33

Le despertó el espectro de su abuelo, que se encontraba de pie ante él, en medio de la ventisca. Algot se inclinó y le levantó una bota.

¡Muévete! ¿Acaso quieres morir?

Henrik sintió unos fuertes golpes en las piernas y los pies, una y otra vez.

¡Levántate! ¡Ladrón de mierda!

Henrik alzó la cabeza lentamente, se quitó la nieve de los ojos y los entornó. El fantasma de su abuelo había desaparecido, pero a lo lejos vio un foco que barría en silencio el cielo nocturno. El brillo de su luz, rojo sangre, hizo que las nubes centellearan sobre él.

Un poco más allá, le pareció ver otra luz. Un destello blanco constante.

Las luces de los dos faros de Åludden.

Metro a metro, Henrik había ido avanzando medio aletargado y con gran esfuerzo por la nieve, y por fin había llegado.

Tenía los vaqueros empapados; eso era lo que lo había despertado. Las olas eran ahora tan altas que rompían contra la playa y le salpicaban las piernas con fuerza, a pesar de que yacía en lo alto del prado.

Se levantó despacio, de espaldas al mar. Se sentía las manos entumecidas, y también los pies, aunque podía moverse.

Aún le quedaba algo de fuerza en las temblorosas piernas, así que se puso a caminar de nuevo con los brazos caídos.

En el interior de su anorak se movía un alargado mango de madera y un hierro helado le asomaba por el cuello.

Era el hacha del abuelo; recordó que se la había metido debajo de la chaqueta, pero no por qué la llevaba encima.

De repente se acordó: los hermanos Serelius. Entonces se la sacó del anorak y prosiguió su camino.

Dos torres grises se perfilaron contra el cielo borrascoso. A sus pies, el mar bullía y lanzaba resplandecientes témpanos de hielo contra los islotes de los faros.

Estaba en Åludden. Se detuvo tambaleándose por el viento. ¿Qué haría ahora?

Se acercaría a la casa, que debía de encontrarse en algún lugar a su izquierda. Giró en esa dirección, alejándose de los faros.

De pronto, el viento le dio en la espalda y todo fue más sencillo. Lo impulsaba hacia delante ayudándolo a avanzar por la dura capa de nieve que cubría el prado. Empezó a sentir de nuevo las distintas intensidades, cómo las débiles rachas iban seguidas por fuertes ráfagas.

Después de cien o doscientos pasos vislumbró dos anchas sombras frente a él.

De pronto, una valla de madera le impidió el paso, pero encontró una entrada. Al otro lado, como una gran nave en la noche, se alzaba Åludden, y Henrik corrió a resguardarse.

Había llegado.

La casa lo acogió en su oscuro regazo. Estaba a salvo.

El viento del patio era una caricia en comparación con el que soplaba abajo, junto al mar, pero también había mucha nieve. Los copos revoloteaban y caían como polvos de talco desde el tejado y se derretían en su cara; los taludes le llegaban casi hasta la cintura.

Henrik divisó el porche de la casa entre la cortina de nieve y, con gran esfuerzo, alcanzó la escalera.

Se detuvo en el primer peldaño, tomó aliento y alzó la vista.

La puerta estaba forzada. La cerradura rota y el marco partido.

Los hermanos Serelius habían pasado por allí.

Henrik estaba demasiado helado como para tomar precauciones, de modo que subió la escalera a trompicones, abrió la puerta del porche, tropezó en el umbral y cayó sobre una suave alfombra. La puerta se cerró tras él.

Calor. La tormenta había quedado fuera y podía oír el sonido de su propia respiración.

Soltó el hacha y empezó a mover los dedos con cuidado. Al principio los tenía como témpanos de hielo, pero cuando la sensibilidad comenzó a retornar a sus manos y pies, con ella llegó también el dolor, y la herida en el abdomen empezó a palpitarle de nuevo.

Estaba mojado y cansado, pero no podía quedarse allí tendido.

Se levantó despacio y se acercó tambaleándose hasta el siguiente umbral. La oscuridad era absoluta, pero aquí y allá brillaban pequeñas lámparas amarillas y velas. Las paredes tenía un nuevo papel blanco, el techo había sido restaurado y pintado: todo había cambiado mucho desde que Henrik estuviera allí por última vez.

Giró a la derecha y, de repente se encontró en la gran cocina. En verano, él había reparado y acuchillado aquel suelo.

Un gato gris oscuro estaba sentado en el alféizar y miraba por la ventana; un ligero aroma a albóndigas persistía en el ambiente.

Henrik vio el grifo de la pila y se acercó tambaleándose.

El agua caliente solo salía templada, pero aun así le quemó las manos heladas. Apretó los dientes cuando se le calentaron, y, tras mojarse los dedos unos minutos, consiguió moverlos.

El gato giró la cabeza hacia él y luego miró de nuevo la tormenta de nieve. En la encimera había un soporte con cuchillos de cocina de acero. Henrik buscó el de mango más grande y lo cogió.

Empuñando el cuchillo, se dirigió de nuevo hacia el interior de la casa.

Intentó recordar dónde se encontraban las habitaciones, pero no podía. De pronto, se encontró en un largo pasillo, ante un cuarto pequeño.

Una habitación infantil.

En su interior, una niña pequeña y rubia, de unos cinco o seis años, estaba sentada en la cama. Sujetaba entre los brazos un muñeco blanco y un jersey de lana rojo. En el suelo, frente a ella, había un pequeño televisor apagado.

Henrik abrió la boca, pero tenía la mente completamente en blanco.

—Hola —saludó lacónico.

Tenía la voz ronca y áspera.

La niña lo miró, aunque no respondió.

—¿Has visto a alguien más por aquí? —preguntó—. ¿Otros… hombres?

Ella negó con la cabeza.

—Solo los he oído —respondió en voz baja—. Hacían ruido y me han despertado…, no me he atrevido a salir.

—No —dijo Henrik—, tienes que quedarte aquí dentro… ¿Dónde están tu mamá y tu papá?

—Papá ha ido a ver a mamá.

—¿Dónde está tu mamá, entonces?

—En el establo.

Antes de que tuviera tiempo de pensar en lo que acababa de decirle la niña, esta lo señaló y preguntó:

—¿Por qué tienes un cuchillo?

Él bajó la mirada.

—No lo sé.

Le resultó extraño verse a sí mismo sujetando un gran cuchillo. Parecía peligroso.

—¿Vas a cortar pan?

—No.

Henrik cerró los ojos. Empezaba a recuperar la sensibilidad en los pies y le dolían.

—¿Qué vas a hacer? —inquirió la niña.

—No sé…, pero tú tienes que quedarte aquí.

—¿Puedo ir al cuarto de Gabriel?

—¿Quién es ese?

—Mi hermano pequeño.

Él asintió cansado.

—Sí, claro.

La niña saltó rápidamente de la cama con el muñeco y el jersey entre sus brazos y pasó a toda prisa a su lado.

Henrik hizo acopio de sus últimas fuerzas y se dio la vuelta en el umbral. Oyó que la puerta del dormitorio contiguo al de la niña se cerraba. Giró en sentido contrario, en busca de los hermanos Serelius. ¿Habían pasado ya por allí? Seguramente.

Regresó a la parte delantera de la casa por el pasillo.

Prestó atención por si oía otros sonidos aparte del viento, y durante unos segundos le pareció oír unos golpes rítmicos en el piso de arriba: una ventana mal cerrada, quizá. Luego, la casa volvió a quedar en silencio.

En un rincón del recibidor vio un objeto plano y oscuro tirado en el suelo. Henrik se acercó.

Era el tablero de güija, partido por la mitad. El vasito reposaba junto al tablero, aplastado.

Henrik regresó al porche, donde el aire era más frío. La nieve se pegaba a las ventanas, pero vislumbró movimientos en el patio.

Se agachó en silencio y recogió el hacha de su abuelo del suelo.

Dos sombras se movían allí fuera y se acercaban despacio por la nieve. Vio que uno de ellos llevaba un objeto oscuro en la mano. ¿Un arma quizá?

No estaba seguro de que fueran los hermanos, aun así alzó el hacha.

Cuando se abrió la puerta, ya la había dejado caer.