Öland, mayo de 1945

Nils Kant sierra su escopeta.

Se encuentra en la calurosa leñera, donde los troncos de los abedules se amontonan hasta el techo, y tiene la espalda encorvada. Parece que el montón de leña vaya a caérsele encima en cualquier momento. Su Husqvarna reposa sobre el ancho tronco de cortar, con el cañón casi recortado. Nils apoya la bota del pie izquierdo sobre la culata de la escopeta y maneja la sierra de arco con ambas manos. Lenta pero obstinadamente corta el cañón, y de vez en cuando espanta las moscas que revolotean en la leñera e intentan posarse sin cesar en su rostro sudado.

En el jardín no se oye un alma. Vera, su madre, está en la cocina y prepara su mochila. Una tensa espera llena el aire primaveral.

Nils sierra y sierra, y al fin la hoja se come los últimos milímetros de hierro y el cañón se desprende y cae al suelo de piedra de la leñera emitiendo un breve sonido metálico.

Lo recoge, lo introduce en un pequeño agujero en el fondo del montón de leña y deja la sierra sobre el tronco de cortar. Saca dos cartuchos del bolsillo y carga el arma.

Luego sale de la leñera y coloca la escopeta a la sombra, junto a la entrada.

Está preparado.

Han pasado cuatro días desde que disparó en el lapiaz, y todo Stenvik ya sabe lo ocurrido. «SOLDADOS ALEMANES ENCONTRADOS MUERTOS - EJECUTADOS CON UNA ESCOPETA», rezaba la primera página del Ölands-Posten del día anterior. Los titulares eran tan grandes como cuando hace tres años el bosque costero de las afueras de Borgholm fue bombardeado por aviones.

Los titulares mienten: Nils no ha ejecutado a nadie. Hubo un intercambio de disparos con dos soldados y, al final, él resultó vencedor.

Pero quizá no todos lo vean de esa forma. Por una vez Nils ha bajado a la aldea por la tarde, ha pasado por el molino y se ha encontrado con la mirada silenciosa del molinero. No les ha contado nada, pero sabe que hablan de él a sus espaldas. Los rumores corren. Y las historias sobre lo que ocurrió en el lapiaz se esparcen como las ondas en el agua.

Entra en la casa.

Vera, su madre, está de pie inmóvil y en silencio; de espaldas a él, mira el lapiaz por la ventana. Él advierte la rigidez de sus hombros bajo la blusa gris, su inquietud y su pena.

Los temores de Nils son también mudos.

—Tengo que irme —anuncia él.

Ella apenas asiente con la cabeza y no se da la vuelta. Sobre la mesa, junto a ella, están la mochila y la pequeña maleta preparadas, y Nils se acerca y las coge. Es casi insoportable; si intenta decir algo más la voz se le ahogará: así que simplemente se va.

—Volverás, Nils —dice su madre con voz afónica tras él.

Él asiente con la cabeza sin que ella pueda verlo y coge su gorra azul de la repisa de los sombreros, junto a la puerta. En la gorra está escondida su petaca de latón, llena de coñac. La guarda en la mochila.

—Bueno, ya es la hora —dice en voz baja.

En la mochila lleva un monedero con dinero para el viaje, y además, veinte billetes grandes de su madre fuertemente enrollados al fondo del bolsillo trasero del pantalón.

Al llegar a la puerta se da media vuelta. Ve a su madre de perfil en la cocina, pero sigue sin mirarle. Quizá no pueda. Tiene las manos juntas sobre el vientre, clava las largas uñas blancas en la palma de sus manos, le tiembla el mentón.

—Te quiero, mamá —dice Nils—. Volveré.

Sale rápidamente por la puerta, baja los escalones de piedra hasta el jardín. Se detiene junto a la leñera para recoger la escopeta antes de rodear la casa y adentrarse entre los fresnos.

Nils sabe cómo abandonar la aldea sin ser visto, y es lo que hace. Camina agachado por los senderos de vacas, por las espesas breñas alejadas del camino vecinal, trepa por encima de muros cubiertos de liquen y de vez en cuando se detiene a escuchar voces susurrantes tras el zumbido de los insectos que revolotean sobre la hierba.

Sale a la luz del sol en el lapiaz del sudoeste de la aldea sin ser visto.

Allí ya no corre ningún peligro; Nils se orienta mejor que cualquiera; por la hierba se mueve con rapidez y facilidad. Divisa cualquier ser vivo antes de que éste le vea. Camina en dirección al sol, dando un amplio rodeo para no pasar por el lugar donde encontró a los alemanes. No quiere ver si los cuerpos aún están allí o si ya se los han llevado. No quiere pensar en ellos, pues son ellos los que le obligan a abandonar a su madre.

Los soldados muertos le obligan a alejarse, durante un tiempo.

«Tienes que ocultarte —le dijo su madre la noche anterior—. Tomarás el tren a Borgholm en Marnäs, y después pasarás con el transbordador Svea a Småland. El tío August se encontrará contigo en Kalmar, y allí harás lo que él diga; y te quitarás la gorra cuando le des las gracias. No hables con nadie, y no vuelvas a Öland hasta que las cosas se hayan calmado. Pues acabarán calmándose, Nils, si sabemos esperar».

De pronto le parece oír un grito apagado a su espalda y se detiene. Pero no percibe nada más. Nils se mueve con cuidado entre los enebros, pero no puede retrasarse. El tren no espera.

Después de un par de kilómetros llega al camino cubierto de grava. Del sur se acerca una carreta y Nils se apresura a cruzar y bajar a la cuneta. Pero del carro tira un solo caballo con la cabeza encorvada, y antes de que llegue Nils ya está lejos.

Ahora se halla más o menos en el centro de la isla y piensa en lo que ha leído en el periódico: se supone que los soldados alemanes siguieron esa carretera hace una semana, después de que el motor de su barca fallara y la corriente les arrastrara hasta el sur de Marnäs.

No quiere pensar en ellos, pero por un momento recuerda el estuche con las piedras preciosas que arrebató a los soldados y se recuerda enterrándolo bien hondo bajo el mojón. Estos últimos días, en los que su madre y él apenas han salido de casa, ha estado a punto de hablar de su botín de guerra varias veces, pero algo le ha hecho callar. Acabará contándoselo; desenterrará y le enseñará a su madre el tesoro, pero esperará a estar de regreso.

Veinte minutos más de caminata y se encuentra con el terraplén de la vía férrea. Es la vía estrecha que une Boda y Borgholm; Nils echa a andar hacia el norte y la sigue hasta la estación de Marnäs. El caserón de madera de la estación se alza solitario al sur del pueblo. Es estación de tren y oficina de correos al mismo tiempo, y Nils divisa el edifico en el momento en que los dos raíles se dividen y se convierten en cuatro.

La vía férrea está vacía. Su tren aún no ha llegado.

Nils ha ido y ha vuelto tres veces de Borgholm y sabe cómo se comporta un viajero. Entra en la estación, donde reina la tranquilidad y el silencio, se acerca a la ventanilla y compra un billete de ida a la ciudad.

La adusta mujer con gafas sentada detrás de la ventanilla enrejada levanta la vista y acto seguido la baja a la mesa para extender el billete. Su pluma de acero araña el papel.

Nils espera tenso, se siente observado y mira alrededor. Hay media docena de viajeros, en su mayoría hombres trajeados, sentados en los bancos de madera de la sala de espera. Aguardan solos o en grupos y unos cuantos tienen maletines de cuero negro a su lado. Nils es el único que lleva mochila y maleta.

—Aquí lo tiene. Último vagón, número tres.

Nils toma el billete, paga y sale al andén con la mochila colgada del hombro y la maleta en la mano. Tras unos minutos se oye el estridente silbato del tren, y a continuación la máquina aparece resoplando mientras arrastra tres vagones de madera pintados de rojo.

La negra y humeante locomotora de vapor transmite un enorme poderío al aminorar la marcha ante el edificio de la estación; los frenos chirrían.

Nils se sube al último vagón. Detrás de él, un revisor grita algo, las puertas de la estación se abren y salen los otros viajeros.

Al llegar al último peldaño, Nils se vuelve y los mira fijamente en silencio; los viajeros optan por dirigirse a los otros vagones.

El suyo está oscuro y vacío. Nils coloca la maleta en el portaequipajes y se sienta con la mochila a su lado en el asiento de piel junto a la ventana que da al lapiaz. El tren da una sacudida y empieza a moverse pesada y firmemente. Nils cierra los ojos y respira hondo.

El tren vuelve a detenerse con un estridente chirrido. Los vagones permanecen quietos.

Nils abre los ojos, espera. Aún está solo en el vagón.

Pasa un minuto, dos. ¿Qué ocurre?

Fuera alguien da un grito y por fin Nils siente cómo el tren se pone de nuevo en marcha. Toma velocidad poco a poco, y Nils ve pasar la estación y desaparecer tras él. En el vagón hay una corriente de aire frío que le recuerda a la brisa marina de la playa de Stenvik.

Deja caer los hombros lentamente. Apoya la mano sobre la mochila, la abre y se recuesta en el asiento. La velocidad aumenta sin cesar. Se oye el pitido del tren.

La puerta de su compartimento se abre de repente.

Nils vuelve la cabeza.

Entra un hombre corpulento con gorra y abrigo negro de policía con los botones relucientes. Mira a Nils a los ojos.

—Nils Kant de Stenvik —dice el hombre con expresión grave.

No es una pregunta, pero Nils asiente automáticamente.

Se siente clavado al asiento mientras el tren cobra velocidad a través del lapiaz. Un paisaje ocre por la ventanilla, cielo azul. Nils desea detener el tren y saltar, quiere regresar al lapiaz. Pero ahora va muy rápido, los raíles traquetean y el viento silba.

—Bien.

El hombre de uniforme se sienta pesadamente en el asiento de delante en diagonal a Nils, tan cerca que sus rodillas casi se tocan. Alisa los pliegues de su abrigo, abotonado de arriba abajo a pesar del calor. Su frente reluce de sudor bajo el ala de la gorra. Nils lo reconoce, vagamente. Henriksson. Es el policía provincial de Marnäs.

—Nils —empieza Henriksson con naturalidad—, ¿vas de viaje a Borgholm?

El otro asiente con la cabeza.

—¿Vas a visitar a alguien? —pregunta Henriksson.

Nils mueve la cabeza negativamente.

—Entonces, ¿qué vas a hacer?

Nils no responde.

El policía provincial vuelve la cabeza y mira por la ventanilla.

—Bueno, podemos viajar juntos —dice—, así mientras tanto tendremos una pequeña conversación.

Nils no dice nada.

El policía continúa:

—Cuando me han llamado y me han dicho que estabas aquí les he pedido que retrasaran un poco la salida, para que me diera tiempo a llegar a la estación y coger el tren. —Dirige de nuevo la mirada a Nils—. Tenía ganas de hablar contigo, ¿sabes?, sobre tus largos paseos por el lapiaz…

El tren comienza a reducir la marcha de nuevo; están entrando en una de las estaciones entre Marnäs y Borgholm. Tras la ventanilla de Nils pasa una pequeña casa de madera rodeada de manzanos. Le parece oler el aroma de crepes; su madre, la noche anterior, le ofreció crepes recién hechas con azúcar molido.

Nils mira al policía.

—El lapiaz… No tengo nada que decir.

—Yo creo que sí. —El policía provincial saca un pañuelo del bolsillo—. Creo que vale la pena hablar de ello, Nils, es algo que piensan muchos además de yo. La verdad siempre acaba saliendo a relucir.

El policía le mira a los ojos y se seca lentamente el sudor de la cara. Luego se inclina hacia delante.

—Estos últimos días varias personas de Stenvik se han puesto en contacto con nosotros. Han dicho que si queríamos saber quién había disparado su escopeta en el lapiaz, te preguntáramos a ti, Nils.

Éste ve a los dos soldados muertos tendidos en el suelo; recuerda su mirada fija.

—No —dice, y sacude la cabeza.

Le zumban los oídos. El tren se detiene.

—Nils, ¿te encontraste a los extranjeros en el lapiaz? —pregunta el policía, y se guarda el pañuelo.

El tren se detiene con una ligera sacudida. Tras medio minuto empieza a rodar de nuevo.

—Fuiste tú, ¿verdad?

El policía provincial le sostiene la mirada a la espera de una respuesta. Sus ojos le taladran.

—Hemos encontrado los cuerpos, Nils —insiste—. ¿Fuiste tú quien disparó?

—Yo no hice nada —responde él en voz baja, y tantea con los dedos la abertura de la mochila.

—¿Qué has dicho? —pregunta el policía—. ¿Qué tienes ahí?

Nils no responde.

Las ruedas del tren empiezan a traquetear de nuevo, se oye el pitido del vapor; a Nils le tiemblan los dedos mientras rebuscan en el interior de la mochila, que cae a un lado con la abertura hacia él. Su mano derecha palpa entre la ropa y sus pertenencias.

El otro hombre se incorpora en el asiento, quizá comprende que está a punto de ocurrir algo.

Se oye el aterrorizado pitido del tren.

—Nils, qué tienes…

Los dedos agarran la escopeta recortada en el interior de la mochila. Nils acaricia el gatillo y la escopeta se sacude entre la ropa de la mochila.

El primer disparo destroza el fondo de la mochila, y un enjambre de perdigones desgarra el asiento al lado del policía provincial. Las astillas salpican el techo.

El hombre se sobresalta con el estruendo pero no intenta protegerse.

No tiene a donde ir.

Nils levanta rápidamente la mochila rota y dispara de nuevo, sin mirar adónde. La bolsa se hace pedazos.

El segundo disparo acierta al policía provincial. Su cuerpo es lanzado con tanta fuerza contra la pared que produce un crujido, cae pesadamente a un lado, rueda con la espalda sobre el asiento destrozado por el disparo y se desploma con violencia sobre el suelo del vagón.

Los raíles traquetean; el tren pasa volando por el lapiaz.

El policía está tendido en el suelo junto a Nils y sus brazos se sacuden débilmente. Éste sujeta la escopeta pero suelta la mochila rota y se pone en pie tambaleándose.

Diablos.

«Tomarás el tren a Borgholm», dice su madre dentro de su cabeza.

El plan se ha echado a perder.

Nils mira alrededor y ve cómo el paisaje desfila por la ventanilla.

El lapiaz sigue allí fuera, y el sol.

Vacía la mochila y la ropa destrozada cae; todo apesta a pólvora: calcetines, pantalones, un jersey de lana. Pero hay una pequeña bolsa de toffees al fondo, y el monedero y la petaca de latón con coñac tampoco se han roto. Coge la petaca, le da un rápido trago al tibio coñac y se la guarda en el bolsillo trasero. Se siente mejor.

El dinero, el jersey, la petaca, la escopeta y los toffees. No puede llevarse nada más. Tendrá que dejar la maleta con la ropa.

Nils pasa por encima del cuerpo inmóvil del policía provincial, abre la puerta y sale al espacio entre los vagones. El estruendo es ensordecedor.

El tren circula por el lapiaz. El viento causado por la velocidad le sacude, así que entorna los ojos. A través de una ventanilla ve el interior del vagón de delante; un hombre sentado le da la espalda y se mece al ritmo del tren. El disparo de perdigones ha sido amortiguado por la ropa de la mochila: la máquina traquetea sobre los raíles y al parecer nadie ha oído nada.

Nils abre la puerta lateral; percibe el aroma de la vegetación del lapiaz y ve la grava de la vía pasar a sus pies como un río gris claro. Baja al último peldaño, comprueba que no haya ningún obstáculo en el terraplén y salta.

Intenta correr por el aire y tomar tierra con las piernas en movimiento, pero el impacto le hace perder pie. Las ruedas del tren traquetean; el mundo da vueltas. Se abalanza contra el suelo, se da un fuerte golpe en la frente y se estira lo máximo que puede para no morir aplastado por el tren. Pero el terraplén lo empuja lejos.

Alza la cabeza y ve alejarse el convoy, mientras el último vagón que acaba de abandonar se hace más y más pequeño sobre la vía.

El tren desaparece en la distancia. Todo queda en silencio.

Lo ha conseguido.

Se incorpora lentamente y mira a su alrededor. Ha regresado al lapiaz, con la escopeta aún entre las manos.

No se ve ninguna casa, no hay nadie. Sólo la hierba infinita y el cielo azul.

Nils es libre.

Camina rápidamente por el lapiaz sin echar la vista atrás a la vía del tren, hacia la costa oeste de la isla.

Nils es libre, y ahora desaparecerá.

Ya ha desaparecido.