—¡Hola! —gritó Henrik a la figura tendida en la nieve—. ¿Estás bien?
Era una pregunta estúpida, pues el cuerpo a sus pies yacía inmóvil y con el rostro ensangrentado. La nieve ya había empezado a cubrirlo.
Parpadeó desconcertado, todo había sucedido demasiado deprisa.
Le había parecido reconocer a los hermanos Serelius fuera, en el jardín. Cuando el primero de ellos abrió la puerta, Henrik le asestó un golpe con el hacha de su abuelo lo más fuerte que pudo; y acertó en algún lugar de la cabeza. Por el lado romo, no con el filo, de eso estaba seguro.
Se paró en la puerta del porche y, a luz del patio, se percató de que había golpeado a una mujer.
Unos metros detrás de ella había un hombre medio congelado por la ventisca. El desconocido dio un par de pasos y se arrodilló al lado de la mujer.
—¿Tilda? —gritó—. ¡Tilda, despierta!
Ella movió débilmente un brazo e intentó levantar la cabeza.
Henrik salió a la escalera, dando la espalda al calor de la casa y exponiendo la cara al viento y el frío, y descubrió que la mujer vestía un uniforme oscuro.
Una policía. La nieve casi la había sepultado al pie de la escalera. Un delgado hilo de sangre oscura corría por su nariz y alrededor de su boca.
Durante unos segundos, todo excepto la nieve permaneció inmóvil.
Henrik volvió a sentir dolor en el abdomen.
—¡Hola! —repitió—. ¿Cómo te encuentras?
No hubo respuesta, pero el hombre que acompañaba a la agente cogió el hacha de la nieve y se acercó a él.
—¡Suéltalo! —le gritó a Henrik.
Detrás de él la mujer tosió y empezó a vomitar sobre la nieve.
—¿Qué? —preguntó Henrik.
—¡Suelta eso!
Comprendió que se refería al cuchillo de cocina. Aún lo empuñaba.
No quería soltarlo. Los hermanos Serelius estaban por allí, en alguna parte; tenía que defenderse.
La mujer había dejado de vomitar. Se llevó la mano al rostro y se palpó con cuidado la nariz. Los copos de nieve se posaban sobre ella, y la sangre se le había solidificado formando oscuras manchas en el rostro.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre en la escalera.
La agente levantó la cabeza y le gritó algo a Henrik a través del viento, las mismas palabras varias veces; él al fin entendió lo que decía: su nombre.
—¡Henrik! —gritaba—. ¡Henrik Jansson!
—Suelta el cuchillo, Henrik —dijo el hombre—. Así podremos hablar.
—¿Hablar?
—Estás detenido por robo con violencia —prosiguió la mujer desde el talud de nieve—. Allanamiento… y vandalismo.
Henrik escuchó, pero no respondió; estaba demasiado cansado. Dio un paso atrás y negó con la cabeza.
—Todo eso… fue obra de Tommy y Freddy —dijo en voz baja.
—¿Qué? —preguntó el hombre.
—Fueron los jodidos hermanos —explicó Henrik—. Yo solo los acompañé. Fue mucho mejor con Mogge, nunca pensé…
De pronto, a apenas diez centímetros de su oreja derecha, oyó un ruido. Un sonido breve y agudo que distinguió por encima del viento.
Volvió la cabeza y observó un oscuro agujero irregular en una de las pequeñas ventanas del porche.
¿Era la tormenta? ¿Quizá el viento había roto la ventana? La segunda idea descabellada que le vino a la cabeza fue que le habían disparado con una pistola, a pesar de que la mujer ya no la sujetaba.
Pero al mirar a lo lejos a través del torbellino de nieve, hacia el establo, descubrió a alguien más.
Una figura oscura había salido por la puerta entornada y se había detenido con las piernas abiertas sobre la nieve. A la luz del patio, Henrik vio que sostenía una delgada vara entre las manos.
No, no era una vara. Era el fusil, claro. No podía distinguirlo con claridad, pero sabía que se trataba del viejo Máuser.
Un hombre con pasamontañas negro. Tommy. Gritó desde el otro lado del patio y luego disparó el fusil que sostenía entre sus manos. Una vez. Dos veces.
En esa ocasión, no se rompió ninguna ventana, aunque el hombre que estaba frente a Henrik hizo una mueca y se desplomó.