Öland, mayo de 1943

Nils ha demostrado ser el amo de la playa, el amo de Stenvik, y ahora domina todo el lapiaz que rodea la aldea. Todos los días, cuando termina de ayudar a su madre en la casa o en el jardín, lo recorre a grandes zancadas. Camina por el yermo ölandés bajo la luz amarilla del sol con el morral colgado al hombro y su escopeta en las manos.

Los conejos suelen ocultarse entre la maleza. Cuando creen que los han descubierto, se lanzan a una desenfrenada carrera campo a través; entonces hay que llevarse rápidamente la escopeta al hombro. Nils está siempre alerta cuando sale de caza.

Su casa y el lapiaz constituyen su único mundo desde que, después de la pelea con Lass-Jan años atrás, su madre le dijera que no podía trabajar más en la cantera. Ningún cantero quería trabajar con él. A Nils no le importa, se niega a regresar allí, también ha rehusado pedir perdón; lo único que le irrita es que su madre haya tenido que pagar a Lass-Jan el salario de las semanas en las que el capataz no ha podido trabajar, mientras se le curaban los dedos rotos.

Joder. ¡Todo fue culpa de Lass-Jan!

La pelea también le ha dejado un recuerdo a él: dos dedos de la mano izquierda rotos. Se negó a visitar al médico en Marnäs, y los dedos se han curado de mala manera, se le han torcido hacia dentro y le resulta difícil doblarlos. No importa; es diestro y puede sujetar la escopeta.

La gente de la aldea evita a Nils, pero eso tampoco le importa. Algunas veces se ha cruzado con Maja Nyman de camino al lapiaz, pero ella apenas lo mira, tan muda como el resto. Maja tiene grandes ojos azules, pero él no la necesita.

Su madre le ha dado una escopeta Husqvarna de dos cañones para que le haga compañía. Y él le lleva todos los conejos que caza, así ella se libra de que los tacaños campesinos de la aldea la timen con el precio de la carne.

El blanco campanario de la iglesia de Marnäs se divisa al este, en el horizonte, pero Nils no necesita referencias. Ha aprendido a moverse por el laberinto del lapiaz; sus largos muros de piedra, peñascos, arbustos e interminables llanuras cubiertas de hierba.

Ante él se encuentra el mojón, un pequeño montículo de piedras que recuerda el asesinato perpetrado por un jornalero enloquecido en la persona de un cura u obispo, siglos antes del nacimiento de Nils. Aún hoy, la gente que pasa por allí coloca piedras. Él nunca lo hace, pero le gusta sentarse ahí a comer.

Se detiene, recapacita y siente una ligera sensación de hambre en el estómago. Se encamina hacia el mojón, aparta algunas piedras romas y se sienta con la escopeta a mano y el morral sobre las rodillas.

Lo abre y encuentra dos sándwiches de queso y dos de salchicha envueltos en papel de estraza, y una botellita de leche turbia. Todo se lo ha preparado su madre; sin pedirle permiso, Nils ha rellenado la petaca plana de latón del bolsillo de su chaleco con un coñac que ella guarda en el suelo al fondo de la despensa.

En primer lugar abre la petaca y da un largo trago que le caldea la garganta, y a continuación abre el paquete de sándwiches. Come y bebe con los ojos cerrados y deja que sus pensamientos fluyan.

Nils piensa en la caza. Esta mañana no ha capturado ningún conejo, pero tiene toda la tarde para hacerlo.

Después piensa en la guerra, que aún llena los noticiarios en cuanto enciende la radio.

Suecia no ha sufrido ataques, a pesar de que, durante el verano de 1941, tres destructores alemanes entraran por equivocación en una zona minada al sur de Öland y volaran por los aires. Más de cien soldados de Hitler acabaron ahogados o murieron quemados en un mar de aceite. Y muchos ölandeses creyeron que la guerra había llegado definitivamente al verano siguiente, cuando un bombardero alemán dejó caer ocho bombas por error en el bosque bajo las ruinas de Borgholm.

El estruendo de las explosiones llegó hasta Stenvik. A Nils le despertaron los secos estallidos y miró fijamente por la ventana con el corazón desbocado; juraría haber oído el motor del avión al alejarse de la isla. Quizá fuera un Messerschmitt. Se quedó escuchando y deseó más explosiones, que cayera una lluvia de bombas alrededor de Stenvik.

Pero no hubo invasión alemana, y ya es demasiado tarde para que Hitler haga algo. Nils ha leído algunos artículos en el Ölands-Posten sobre la gran capitulación en Stalingrado en pleno invierno, a comienzos de año. Hitler parece estar en el bando perdedor.

Nils oye el relincho de un caballo a sus espaldas.

Abre los ojos y vuelve la cabeza. Ve unos cuantos detrás de él. Cuatro jóvenes animales blancos y marrones han aparecido tras el mojón, y trotan en fila india formando un pequeño arco, las cabezas gachas y levantando finas nubes de polvo alrededor de sus patas. Los cascos apenas hacen ruido al pisar la hierba.

Caballos. Se mueven en manadas a su antojo por el lapiaz. Un par de veces, atento a los conejos, no se ha fijado dónde ponía los pies y ha pisado sus excrementos, que están por todas partes como diminutos mojones marrones.

Parece que esta pequeña manada se encamina a un lugar determinado, pero cuando Nils emite un corto silbido agudo e introduce su mano izquierda en el morral, el caballo que va en cabeza aminora el paso y vuelve la cabeza hacia el hombre.

Todos los caballos se detienen en fila y vuelven la cabeza hacia Nils. Uno de ellos se inclina para olfatear la hierba amarilla del lapiaz, pero no la come. Le esperan cosas mejores.

Nils mantiene la mano en el morral, hace crepitar el papel de estraza y apoya tranquilamente la derecha sobre las piedras del mojón.

Los caballos dudan, husmean y piafan con los cascos. Cuando Nils hace crepitar el papel de nuevo, el caballo marrón oscuro que va en cabeza da un receloso paso hacia él. Los otros le siguen hacia el mojón con las narinas humeando ligeramente.

El caballo se detiene de nuevo, a cinco metros de distancia.

—Ven al pesebre —dice Nils, y sonríe tenso.

A los conejos no se los puede atraer de esta manera, sólo a los caballos.

El macho sacude la cabeza y bufa emitiendo un apagado relincho.

Da un par de pasos adelante, y entonces Nils retira rápida mente su mano derecha del mojón y lanza la primera piedra.

¡Da en el blanco! La roma piedra caliza cae justo encima del hocico del animal, que retrocede como si le hubiera dado un calambrazo. Recula espantado, empuja al caballo que tiene detrás y se da la vuelta poseído por el pánico cuando Nils se levanta deprisa y lanza la segunda piedra. Ésta es más plana y afilada y vuela por el aire como la hoja de una sierra.

Alcanza al macho en el costado; el caballo emite un sonoro relincho de pánico y de pronto todos los demás advierten el peligro. Corren a galope tendido por el lapiaz, mientras los cascos resuenan sobre el suelo. Desaparecen entre los arbustos.

Nils se apresura a lanzar la tercera piedra, que se desvía demasiado a la izquierda. Falla. Se inclina rápidamente de nuevo, pero el cuarto lanzamiento se queda muy corto.

Lo último que ve del macho es una estría rojiza y brillante sobre la piel del costado derecho. La herida es profunda, tardará unos cuantos días en sanar. Nils intentará encontrar la piedra que ha herido al caballo antes de regresar a casa y comprobará si tiene sangre.

El estruendo de la huida de los caballos salvajes se apaga. El silencio regresa al lapiaz. Nils respira y se sienta de nuevo en el mojón y esboza una sonrisa al recordar la estúpida mirada de perplejidad del macho al recibir la primera pedrada.

«Malditos caballos».

Nils ha demostrado quién manda en el lapiaz que rodea Stenvik. Continúa sonriendo para sí y recoge el morral. ¿Habrá metido su madre toffees en él?