35

El asesino surgió de entre las sombras de los árboles, se acercó a Ethel y susurró:

—¿Quieres venir conmigo? Si me acompañas y dejas de gritar, te enseñaré lo que tengo en el bolsillo. No, no es dinero, es algo mucho mejor. Sígueme hasta el agua y te daré un chute de heroína completamente gratis. Tienes jeringuilla, cuchara y encendedor, ¿verdad?

Ethel asintió.

Joakim tenía frío y apartó esas imágenes de su cabeza. Un estampido lo sobresaltó.

Volvió a la realidad y miró alrededor. Estaba sentado en el primer banco de la capilla, con el regalo de Navidad de Katrine sobre las rodillas.

¿Katrine?

La habitación estaba a oscuras. La linterna se había apagado y solo le llegaba la luz de la solitaria bombilla del altillo a través de las delgadas rendijas de las tablas de la pared.

¿Y el estampido? No era un rayo que hubiese caído sino la tormenta, que atronaba a su paso por la costa.

La tormenta de nieve había alcanzado su punto culminante. Las paredes de piedra de la planta baja resistían impasibles, pero el resto del establo se estremecía. El aire que traspasaba las rendijas aullaba como una sirena en torno a Joakim.

Alzó la vista hacia las vigas del techo y le pareció que vibraban. Los vientos huracanados se abatían como olas negras sobre el establo, y las paredes chirriaban y crujían.

La tormenta estaba destrozando el establo. O eso parecía.

Pero Joakim creyó oír también otros ruidos. Un crujido en el interior de la habitación donde estaba: lentos pasos sobre el suelo de madera. Nerviosos movimientos en la oscuridad. Voces susurrantes.

A su espalda, los bancos habían empezado a ocuparse.

No vio quiénes eran los visitantes, pero sintió que el frío de la estancia aumentaba. Eran muchos, y ahora se sentaban.

Joakim escuchó en tensión, aunque permaneció donde estaba.

Los bancos volvían a estar en silencio.

Sin embargo, alguien más se acercaba caminando despacio por el pasillo que los separaba. Oyó cautelosos movimientos en la oscuridad, un rumor de pasos de alguien que avanzaba por los bancos, a su espalda.

Por el rabillo del ojo vio que una sombra de pálido rostro se había detenido junto a su banco, y no se movía.

—¿Katrine? —susurró Joakim, sin atreverse a volver la cabeza.

La sombra se sentó despacio a su lado.

—Katrine —susurró de nuevo.

Palpó con cuidado en la oscuridad y rozó otra mano con los dedos. Al cogerla la notó rígida y fría.

—Ya estoy aquí —susurró.

No obtuvo respuesta. La figura inclinó la cabeza, como si rezara.

Joakim también bajó la vista. Miró la chaqueta vaquera a su lado y siguió susurrando:

—Encontré la chaqueta de Ethel. Y la nota de los vecinos. Creo… Katrine, creo que mataste a mi hermana.

Tampoco recibió respuesta.