Así que Ethel lo siguió por los oscuros senderos, entre los árboles del paseo que discurría junto a la orilla. Se acercaron al agua, donde las luces de las casas y las calles de Estocolmo brillaban en medio de la oscuridad.
Allí se sentó obediente a la sombra de un cobertizo para barcos y recibió su recompensa. Luego solo tenía que actuar como de costumbre: calentar el polvo marrón dorado en la cuchara, succionarlo con la hipodérmica y pincharse el brazo.
Paz.
El asesino esperó pacientemente a que le colgara la cabeza y estuviera a punto de adormecerse…, luego se acercó a Ethel y le propinó un fuerte empujón. Directa al agua invernal.
Joakim seguía sentado en el banco, abatido, sin moverse. La capilla no tenía luz, aunque no estaba completamente a oscuras. Podía vislumbrar las vigas de madera, la ventana y el dibujo de María Magdalena ante la tumba vacía de Jesús. Había un débil resplandor, como procedente de una luna lejana.
La tormenta seguía ululando sobre el tejado.
No estaba solo.
Katrine, su mujer, estaba sentada junto a él. Vio su pálido rostro por el rabillo del ojo.
Asimismo, los bancos que había detrás de él se habían llenado de visitantes. Joakim oyó su débil crujido, como cuando los asistentes a la iglesia esperan impacientes el momento de ir a comulgar.
Se pusieron en pie.
Cuando les oyó levantarse, él también lo hizo; con la desagradable sensación de estar en el sitio equivocado la noche equivocada. Pronto sería descubierto: o desenmascarado.
—Ven —le susurró a Katrine—. Confía en mí.
Tiró de su mano fría e intentó que se pusiera en pie, y ella al fin obedeció.
Los crujidos se aproximaban. Las figuras de los bancos habían empezado a andar y a congregarse en el pasillo.
Al juntarse, resultaron ser una multitud. Más y más sombras atestaban la habitación.
Joakim no podía sortearlos. No tenía más remedio que quedarse donde estaba, junto al banco: no había a donde ir. Permaneció completamente quieto, sin soltar la mano de Katrine.
El aire que lo rodeaba se volvió más frío y Joakim tiritó. Oyó el roce de viejas telas y el débil crujido del suelo cuando los visitantes de la capilla fueron concentrándose lentamente a su alrededor.
Querían tanto calor que él no podía dárselo. Deseaban comulgar. Joakim estaba helado, no obstante, los otros seguían abriéndose paso para alcanzarlo. Sus movimientos irregulares eran como una lenta danza en la estrecha habitación, y lo arrastraron con ellos.
—¡Katrine! —susurró.
Pero ella ya no lo seguía. Le soltó la mano y los otros los separaron.
—¿Katrine?
Había desaparecido. Joakim se dio la vuelta e intentó abrirse paso entre la muchedumbre para encontrarla de nuevo. Pero nadie lo ayudó, todos se interponían en su camino.
Luego, de repente, le pareció oír algo más que el viento a través de las rendijas del establo: alguien gritó y después sonaron varias detonaciones sordas. Como si hubieran disparado un fusil o una pistola: como un intercambio de disparos delante del establo.
Joakim se quedó paralizado y aguzó el oído. Ya no se oían otros sonidos, ni voces ni movimiento entre los bancos.
La pálida luz de la bombilla del altillo, que se filtraba entre los tablones de la pared, se apagó de repente.
Joakim comprendió que se había ido la electricidad.
Permaneció quieto en la oscuridad. Se sentía completamente solo, como si todas las personas de la habitación se hubieran retirado.
Tras varios minutos, una luz parpadeante comenzó a brillar en alguna parte del establo. Una débil luz amarillenta cuya intensidad fue aumentando rápidamente.