Sofocar el fuego con nieve funcionó, pero cuando Joakim consiguió apagar por fin las llamas, gran parte de la escalera del altillo se hallaba calcinada, y espesas cortinas de humo gris subían hacia las vigas del techo.
Tosió en el aire enrarecido y se sentó, agotado, debajo de la escalera humeante. Aún sostenía la pala que había ido a buscar a la casa.
No tenía fuerza para pensar, no tenía fuerzas para preguntarse de dónde habían salido todos aquellos inesperados visitantes, ni para pensar en lo que había sucedido en la sala de los bancos de iglesia. Comprendió que Gerlof Davidsson tenía razón: un velo de olvido empezaba ya a cubrir sus recuerdos de esa noche.
¿Realmente se había encontrado con Katrine? ¿Había reconocido ella que había ahogado a su hermana?
No. Katrine nunca había dicho eso.
Joakim miró al hombre corpulento que yacía junto a la pared. No tenía ni idea de quién era ni de por qué estaba esposado, pero si Tilda Davidsson, la policía, lo había detenido, se podían sacar algunas conclusiones.
En ese instante, le pareció que sonaban nuevos disparos en algún lugar fuera del establo.
Joakim escuchó, pero al no oír nada más miró al hombre.
—¿Has sido tú quien ha encendido el fuego? —preguntó.
Unos segundos más tarde, le llegó una respuesta desde el suelo:
—Lo siento.
Joakim suspiró.
—Tendré que hacer una nueva escalera…, en algún momento.
Se recostó y de repente pensó que Livia y Gabriel estaban en la casa, solos.
¿Cómo había sido capaz de dejarlos?
Oyó chirriar a lo lejos la puerta del establo, y al volver la cabeza vio entrar a Tilda dando traspiés y cubierta de nieve. Sujetaba la pistola en una mano y un viejo fusil en la otra.
Se dejó caer junto a la pared de madera y suspiró.
—Se ha escapado —anunció.
Freddy alzó la vista desde el suelo.
—¿Escapado? —repitió Joakim.
—Se ha ido corriendo en dirección al bosque —explicó Tilda—. Ha desaparecido…, pero por lo menos ahora no tiene el fusil.
Joakim se levantó.
—Tengo que ir a ver a mis hijos —dijo, y se encaminó a la puerta—. ¿Te apañas un rato sola?
Ella asintió, aunque permaneció sentada en el suelo, con la cabeza entre las piernas.
—Si vas por el porche encontrarás a más gente. Dos hombres.
—¿Más heridos? —inquirió él.
Tilda bajó la vista.
—Uno está herido…, el otro muerto.
Joakim no preguntó nada más. Cuando la miró por última vez, la joven había sacado su móvil y comenzaba a marcar un número.
Él salió a las ondulantes dunas de nieve del patio interior y se encogió para protegerse de la tormenta. Åluden no se veía tan grande esa noche: la casa parecía encogerse como una manada de perros asustados en la nevasca. El viento arrancaba las tejas de la cubierta, que salían volando y desaparecían en la oscuridad.
Joakim entró por el porche y abrió la puerta. Un hombre yacía allí tirado. ¿Muerto? No, solo dormía profundamente.
La tormenta sacudía los cristales de las ventanas delanteras y la masilla y los marcos que los sujetaban crujían, pero todavía resistían.
Entró en la casa, pero de repente se detuvo en el recibidor.
Oyó unos crujidos en el pasillo y una respiración ronca.
Ethel estaba dentro.
Se hallaba delante de las puertas de las habitaciones de los niños; había ido a buscar a su hija. Ethel se llevaría a Livia.
Joakim no se atrevía a acercarse. Inclinó la cabeza y cerró los ojos.
«Confía en mí», pensó.
Luego abrió los ojos y siguió hacia el interior de la casa.
El pasillo estaba desierto.