3

Lena Lundqvist, la hermana mayor de Julia, agarraba con fuerza las llaves y observaba el coche, sólo el coche. Le lanzó una rápida mirada a Julia, pero luego volvió la vista al automóvil que compartían.

Era un pequeño Ford rojo. Aunque no era nuevo, la pintura aún relucía y tenía buenos neumáticos. Estaba aparcado en la calle junto a la entrada de la alta casa de ladrillo que Lena y su marido poseían en Torslanda; el gran jardín carecía de vistas al mar pero estaba tan cerca de él que a Julia le pareció percibir el aroma de agua salada en el aire. Oyó unas risas agudas a través de una ventana entreabierta y dedujo que los niños estaban en casa.

—En realidad no deberíamos prestártelo… ¿Cuándo condujiste por última vez? —preguntó Lena.

Aún sujetaba las llaves del coche en una mano con el brazo cruzado con fuerza sobre el pecho.

—El verano pasado —contestó Julia, y añadió con inusitada rapidez, como una advertencia—. Pero es mi coche… por lo menos la mitad.

En la calle soplaba un viento frío y húmedo proveniente del mar. Lena sólo llevaba una ligera chaqueta de lana y una falda, pero no le pidió a Julia que entrara a la casa caldeada para seguir la conversación, aunque de haberlo hecho ella no habría aceptado. Seguro que Richard estaba dentro, y no tenía ningunas ganas de verlo, y a sus hijos adolescentes menos.

Richard era una especie de jefe, o mejor dicho, de alto directivo en Volvo. Tenía, por supuesto, coche de empresa, al igual que Lena, que era directora de una escuela en Hisingen. Ambos habían tenido mucha suerte.

—No lo necesitas —añadió Julia con voz firme—. Lo tenías sólo mientras yo… cuando no quería conducir.

Lena miró de nuevo el coche.

—Sí, sí, pero la hija de Richard viene por aquí cada quince días, y a ella le gusta…

—Pagaré toda la gasolina —la interrumpió Julia.

No le tenía miedo a su hermana mayor, nunca se lo había tenido, y ahora había decidido ir a Öland.

—Lo sé, no es eso —repuso Lena—. Pero no me parece bien. Además, está lo del seguro. Richard dice…

—Sólo iré a Öland —dijo Julia—. Y luego regresaré a Gotemburgo.

Lena alzó la mirada hacia la casa; había luz tras las cortinas de casi todas las ventanas.

—Gerlof quiere que vaya a verlo —prosiguió Julia—. Ayer hablé con él.

—Pero ¿por qué quiere que vayas ahora? —quiso saber Lena, y continuó sin esperar respuesta—. ¿Y dónde vivirás? No te puedes quedar con él en la residencia; por lo que sé, no hay cuarto de invitados. Y hemos cerrado la casa de verano y el cobertizo de Stenvik durante la temporada…

—Ya encontraré algo —apuntó Julia rápidamente, y luego se dio cuenta de que no sabía dónde iba a alojarse. No había pensado en ello—. Entonces, ¿me lo puedo llevar?

Presentía que su hermana estaba a punto de rendirse y quería una respuesta rápida antes de que Richard saliera y ayudara a su mujer a aplazar el préstamo del coche.

—Bueno… —respondió Lena—. Llévatelo. Pero antes voy a sacar unas cosas.

Fue hasta el coche, lo abrió y cogió unos papeles, un par de gafas de sol y media tableta de chocolate Marabou.

Regresó junto a Julia, alargó la mano y dejó caer el llavero. Julia lo cogió, y entonces Lena le dio una cosa más.

—Llévate esto también. Así podremos localizarte —dijo—. Me acaban de dar uno nuevo en el trabajo.

Era un teléfono móvil, negro. Quizá no fuera el modelo más diminuto, pero sí lo bastante pequeño.

—No sé utilizar estos aparatos —dijo Julia.

—Es fácil. Primero tienes que teclear un código… toma. —Lena escribió el código y el número de teléfono en un trozo de papel—. Cuando llames tienes que marcar todo el número, incluido el prefijo nacional, y luego aprietas este botón verde. Todavía queda un poco de saldo, después tendrás que pagar tú.

—Vale. —Julia cogió el teléfono—. Gracias.

—Bueno… Conduce con cuidado —dijo Lena—. Saluda a papá de mi parte.

Julia asintió y se dirigió al coche. Al sentarse, olió el perfume de su hermana, arrancó el motor y partió.

Anochecía. Al pasar por Hisingen, a veinte kilómetros por debajo del límite de velocidad, se preguntó por qué Lena y ella nunca podían mirarse más de unos segundos. En el pasado habían estado muy unidas —años atrás Julia se había mudado a Gotemburgo por su hermana—, pero ahora era diferente. Llevaban así desde aquel viernes, hacía mucho tiempo. Fue la última vez que Julia estuvo en casa de Lena y Richard, en una cena sin niños que finalizó cuando Richard dejó la copa de vino en la mesa y se levantó para preguntar:

—¿Tenemos que estar hablando siempre de desgracias que ocurrieron hace veinte años? Sólo pregunto. ¿Es realmente necesario?

Estaba enfadado y algo ebrio, y tenía la voz ronca; Julia apenas había nombrado a Jens de pasada, sólo para explicar por qué se sentía de esa manera.

La voz de Lena sonó tranquila cuando acto seguido miró a Julia y pronunció el comentario que provocaría que dos años atrás ésta se negara a acompañar a su hermana a Öland para ayudar a Gerlof con la mudanza de la casa de Stenvik a la residencia de Marnäs.

—Nunca regresará —había dicho Lena—. Todo el mundo lo sabe. Jens está muerto, Julia. Tienes que aceptarlo.

Julia se puso en pie y chilló como una histérica, pero no le sirvió de nada.

Julia aparcó el coche en la calle delante de su casa y entró para hacer el equipaje. Después de introducir en la maleta ropa para diez días, algunos artículos de baño y unos libros (dos botellas de vino tinto y algunas pastillas), se comió un sándwich y bebió agua en lugar de vino. Luego anocheció y llegó la hora de acostarse.

Pero en cuanto apagó la luz se quedó mirando fijamente el techo desde la cama sin poder dormirse. Se levantó y fue al cuarto de baño, se tomó una pastilla y se acostó de nuevo.

El zapato de un niño pequeño. Una sandalia.

Al cerrar los ojos se vio a sí misma como una joven madre calzándole las sandalias a Jens, y ese recuerdo generó un negro lastre sobre su pecho, una pesada incertidumbre que la hizo tiritar bajo la sábana.

El zapatito de Jens, después de veinte años sin una sola pista. Después de buscarlo por todo Öland, de las interminables reflexiones durante las noches en vela.

La pastilla para dormir empezaba a actuar lentamente.

«Basta de oscuridad —pensó en un estado de duermevela—. Ayúdanos a encontrarlo».

Tardó mucho en hacerse de día, y aún no había amanecido cuando Julia se despertó y se levantó. Desayunó y después lavó los platos y cerró con llave el apartamento y se sentó en el coche. Cuando el motor arrancó, activó el limpiaparabrisas para quitar las hojas que habían caído, y a continuación, por fin, se puso en camino desde la calle donde vivía y salió de la ciudad al amanecer con el tráfico matinal. El último semáforo cambió a verde y giró hacia la autopista en dirección este, para salir de Gotemburgo y adentrarse en el campo.

Recorrió los primeros diez kilómetros con la ventanilla bajada para que el frío aire matinal ventilase el coche y se llevara los restos del perfume de su hermana.

«Jens, ya voy —pensó—. Ya voy, y ahora nadie podrá detenerme».

Sabía que no debía hablar con él, ni siquiera para sus adentros. Era un síntoma de desequilibrio, pero aun así lo había hecho de vez en cuando desde la desaparición de Jens.

Al pasar Borås la autopista se acabó y las casas se volvieron más pequeñas y escasas. Los tupidos abetales de Småland se apelotonaban a ambos lados de la carretera. Podría haber girado en cualquier desvío hacia un destino desconocido, pero las carreteras que se adentraban en el bosque parecían demasiado desoladas. Siguió todo recto, atravesando el campo hacia la costa este e intentó disfrutar del hecho de que por primera vez en muchos años emprendiera un largo viaje ella sola.

Se detuvo a repostar en un área de servicio a una veintena de kilómetros de la costa y dio un par de bocados a un plato de carne estofada que estaba dura y llena de nervios y no valía lo que costaba. Luego prosiguió su camino.

En dirección al puente de Öland. El puente que conducía a la isla se tomaba en el norte de Kalmar; lo habían construido hacía veinte años y lo habían inaugurado el mismo otoño que… Ese día.

No debería pensar más en ello, al menos hasta que llegara a su destino.

El puente de Öland era alto y se asentaba firmemente en el estrecho sobre anchos pilares de hormigón. No se movía ni un milímetro bajo el vendaval que sacudía al coche. Era ancho y completamente recto excepto por un arco elevado cerca de tierra firme que permitía que barcos de gran calado pudieran cruzarlo por debajo. El arco era una atalaya y ahora podía ver la isla llana. Se extendía a lo largo del horizonte, de norte a sur.

Vio el lapiaz, la llanura de caliza estéril cubierta de hierba que ocupaba gran parte de Öland. Nubes oscuras y alargadas se deslizaban lentamente como globos aerostáticos sobre el paisaje.

Tanto a los turistas como a los ölandeses les gustaba caminar y observar los pájaros de la zona, pero a Julia no le atraía el lapiaz. Era demasiado grande y, si se desplomara el inmenso cielo, carecía de lugares donde guarecerse.

Tras pasar el puente condujo hacia el norte, en dirección a Borgholm. Era una carretera de una treintena de kilómetros prácticamente recta que avanzaba en paralelo a la costa oeste, y ahora que la temporada turística había acabado, apenas se veían coches en sentido contrario. Julia miró al frente para evitar contemplar el yermo lapiaz y el mar al otro lado e intentó no pensar en una pequeña sandalia con una tirilla cosida.

No significa nada, no tenía por qué significar nada.

El trayecto desde el puente hasta Borgholm le llevó casi media hora. Una vez allí sólo había un cruce con una señal de tráfico, y decidió girar a la izquierda y bajar a la pequeña ciudad costera.

Se detuvo junto a una pastelería a la entrada de Storgatan y así evitó internarse en el puerto y la plaza de la iglesia, detrás de la cual había vivido con sus padres después de que Gerlof consiguiera su propio buque de carga y se mudara cerca del puerto. Su infancia estaba en Borgholm. Julia no deseaba verse a sí misma corriendo por las calles alrededor de la plaza como un pálido fantasma, una niña de ocho o nueve años con toda la vida por delante. No deseaba encontrarse con jóvenes que se acercaran a ella por la calle a grandes zancadas y le recordaran a Jens. Esos recordatorios ya los tenía de sobra en Gotemburgo.

Al entrar en la pequeña pastelería hizo sonar la campanilla que había sobre la puerta.

—Buenas.

La chica de detrás del mostrador era rubia y bonita, y parecía aburrida. Escuchó a Julia con la mirada vacía cuando pidió dos bollos de canela y un par de pasteles de nata con fresas recubiertos de gelatina para compartir con Gerlof.

Esa chica podría haber sido Julia treinta años atrás, pero ella se había mudado de la isla a los dieciocho y había tenido tiempo de vivir en Kalmar y Gotemburgo antes de cumplir los veintidós. Conoció a Michael en Gotemburgo y se quedó embarazada de Jens a las pocas semanas. Entonces desapareció gran parte de su inquietud, que nunca más regresó; ni siquiera tras la separación.

—Ahora no hay mucha gente por aquí —comentó mientras la chica sacaba los pasteles del mostrador acristalado—. En otoño, quiero decir.

—No —respondió ella sin sonreír.

—¿Te gusta vivir aquí? —preguntó Julia.

La muchacha meneó la cabeza.

—A veces. Pero no hay nada que hacer. Borgholm sólo tiene vida en verano.

—¿Quién piensa eso?

—Todos lo piensan —dijo la chica—. La gente de Estocolmo sobre todo. —Metió los pasteles en una caja y se la tendió—. Dentro de poco me mudaré a Kalmar —añadió—. ¿Algo más?

Julia negó con la cabeza. Le podría haber dicho que cuando ella era adolescente también había trabajado en Borgholm, en un café junto al puerto, y que también se había sentido aburrida esperando a que la vida comenzara. De pronto tuvo ganas de hablar de Jens, de su pena y de la esperanza que la había impulsado a regresar. Una pequeña sandalia en un sobre.

No dijo nada. En la pastelería reinaba un silencio apenas interrumpido por el susurro de un ventilador.

—¿Eres una turista? —preguntó la chica.

—Sí… No —respondió Julia—. Voy a pasar unos días en Stenvik; mi familia tiene una casa allí.

—Ahora allí arriba es como Norrland —le dijo la chica al devolverle el cambio—. Casi todas las casas están vacías. No se ve un alma, por mucho que una quiera.

El reloj marcaba las tres y media de la tarde cuando Julia salió de la pastelería y miró alrededor. Borgholm estaba prácticamente desierta. Una docena de personas andando por la calle, unos pocos coches que circulaban a la mínima velocidad posible, y poco más. Sobre la ciudad, las ruinas del enorme castillo vigilaban desde las negras cuencas de sus ventanas.

Soplaba un viento frío mientras Julia regresaba al coche. El silencio era casi aterrador.

Pasó junto a un gran tablón de anuncios con carteles pegados unos encima de otros: películas americanas de acción en el cine de Borgholm, conciertos de rock en las ruinas del castillo y diferentes cursos nocturnos. Los carteles estaban descoloridos por el sol y tenían los bordes carcomidos por el viento.

Era la primera vez que Julia visitaba como adulta la isla en esa época del año. En temporada baja, cuando Öland se ralentizaba. Se dirigió al coche.

«Ya voy, Jens».

Al norte de la ciudad, la yerma llanura de hierba del lapiaz se extendía a ambos lados de la carretera. Ésta se adentraba poco a poco desde la costa hacia el interior y entraba en línea recta en el llano paisaje, donde habían recogido gneis redondos y cubiertos de liquen de las tierras de labranza para construir largos y bajos muros. Éstos formaban colosales dibujos en el lapiaz.

Julia sintió un poco de agorafobia bajo el inmenso cielo y le entraron una ganas locas de beberse una copa de vino, un deseo que aumentó a medida que fue acercándose a Stenvik. Todos los días se proponía dejar de beber en casa, y nunca lo hacía si tenía que conducir, pero en ese páramo las botellas de vino que llevaba en la bolsa constituían su única compañía de interés. Le habría gustado encerrarse en algún lugar y dedicarles toda su atención hasta que estuvieran vacías.

De camino al norte se cruzó con un par de vehículos: un autobús y un tractor. Pasó junto a letreros amarillos con el nombre de pequeños pueblos y granjas a un lado de la carretera, nombres que recordaba de sus viajes anteriores. Podía recitarlos de memoria, como una canción infantil. Apenas había pasado por allí en los últimos años. Para sus padres, en verano sólo había existido Stenvik y la casita de campo que habían construido a finales de la década de 1940, muchos años antes de que los turistas descubrieran el pueblo. Otoño, invierno y primavera en Borgholm, pero para Julia el verano siempre había sido Stenvik. Antes de ir a Marnäs a ver a Gerlof quería visitar el pueblo de nuevo. Allí la esperaban tristes recuerdos, pero también muchos buenos. Recuerdos de largos y cálidos días de verano.

Vio la señal amarilla a lo lejos: Stenvik I, y debajo la palabra «CAMPING» tachada con cinta aislante negra. Frenó y torció siguiendo el camino vecinal, alejándose del lapiaz en dirección al estrecho.

Después de quinientos metros apareció el primer grupo de casas de verano; estaban todas cerradas y tenían echados los estores blancos en las ventanas. Más allá se encontraba el quiosco, que era el punto de reunión de los vecinos durante el verano. Habían retirado los carteles, anuncios y banderines de delante, y las ventanas estaban cubiertas con placas de madera. Al lado había un letrero que señalaba el camping y un minigolf con pistas cubiertas por grandes lonas verdes. Recordó que un amigo de Gerlof regentaba el camping.

El camino vecinal continuaba hasta el mar, torcía a la derecha por el cantil sobre la playa y seguía hacia el norte, con más casas de verano cerradas y alineadas en su lado este. Al otro lado se extendía la playa cubierta de piedras; pequeñas olas rizaban la superficie del mar a lo lejos, en el estrecho.

Julia condujo despacio al pasar junto al viejo molino, que se encontraba por encima del agua sobre sus gruesos pies de madera. Llevaba allí abandonado en la roca a una docena de metros de la playa desde que Julia podía recordar, pero ahora había perdido casi toda la pintura roja y se veía gris; de las aspas sólo quedaba una cruz de resquebrajados listones de madera.

Un centenar de metros más allá del molino se encontraba el cobertizo de la familia Davidsson. Se veía bien cuidado con sus paredes de madera roja, ventanas blancas y el tejado negro de brea. Alguien lo había pintado hacía poco. ¿Lena y Richard, quizá?

Julia recordaba una escena de verano: Gerlof reparaba su larga red sentado en un taburete frente al cobertizo y Lena, sus primos y ella corrían por la playa con el penetrante olor a brea en las fosas nasales.

Pero ese día Gerlof había estado en el cobertizo limpiando la red de las platijas. Ese día. Desde entonces a Julia había dejado de gustarle su pesca.

No había nadie en el cobertizo. La hierba seca se agitaba al viento. Vio una barca de remos verde volcada de lado sobre la hierba junto a la casa: era la vieja barca de Gerlof. Su casco estaba tan deteriorado que Julia entrevió nítidas estrías de luz entre los tablones superiores.

Apagó el motor pero no salió del coche. Ni los zapatos ni la ropa que llevaba eran adecuados para el viento otoñal ölandés; además, observó un travesaño con un gran candado en la puerta del cobertizo. Los estores estaban echados tras las pequeñas ventanas, como en el resto de casas de la aldea.

Stenvik aparecía desierto. Bastidores, todo eran bastidores para un teatro de verano. Una obra sombría, al menos por lo que respectaba a Julia.

Bueno. Sólo le quedaba por ver la casa de Gerlof, la casa de campo. La había construido él mismo en un antiguo terreno de la familia. Arrancó el coche y continuó por el camino vecinal hasta llegar a una bifurcación. Tomó a la derecha, de regreso hacia el interior de la isla. Bajas arboledas protegían las pocas casas cerradas durante el invierno, pero, a causa del viento constante, todos los árboles se inclinaban ligeramente en dirección opuesta a la playa.

En un gran jardín a la derecha del camino, detrás de altos arbustos, se erguía una gran casa de madera amarilla que parecía estar a punto de derrumbarse. Tenía las paredes desconchadas y las tejas partidas y cubiertas de musgo. Julia no recordaba a los propietarios de esa casa, ni que el jardín hubiera estado alguna vez bonito y bien cuidado.

Entre los árboles de la derecha discurría un sendero de entrada, en cuyo centro crecía una franja de hierba amarillenta que llegaba hasta la rodilla. Julia reconoció la entrada, giró y detuvo el vehículo. Se puso el abrigo y salió del coche al aire gélido, que le pareció saludable y repleto de oxígeno.

El silencio no era absoluto, pues el viento agitaba las hojas secas y desde la playa llegaba el apagado rumor de las olas. Aparte de eso, no se oía nada: ni pájaros, ni voces ni tráfico.

La chica de la pastelería tenía razón: esto parecía las montañas de Norrland.

El camino hasta la casa de Gerlof era corto y acababa en una pequeña cancela de hierro en el muro de piedra. Cuando la abrió, emitió un leve chirrido. Julia entró en el jardín.

«Ya estoy aquí, Jens».

La casita pintada de marrón con las esquinas blancas no parecía tan cerrada como el resto de las casas de Stenvik. Si Gerlof siguiera viviendo allí nunca hubiera dejado que la hierba creciera hasta ese punto, ni que se acumulara tanta pinaza y hojas secas en el suelo del jardín. Su padre era un trabajador concienzudo, y llevaba a cabo sus tareas en silencio y de forma metódica hasta que las terminaba.

Los padres de Julia habían sido una pareja de esforzados trabajadores. Ella, que había sido ama de casa toda su vida, a veces parecía una visitante del siglo XIX, una época de miseria en que en la isla nadie tenía tiempo ni fuerzas para reír ni soñar, y en la que cada pedazo de papel de cocina había de utilizarse varias veces. Era bajita, reservada y resuelta. Su reino era la cocina. Julia y Lena recibían una caricia de su madre en la mejilla de vez en cuando, pero nunca un abrazo. Y Gerlof había pasado en el mar la mayor parte de la infancia de Julia.

Nada se movía en el jardín. Cuando Julia era pequeña, en medio del césped se alzaba una bomba de agua, de un metro de altura y pintada de verde, provista de una gran llave y una manivela finamente arqueada, pero ya no estaba. En su lugar sólo quedaba la tapa de cemento del pozo.

Al este de la casa había un muro de piedra y al otro lado el lapiaz. Se extendía en dirección este hasta el horizonte. Si los árboles no la taparan, Julia habría podido ver la iglesia de Marnäs elevarse a lo lejos como la punta de una flecha negra; allí la habían bautizado cuando contaba unos pocos meses.

Julia le dio la espalda al lapiaz y se dirigió a la casa. Dobló en un espaldar con parras salvajes y subió por una escalera de granito rosa que en su infancia le había parecido inmensa. Ésta desembocaba en un pequeño porche con una puerta de madera cerrada.

Julia empuñó la manija, pero la puerta no se abrió. Como era de esperar.

Éste era el comienzo y el final de su viaje.

Pensó que era extraño que la casa aún siguiera en pie, con la cantidad de cosas que habían ocurrido en el mundo desde la desaparición de Jens. Se habían creado nuevos países y otros habían dejado de existir. En Stenvik el pueblo se vaciaba de habitantes durante la mayor parte del año, pero la casa que Jens había abandonado ese día aún seguía en pie.

Julia se sentó en la escalera y exhaló un suspiro.

«Estoy cansada, Jens».

Miró fijamente el conjunto de piedras que Gerlof había amontonado frente a la casa. En la parte más alta aún se veía la rugosa piedra gris negruzca que, según él afirmaba, había caído del cielo como una pelota afilada provocando un cráter en la cantera, en algún momento a finales del siglo XIX, mientras el padre y el abuelo de Gerlof trabajaban en ella. El vetusto visitante del espacio exterior aparecía veteado de blanco debido a los excrementos de los pájaros.

Ese día Jens había pasado junto a la piedra espacial. Se había calzado las sandalias, había abandonado la casa donde su abuela dormía y había bajado la escalera para salir al jardín. Eso era lo único que sabía a ciencia cierta. Nadie tenía ni idea de adónde se había dirigido después ni por qué motivo.

Cuando Julia había regresado a casa desde el continente esa misma noche esperaba que Jens saliera corriendo a recibirla. En cambio, la esperaban dos policías, una Ella llorosa y un resuelto Gerlof.

Ahora Julia se moría de ganas de sacar una botella de vino. Sentarse en la escalera, beber sin parar y soñar hasta que cayera la noche, pero contuvo el impulso.

Bastidores. El jardín vacío le pareció un escenario de teatro como el resto de la aldea, pero la representación había acabado hacía muchos años, todos habían regresado a casa y Julia sentía una soledad paralizadora.

Permaneció durante varios minutos inmóvil sentada en la escalera, hasta que un nuevo sonido se mezcló con el rumor del mar. Un motor.

Era un coche, un coche viejo y cansado que resoplaba al avanzar lentamente por el camino vecinal.

El ruido no se desvaneció. Prosiguió, se acercó y finalmente el motor se apagó justo al lado del jardín.

Julia se levantó, se inclinó hacia delante y vislumbró a través de los árboles un voluminoso coche. Un viejo Volvo PV.

La cancela del camino chirrió al abrirse. Julia se alisó el abrigo, se pasó automáticamente los dedos por el pelo incoloro y esperó.

Los pasos que se aproximaban por el camino sembrado de hojas secas eran menudos y pesados.

Menudo y pesado era también el anciano que apareció sin pronunciar una sola palabra, se detuvo al pie de la escalera y lanzó a Julia una mirada severa. Le recordó un poco a su padre, no sabía por qué; quizá fuera la gorra, los pantalones anchos y el jersey de lana blanco, el atuendo de un verdadero patrón de barco. Pero era más bajo que Gerlof, y el bastón en el que se apoyaba indicaba que no había navegado desde hacía mucho tiempo. Sus manos tenían manchas oscuras por la edad y arañazos recientes.

Julia recordó vagamente haberse topado con aquel hombre hacía muchos años. Vivía en Stenvik todo el año. ¿Cuántos más quedarían?

—Hola —dijo ella, y esbozó una sonrisa.

—Buenas.

El hombre saludó con la cabeza. Se quitó la gorra y Julia vio unos mechones grises peinados en estrechas líneas sobre la calva.

—He venido para echar un vistazo a la casa.

—Sí… de vez en cuando alguien tiene que hacerlo —contestó él en el ölandés más cerrado que Julia había oído jamás, un dialecto áspero y rudo—. Él lo quiere así.

Julia asintió con la cabeza.

—Es bonito.

Se hizo el silencio.

—Me llamo Julia —dijo ella, y añadió enseguida con un movimiento de cabeza señalando la casa—: Soy la hija de Gerlof Davidsson. De Gotemburgo.

El anciano asintió, como si fuera obvio.

—Sí, lo sé —dijo él—. Me llamo Ernst Adolfsson. Vivo allí —señaló a su espalda, hacia el norte—. Gerlof y yo nos conocemos. Hablamos de vez en cuando.

Entonces Julia recordó. Era Ernst, el cantero. Desde que ella era joven él se paseaba por la aldea como una pieza de museo.

—¿Está abierta la cantera? —preguntó ella.

Ernst bajó la vista y negó con la cabeza.

—No. No, allí no hay trabajo. A veces, la gente va a buscar piedras desechadas, pero ya no se extraen nuevas.

—Pero ¿usted aún trabaja allí? —preguntó Julia.

—Soy artista —respondió Ernst—. Esculturas de piedra. Si te apetece puedes comprar alguna… Esta tarde tengo visita, pero puedes pasar mañana.

—Sí. Quizá lo haga.

Con el poco dinero que ganaba desde que estaba de baja no se podía permitir ninguna compra, pero siempre podría mirar las esculturas.

Ernst asintió y se dio la vuelta lentamente con cortos pasos de pato. Julia no comprendió que daba por terminada la conversación hasta que el anciano le dio completamente la espalda. Pero ella aún no había acabado, así que respiró hondo y dijo:

—Ernst, usted vivía en Stenvik hace veinte años, ¿verdad?

El hombre se detuvo y se dio la vuelta, pero se quedó a medio camino.

—Vivo aquí desde hace cincuenta años.

—Había pensado…

Julia guardó silencio; no había pensado nada en absoluto. Deseaba hacer una pregunta, pero no sabía cuál.

—Mi hijo desapareció —prosiguió con gran esfuerzo, como si se avergonzara de su pena—. Mi hijo, Jens… ¿Recuerda?

—Nos estamos ocupando de ello. Gerlof y yo trabajamos en ello.

—Pero…

—Si ves a Gerlof, tu padre, dile una cosa.

—¿Qué?

—Dile que lo más importante es el pulgar —añadió Ernst—. No sólo la mano. —Julia lo miró de hito en hito. No entendía nada, pero Ernst prosiguió—: Se resolverá. Es una vieja historia de la guerra… Pero se resolverá.

Entonces se dio la vuelta de nuevo con sus cortos pasos de pato.

—¿La guerra? —preguntó Julia a sus espaldas—. ¿Qué guerra?

Pero Ernst Adolfsson prosiguió su camino sin responder.