En Öland el amanecer llega como una silenciosa luz deslumbrante a lo largo de la línea del horizonte, pero aquella mañana de octubre Julia durmió durante toda la salida del sol.
De las tres ventanas del cobertizo de Gerlof colgaban pequeños estores que en el pasado eran granates pero que con el sol se habían ido destiñendo hasta transformarse en rosa pálido. Justo antes de las ocho y media el seguro del estor junto a la cama de Julia se descorrió, y éste se enrolló de golpe con un estrépito que retumbó en el cobertizo en silencio.
Julia abrió los ojos. No fue el ruido lo que la despertó, sino el sol que de repente entró a raudales por la ventana del este. Parpadeó y levantó la cabeza de la cálida almohada. Se asomó a la ventana y vio una hierba pajiza otoñal agitada por el viento y recordó dónde se encontraba. Viento fuerte y aire fresco.
«Stenvik», pensó.
Volvió a parpadear e intentó mantener la cabeza alzada, pero se hundió de nuevo rápidamente en el hueco de la almohada. Siempre se sentía espesa por las mañanas; le había pasado toda la vida, y durante veinte años a menudo el sueño del olvido había sido muy tentador. Tras ese día, a causa de las depresiones había dormido más tiempo del que se suponía que debía dormir en su vida adulta. Pero resultaba difícil levantarse por la mañana cuando no parecía existir razón alguna para hacerlo.
También resultaba muy difícil levantarse en Stenvik, ya que no había un cuarto de baño caldeado al que ir dando tumbos. Todo lo que encontraría en las inmediaciones sería una playa de piedras y agua helada.
Julia recordó vagamente el repiqueteo de la lluvia torrencial durante la noche, pero ahora sólo se oían olas al pie del cobertizo. El rítmico rumor le hizo pensar en saltar de la cama, vestirse a toda prisa y bajar corriendo para lanzarse al mar, pero se le pasó.
Permaneció tumbada unos minutos más en la estrecha cama y luego se levantó.
Hacía mucho viento y el aire era húmedo y frío, pero el Stenvik que divisó al ponerse los pantalones y el jersey y abrir finalmente la puerta del cobertizo no era el mismo paisaje fantasmal que el de la noche anterior.
La lluvia torrencial parecía haber lavado todas las cosas grises; ahora el sol brillaba de nuevo y la costa rocosa de Öland aparecía límpida, sobria y bella. La bahía que daba su nombre a la aldea no era profunda, se trataba más bien de una suave ensenada circular que se extendía a ambos lados del cobertizo, labrada por el agua brillante del estrecho. A un centenar de metros de la costa descansaban las gaviotas con las alas extendidas por encima de las olas y lanzaban sus gritos o sus risas estridentes al viento.
Podía percibir la tristeza bajo la luz del sol, porque no todo era tan bello como parecía, pero Julia intentó ahogarla. Esa mañana sólo deseaba sentirse bien y no pensar en fragmentos de huesos ni hablar del recuerdo de Jens.
Oyó el alegre ladrido de un perro. Al volver la cabeza hacia el camino de la costa, vio a una mujer de pelo blanco con un anorak rojo que paseaba en dirección sur con un perrito marrón claro que corría sin correa de un lado a otro olfateando el camino. Dándole la espalda a Julia, giraron y entraron con pasos apresurados en una casa al otro lado del camino.
Julia comprendió que aparte de Ernst había más gente viviendo en Stenvik.
Poco a poco la somnolencia fue desapareciendo y le pareció que rebosaba energía. Cogió un bidón de plástico y rápidamente subió a casa de Gerlof para llenarlo con agua potable del grifo del jardín. A la luz del sol la casa aparecía realmente acogedora, pero su padre no le había dado la llave, así que no podía entrar a ver el dormitorio de su infancia.
Tras llenar el bidón se dio cuenta de que nada le impedía quedarse más de un día en Öland. Si tenía algo razonable que hacer —si Gerlof se espabilaba y le proponía hacer o buscar algo—, podría quedarse un par de días o tres.
Después observó el jardín desierto y se decidió. No. Regresaría a Gotemburgo ese mismo día, pero un poco más tarde.
De vuelta en el cobertizo, mientras sujetaba con fuerza el bidón de plástico, se detuvo a mirar la casa amarilla que se alzaba tras el seto de espino blanco al pie de la casa de verano. Estaba rodeada de altos y frondosos fresnos y en realidad apenas se vislumbraba debido a los setos, pero lo poco que se veía no era bonito. No sólo estaba vacía sino también completamente abandonada. La parra virgen había trepado por las paredes y comenzaba a cubrir las ventanas rotas.
Julia recordaba vagamente que antes vivía allí una mujer mayor que nunca salía ni se relacionaba con nadie de la aldea.
Era raro que hubieran dejado que la vivienda se deteriorase; bajo todas esas grietas había una casa magnífica. Deberían restaurar toda la finca.
Julia continuó andando hasta el cobertizo para prepararse un té y desayunar.
Cuarenta y cinco minutos después echaba el cerrojo al cobertizo, con una bolsa colgada del hombro y la otra en la mano. Al otro lado de la puerta la cama estaba hecha, la electricidad cortada adecuadamente con el interruptor central y los estores bajados. El cobertizo estaba de nuevo vacío.
Julia se encaminó por el cantil hacia el coche, miró alrededor pero no vio a nadie en la costa, y después entró en el vehículo. Arrancó el motor y observó el cobertizo por última vez. Miró el cantil, el decrépito molino de viento y el mar resplandeciente a sus pies, y otra vez se sintió embargada por la tristeza.
Condujo velozmente hacia la carretera general.
Pasó de largo la granja convertida ahora en casa de campo, pasó de largo el caserón abandonado y pasó de largo la casa de campo de Gerlof. Adiós, adiós.
«Adiós, Jens».
Si se giraba a la izquierda por el camino de la aldea se llegaba a un sendero que conducía a otro grupo de casas de campo, donde también había una piedra caliza cuadrada a medio enterrar con un texto pintado en blanco: «PIEDRA ARTESANAL 1 KM». Un poste de hierro más alto mostraba el símbolo de callejón sin salida.
Julia vio la señal y recordó lo que había pensado hacer esa mañana antes de despedirse de Gerlof y partir: detenerse en la cantera abandonada y echar un vistazo a las esculturas de piedra de Ernst Adolfsson.
En realidad no tenía dinero para adquirir ninguna, pero le apetecía verlas. Y quizá podría hacerle a Ernst algunas preguntas sobre Jens, en caso de que el anciano recordara su desaparición y deseara contarle dónde había estado ese día. No tenía nada que perder.
Al girar hacia el estrecho sendero, el pequeño Ford comenzó a botar y dar bandazos. Era el peor camino por donde había pasado en Öland hasta el momento, sobre todo a causa de la lluvia. En el suelo empapado se formaban grandes charcos en las rodadas de las ruedas; aunque redujo la velocidad y continuó en primera, el coche siguió patinando en los baches de barro reluciente.
Dejó atrás las casas de campo y avanzó por la linde del lapiaz. El camino se inclinaba lentamente hacia la cantera a lo largo de la carretera de la costa, pero luego se enderezaba hacia la pequeña cabaña de Ernst Adolfsson y acababa en una rotonda en el jardín frente a la casa, donde Ernst había aparcado su viejo Volvo PV blanco.
No se movía una mosca: había una piedra plana y pulida colocada en medio de la rotonda con un texto en negro: «PIEDRA ARTESANAL - BIENVENIDOS».
Julia giró detrás del Volvo y detuvo el coche. Se apeó y sacó su fino monedero del bolso.
El viento susurraba entre la hierba de un paisaje carente de árboles casi por completo. A un lado del jardín se abría una enorme herida en la montaña: era la cantera; al otro lado sólo había hierba y enebros dispersos hasta donde alcanzaba la vista. El lapiaz.
Se dio la vuelta y miró la casa. Estaba cerrada y en silencio.
—¡Hola! —gritó.
El viento amortiguó su voz y nadie respondió.
Una amplia senda de piedra caliza triturada conducía hasta la puerta lateral de la casa. Vio un timbre.
Julia se acercó y llamó.
Tampoco obtuvo respuesta. Pero tenía el coche aparcado allí mismo, así que, ¿adónde había ido Ernst?
Volvió a llamar, un largo timbrazo. Nada.
Siguiendo un impulso probó a abrir la puerta. No estaba cerrada con llave y al empujarla se quedó entreabierta, como invitándola a pasar.
Metió la cabeza.
—¿Hola?
Nadie respondió. La luz estaba apagada y el recibidor, sumido en la oscuridad. Esperó oír el sonido de pasos pesados y un bastón apoyándose en el suelo, pero todo permanecía en silencio.
«No hay nadie en casa; ve a ver a Gerlof», dijo su voz interior. Pero era demasiado curiosa. ¿En Öland no cerraban la puerta cuando salían de casa? ¿Aún confiaban tanto en la gente?
El felpudo verde de plástico de la puerta decía «BIENVENIDOS». Julia se limpió las suelas un par de veces y entró.
—Hola —dijo—. ¿Ernst? Soy Julia. La hija de Gerlof…
Del techo del recibidor colgaba un móvil con pequeños barcos de madera que navegaban en la corriente de aire. A la derecha se encontraba la cocina; estaba limpia y recogida, con una pequeña mesa y dos sillas. A la izquierda se hallaba el dormitorio con la cama hecha.
El recibidor daba a un salón con sofá, televisor y una ventana panorámica que mostraba la cantera y el azul estrecho a lo lejos. Había montones de periódicos y libros sobre la mesa que se encontraba en medio de la habitación, pero tampoco vio a nadie en el salón. De una de las paredes colgaba un reloj hexagonal hecho de piedra caliza pulida, con trozos de pizarra como manillas.
Lo único extraño de la casa era que aparte del reloj no contenía otros objetos de piedra artesanal. ¿Tenía Ernst de sobra con lo que había fuera?
Regresó al recibidor y miró alrededor un par de veces, como si un atacante desconocido fuera a surgir de una hendidura de la pared. Salió de nuevo a la escalera y cerró la puerta con cuidado.
Permaneció inmóvil bajo la luz del sol, insegura sobre lo que haría a continuación. Ernst Adolfsson seguramente había salido y había olvidado cerrar la puerta con llave.
Miró hacia las esculturas de piedra al borde de la cantera, a lo lejos. Junto a ellas había una pequeña mesa de trabajo roja rodeada de bajos abedules, y en un montón junto al cobertizo reposaban aún más bloques de piedras de diferentes tamaños. Tenían algunas partes pulidas pero parecían inacabados. Vio rostros deformes y negras cuencas de ojos de piedra y pensó en los trols que secuestraban a los niños y se los llevaban a la montaña para siempre. Gerlof le había contado que antaño, cuando a los trabajadores de la cantera les desaparecía alguna herramienta, siempre echaban la culpa a los trols. Era impensable que un compañero de trabajo la hubiera robado.
Apartó la vista de las piedras y miró de nuevo las obras de arte talladas y pulidas junto al borde del precipicio, encima de la cantera. Pequeñas torres de faros, tapaderas redondas para pozos, altos relojes de sol y un par de anchas lápidas. El espacio para los nombres estaba aún vacío.
Faltaba algo. Había un amplio hueco en medio de la larga hilera de estatuas, y Julia se acercó más. La noche anterior la había visto desde el lado opuesto de la cantera: la larga torre que se parecía a la de la iglesia de Marnäs. Un agujero de poca profundidad se abría en la grava junto al borde de la roca de encima de la cantera.
Julia se acercó lentamente por entre las piedras pulidas, y la cantera se abrió ante ella como una inmensa piscina sin agua.
En aquel lugar no era tan profunda, apenas unos pocos metros, pero la roca estaba cortada en vertical. Se detuvo en el borde, miró en silencio el árido paisaje de piedra y de pronto vio la alta torre de iglesia justo debajo de ella. Se había caído por el borde al fondo de la cantera y estaba volcada. La aguja de la torre señalaba al oeste, hacia el mar.
La torre de la iglesia no se había partido.
Pero debajo de la larga escultura yacía Ernst Adolfsson. Miraba fijamente el cielo desde el fondo de la cantera, con la boca ensangrentada y el cuerpo aplastado.