la impresionante casa blanca de madera—. Vive allí.
Abrió la portezuela y salió a la calle. Julia no se movió de su asiento durante unos segundos, luego también abandonó el vehículo.
—¿Cómo sabes que está en casa?
—Martin Malm siempre está en casa —respondió Gerlof.
Un viento frío que soplaba del estrecho les sacudió al tiempo que Gerlof echaba un vistazo al mar por encima del hombro. Volvió a pensar en Nils Kant y se preguntó cómo había logrado cruzar el estrecho casi cincuenta años atrás.