37

Tilda vio claramente cómo disparaban a Martin.

Fue después de que la golpearan con el hacha. Casi deseó haberse quedado inconsciente entonces, pero su cerebro permaneció despierto y lo registró todo. El dolor, la caída y la pistola, que salió volando de su mano.

Al caer de espaldas, el edredón de nieve la recibió igual que si fuera una suave cama.

Permaneció tumbada. Tenía la nariz rota, sangre caliente le corría junto a la boca y se sentía exhausta tras la caminata en plena tormenta.

«Esta noche ya he cumplido —pensó—. Vale por hoy, maldita sea».

—¡Tilda!

Era Martin quien gritaba, y se inclinó sobre ella. Vio que un hombre salía a la escalera del porche y la miraba. Sostenía un gran cuchillo en la mano y gritó algo, pero ella no comprendió ni una palabra de lo que dijo.

Todo permaneció tranquilo un instante. Tilda se hundió en una cálida somnolencia antes de que aparecieran el malestar y las náuseas. Giró la cabeza a un lado y vomitó sobre la nieve.

Tosió, alzó la cabeza e intentó espabilarse. Vio a Martin encaminarse hacia el hombre y gritarle que soltara el cuchillo.

Era Henrik Jansson, el ladrón de casas que andaba buscando.

—¿Henrik?

Tilda gritó su nombre varias veces con brusquedad, y al mismo tiempo intentó recordar los motivos por los que se lo buscaba.

No oyó su respuesta; en su lugar, oyó un disparo de fusil.

Procedía del establo, en el extremo opuesto del patio, y sonó como una explosión sorda sin eco. La bala dio en el porche y rompió un cristal de la ventana que Henrik tenía a su lado.

Este giró la cabeza y miró el agujero pensativo.

Martin siguió subiendo la escalera hacia él. Se movía con tranquilidad y le hablaba con decisión, como buen instructor de policía que era. Henrik retrocedió.

Tilda comprendió que ninguno de los dos había oído el disparo.

Cuando abrió la boca para prevenirlos, se oyeron nuevas detonaciones.

Vio sacudirse a Martin en la escalera. La parte superior de su cuerpo se retorció, y se le doblaron las piernas. Se desplomó y cayó sobre la nieve a solo unos metros de ella.

—¡Martin!

Este permaneció tumbado, dándole la espalda, y Tilda se arrastró hacia él agachando la cabeza. Oyó un débil quejido.

—¿Martin?

Respiración, hemorragia, shock, pensó ella. El abecedario. La cancioncilla que se había inventado para aprender a enfrentarse a las heridas de arma blanca y de fuego.

¿Respiración? Era difícil de ver en la tormenta, pero Martin apenas parecía respirar.

Le dio la vuelta al cuerpo y lo puso de lado, le subió la chaqueta y el jersey ensangrentado y encontró el pequeño orificio de entrada: arriba del todo, en la espalda, justo a la izquierda de la columna vertebral. Parecía profundo y la sangre no dejaba de manar. ¿La bala le habría alcanzado la aorta?

No debería quedarse allí fuera, pero Tilda no podía meterlo en la casa. No tenía tiempo.

Se abrió el bolsillo derecho del pantalón y sacó una bolsa con vendas.

—¿Martin? —gritó, al tiempo que apretaba la venda tan fuerte como podía contra el orificio de la bala.

No obtuvo respuesta. Tenía los ojos abiertos y no parpadeaba con la nieve: debería de estar en estado de shock.

Tilda no le encontró el pulso.

Le dio la vuelta y lo dejó de nuevo boca arriba; se inclinó sobre él y comenzó a apretarle el tórax con ambas manos. Una presión fuerte y una pausa. Luego de nuevo otra presión fuerte.

No sirvió de nada. Parecía que ya no respiraba, y cuando ella lo zarandeó, el cuerpo siguió sin vida. La nieve le caía sobre los ojos abiertos.

—Martin…

Tilda se rindió. Se desplomó junto a él en la nieve y sorbió por la nariz.

Todo había salido mal. Él ni siquiera tendría que haber estado allí; no debía haberla seguido.

De repente, se oyeron dos detonaciones más desde el establo. Tilda agachó la cabeza.

¿Dónde estaba su pistola? La había perdido al caer en la nieve.

La Sig Sauer era de acero negro: era fácil de distinguir contra el fondo blanco y comenzó a palpar a su alrededor. Al mismo tiempo, dirigió una mirada cautelosa hacia el establo.

Una figura avanzaba por la nieve. Llevaba puesto un pasamontañas oscuro y sostenía un fusil entre las manos.

El hombre subió a un talud de nieve y al descubrir que Tilda lo miraba, lanzó un grito al viento.

Ella no respondió. Su mano siguió escarbando en la nieve: y de repente se topó con algo duro y pesado. Al principio se le resbaló, pero luego consiguió atraparla.

Sacó el arma de la nieve.

Golpeó el cañón un par de veces para sacudirle la nieve, quitó el seguro y apuntó hacia el hombre.

—¡Policía! —gritó.

El enmascarado pronunció unas palabras, pero el viento las dispersó.

—Ubba… ubba —parecía decir.

Redujo la marcha e inclinó la espalda, pero siguió abriéndose paso entre los montones de nieve.

—¡Alto, suelta el arma! —La voz de Tilda se tornó aguda y tenue; ella misma oyó lo débil que sonaba, aun así, continuó—: ¡Alto o disparo!

Y después disparó de verdad, un disparo de advertencia al cielo oscuro. La detonación sonó tan débil como su propia voz.

El hombre se detuvo, aunque no soltó el fusil. Se arrodilló entre dos taludes de nieve, a menos de diez metros de distancia y apuntó hacia ella. Tilda disparó dos tiros en un corto intervalo.

Después se protegió tras los montones de nieve, y, casi al mismo tiempo, de repente se apagaron las luces. Tanto las lámparas de las ventanas como el farol del patio. Todo quedó a oscuras.

La tormenta de nieve había dejado sin luz a Åludden.