Öland, mayo de 1945

Nils Kant apunta con la escopeta a los dos soldados extranjeros y tiene el dedo en el gatillo. El viento y el trino de los pájaros se han detenido en el lapiaz. El paisaje se ha vuelto borroso; Nils sólo ve a los soldados y la boca de los dos cañones de su escopeta apuntándoles todo el rato.

Como si obedecieran una orden, los soldados se levantan despacio. Las piernas parecen flaquearles; necesitan apoyar las manos en la hierba para poder erguirse, y luego levantan las manos. Pero Nils no baja el arma.

—¿Qué hacéis aquí? —pregunta.

Los hombres no contestan, sólo le miran con las manos alzadas por encima de su cabeza y no responden.

El que está delante retrocede medio paso, choca con el otro y se detiene. Parece más joven que el otro, pero los dos lucen una máscara grisácea de polvo y barro, y una barba negra de varios días, y es difícil calcular su edad. Tienen los ojos inyectados en sangre y están tan cansados que parecen centenarios.

—¿De dónde venís? —pregunta Nils.

No hay respuesta.

Nils baja la mirada rápidamente y ve que los soldados no tienen equipaje. Los uniformes gris verdoso tienen las rodillas desgastadas y las costuras descosidas, y el soldado más próximo luce un desgarrón en la pernera.

Nils sostiene la escopeta, pero eso no le tranquiliza. Intenta respirar lentamente por la nariz para evitar que le tiemblen los brazos y el cañón de la escopeta oscile en todas direcciones. Una cinta de hierro invisible le aprieta cada vez con más fuerza la cabeza por encima de las orejas; el dolor le impide pensar con claridad.

Nicht schiessen —jadea de nuevo el soldado que está delante.

Nils no entiende las palabras, pero le parece que hablan el mismo idioma que Adolf Hitler en la radio. Así que son alemanes de la gran guerra. ¿Cómo han llegado hasta aquí?

«En barco —piensa—. Han debido de llegar en barco, cruzando el Báltico».

—Tenéis que… seguirme —dice.

Habla lentamente para que los soldados le entiendan. Debe tomar el mando, al fin y al cabo el que tiene la escopeta en las manos es él.

Los mira y asiente con la cabeza.

—¿Entendéis lo que digo?

Hablar le sienta bien, aunque no le entiendan. Mitiga el miedo y combate la parálisis de su cerebro. Nils podría llevarlos a Stenvik, podría convertirse en un héroe. Lo que piense la gente de la aldea no tiene importancia, pero su madre estaría orgullosa.

El soldado de delante asiente a su vez y baja lentamente los brazos.

Wir wollen nach England fahren —dice—. Wir wollen in die Freiheit.

Nils le mira. La única palabra que ha entendido es «England», que en sueco suena igual, pero está seguro de que los soldados no son ingleses. Está casi seguro de que son alemanes.

El soldado que está detrás baja una de sus manos hacia el bolsillo de su uniforme.

—¡No!

Él corazón de Nils late con fuerza, abre la boca.

El soldado introduce la mano en el bolsillo. Sus manos se mueven con rapidez; la mirada de Nils no puede seguirlas. Tiene que hacer algo y dice:

—Arriba las ma…

Un estruendo ahoga el final de la palabra. La escopeta sufre una sacudida.

El humo de la pólvora florece en la boca del cañón; durante un instante borra a los hombres que tiene delante.

Nils no ha tenido intención de disparar; sólo ha acariciado la escopeta con demasiada fuerza para señalar con ella, señalar hacia arriba. Pero la escopeta se ha disparado y ha dejado escapar una lluvia de plomo, que ha golpeado al soldado de delante y lo ha derrumbado.

Nils lo ve como una sombra tras la humareda de pólvora, una sombra que se desploma y se agita y queda tendida en la hierba.

El humo se desvanece, se apagan todos los sonidos, pero el soldado aparece tendido de lado con la chaqueta del uniforme desgarrada.

Durante unos segundos su cuerpo parece totalmente ileso, luego la sangre comienza a escaparse por los desgarrones de la tela como crecientes manchas negras.

El soldado cierra los ojos, agonizante.

—¡Diablos! —se dice Nils en voz baja.

Lo ha hecho. Ha disparado, y además al soldado equivocado. No ha sido el soldado de delante el que se ha metido la mano en el bolsillo, pero es él quien está tendido en el suelo, ensangrentado.

Nils ha disparado a una persona como si fuera un conejo; él, y sólo él, ha sido quien ha disparado.

El soldado del suelo parpadea despacio, sus brazos se agitan débilmente y se esfuerza en levantar la cabeza, pero no lo logra.

Espira con cortos jadeos, tose, espira, pero nunca inspira. La sangre le cubre el uniforme.

Su mirada vaga alrededor, de un lado a otro, y finalmente se clava en el cielo.

Detrás de él el otro soldado, el que se palpaba el bolsillo con la mano, aprieta los labios con la mirada perdida. Permanece completamente inmóvil, pero sujeta algo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. El objeto que ha sacado del bolsillo justo antes de que tronara el disparo.

No es un arma, es algo mucho más pequeño. Parece una pequeña piedra granate que brilla y resplandece, a pesar de que en el lapiaz no luce el sol.

Nils sujeta la escopeta, el soldado sujeta su pequeña piedra. Ninguno de los dos baja la mirada.

Nils ha disparado, ha matado. Desaparece la primera sensación de pánico y le embarga una fría tranquilidad. Ahora ha recuperado el control.

Nils espira, da un paso adelante hacia el soldado y asiente sin quitar los ojos de la pequeña piedra.

—Dámela —dice tranquilamente.