Tilda avanzaba tambaleándose, de cara a la ventisca. Martin aún se hallaba a su lado, pero ninguno de los dos hablaba. En la tormenta no era posible.
Se encontraban en un labrantío, pero las pocas veces que la joven había intentado alzar la vista para ver hacia dónde se dirigían, los copos se le habían metido en los ojos como chispas candentes.
Había perdido la gorra, el viento se la había llevado, y tenía las orejas congeladas.
Le llegó un pequeño estímulo; durante un instante, la tormenta transportó el olor a madera quemada. Supuso que provenía de una estufa o chimenea encendida y comprendió que se hallaban cerca de una casa: probablemente de Åludden.
Un alargado talud de nieve les cortó el paso; era un muro de piedra.
Tilda pasó despacio por encima de las piedras cubiertas de nieve, y Martin la siguió. Tras estas, el terreno era más llano, como si caminaran por un sendero.
De repente, se oyó un crujido un poco más allá del muro, seguido de un chirrido y un golpe seco.
Algunos minutos después, vieron un par de bultos blancos y de formas angulosas. Se trataba de dos coches aparcados, medio cubiertos de nieve, que se balanceaban con el viento.
Tilda apartó la nieve del lateral del vehículo de mayor tamaño y lo reconoció al instante. Era la furgoneta oscura con el rótulo «FONTANERÍA KALMAR».
Más allá, junto al muro, vio una barca de plástico sobre un remolque volcado. El viento debía de haberlo levantado y derribado.
La barca seguía atada al soporte de hierro, aunque la lona que la cubría se había resquebrajado. Se veía una extraña colección de artículos tirados por el suelo: altavoces y motosierras junto a antiguos quinqués y relojes de pared.
A primera vista, habría dicho que se trataba de mercancía robada.
Martin gritó, pero Tilda no lo entendió. Avanzó con dificultad junto a la furgoneta y probó de abrir las puertas. La del conductor estaba cerrada con llave, pero al rodear el vehículo y tirar de la puerta del copiloto, esta se abrió de golpe con el viento.
Tilda se subió al asiento para tomar aliento.
Martin metió la cabeza en el coche, con nieve en el pelo y en las cejas.
—¿Cómo estás? —le preguntó.
Ella, que se masajeaba las orejas congeladas, asintió cansada.
—Bien.
El aire del coche aún estaba caliente y al fin pudo respirar con normalidad. Miró en la parte trasera y vio que la furgoneta estaba repleta de cosas, apiladas unas encima de otras. Allí había desde joyeros y cartones de tabaco hasta cajas de bebidas alcohólicas.
Al darse la vuelta hacia Martin, descubrió que el panel interior de la puerta del copiloto se había soltado.
Un trozo de plástico sobresalía debajo del mismo: se trataba de un paquete.
—Un escondite —dijo Tilda.
Martin miró. Luego tiró del panel, que se soltó y cayó sobre la nieve.
Detrás había un escondite secreto repleto de paquetes.
Martin sacó el primero, hizo un corte con la llave del coche y metió el dedo. Chupó el polvo que contenía y dijo:
—Es metanfetamina.
Tilda le creyó: en la Escuela de Policía había sido su profesor en el tema de drogas. Se guardó un par de paquetes en el anorak.
—Pruebas —explicó.
Martin la miró como si quisiera añadir algo más, pero ella no lo dejó. Desabrochó la funda de la pistola y sacó su Sig Sauer.
—Tenemos gamberros por aquí —anunció.
Luego pasó junto a Martin, salió a la tormenta y siguió avanzando por el camino de grava.
Al alejarse del vehículo y el remolque vislumbró la luz del faro por primera vez: un resplandor circular que a duras penas traspasaba la tormenta.
Casi habían llegado a la casa, cuyas débiles luces centelleaban en las ventanas.
Debían de ser velas. En la rotonda, bajo la nieve, estaba aparcado el coche de Joakim Westin.
Seguramente la familia estaba en casa. En el peor de los casos, los ladrones los tendrían secuestrados. Pero Tilda no quiso pensar en ello.
El gran establo apareció ante ella. Hizo un último esfuerzo para llegar hasta la pared roja de madera y al fin logró resguardarse del viento. Fue toda una hazaña: resopló y se secó la nieve derretida con la manga del anorak.
Ahora le quedaba por saber quiénes estaban en la casa, y en qué condiciones.
Se bajó la cremallera del anorak y sacó la linterna. Con la pistola en una mano y la linterna en la otra, se mantuvo pegada a la pared del establo, avanzando despacio y mirando antes de doblar la esquina.
Solo vio nieve. Blancas cortinas que caían del tejado y se arremolinaban formando torbellinos por todas partes.
Martin surgió de la oscuridad encorvado. Y se pegó a su vez a la pared, a su lado.
—¿Es esta la casa adonde íbamos? —gritó.
Ella asintió y tomó aliento.
—Åludden —respondió.
La casa se hallaba a una docena de metros del establo. Las luces de la cocina estaban encendidas, pero no se veía a nadie.
Tilda se puso en marcha de nuevo, se alejó del establo y se adentró en el patio totalmente blanco. En algunos lugares la nieve llegaba hasta la cintura. Caminó con dificultad a través de los taludes y continuó hasta la casa, con el arma en alto.
Vio huellas recientes. No hacía mucho, alguien había pasado por el patio y había subido por la escalera de piedra. Cuando Tilda alcanzó el porche sin luz, observó la puerta.
La habían forzado.
Avanzó despacio por la escalera. Luego cogió el picaporte, abrió con cuidado y subió el último peldaño.
En ese momento, vio un brilló metálico por el resquicio de la puerta. Cerró los ojos, pero no le dio tiempo a esquivarlo ni a alzar el brazo para protegerse.
Apenas llegó a pensar «un hacha» antes de que esta le golpeara en pleno rostro.
Un crujido resonó en su cabeza, luego notó un ardiente dolor en el hueso de la nariz.
Oyó los gritos de Martin a lo lejos.
Pero entonces ya había empezado a caerse hacia atrás, por la escalera, de vuelta a la nieve.