Invierno de 1962

Cuando se ilumina el faro norte es que alguien va a morir en Åludden. Yo había oído esa leyenda, aunque esa tarde, al regresar de Borgholm a casa y ver la luz blanca, no pensé en ello. Me conmocionó que Ragnar Davidsson se llevara los lienzos de Torun sin hacer el menor caso de mis gritos.

Algunas de las telas se le habían caído en la nieve, e intenté recogerlas, pero el viento se las llevaba volando. Cuando regresé a la casa solo había podido salvar un par de lienzos.

MIRJA RAMBE

Entro corriendo en el recibidor empujada por el viento y continúo hasta la habitación del medio, a pesar de que sé lo que me espera.

Blancas paredes vacías.

Casi todas las pinturas de la nevasca de Torun han desaparecido del trastero: apenas quedan unos pocos rollos por el suelo, sin embargo, hay montones de redes.

La puerta de nuestro lado de la casa está cerrada, aunque sé que Torun sigue allí dentro, sentada. No puedo entrar a verla, no le puedo contar lo ocurrido, así que me dejo caer en el suelo.

Sobre la mesa del trastero, veo un vaso medio lleno y una botella. Antes no estaban allí.

Me acerco deprisa, meto la nariz en el vaso e inspiro el líquido transparente. Es aguardiente; probablemente la ración de Davidsson para entrar en calor.

En la casa hay botellas como esa por todas partes con diferentes contenidos, y al pensar en ellas ya sé lo que haré.

Mientras me apresuro por el patio, no veo a Davidsson. Abro la puerta del establo y desaparezco en la oscuridad. Sé encontrar el camino sin luz entre las sombras y subo al altillo, entre los desechos y el escondite del tesoro. En un rincón, hay un bidón de plástico: un bidón en el que alguien ha pintado una cruz negra. Me lo llevo a casa.

Una vez en el trastero, vierto casi toda la botella del aguardiente de Davidsson sobre uno de sus montones de redes, que apestan a brea, y lo relleno con la misma cantidad de líquido transparente y casi inodoro del bidón.

En un rincón, hay un armario de madera, y allí oculto el bidón.

Luego me siento de nuevo en el suelo y espero.

Cinco o diez minutos más tarde la puerta chirría. El ulular del viento crece antes de apagarse con un portazo.

Se oyen un par de pesadas botas en el recibidor que patean para quitarse la nieve, reconozco el hedor a sudor y brea.

Ragnar Davidsson entra en la habitación y me mira.

—¿Dónde has estado? —pregunta—. Has desaparecido por la mañana.

No contesto. Solo pienso en qué le diré a Torun sobre las pinturas. No puede enterarse de lo que ha pasado.

—Con algún chico, seguro —responde Davidsson a su propia pregunta.

Se pasea despacio por el suelo de cemento y le doy una última oportunidad. Levanto la mano y señalo la playa.

—Tenemos que ir a buscar las pinturas.

—No es posible.

—Sí. Tienes que ayudarme.

Niega con la cabeza y se acerca a la mesa.

—Ya no están aquí…, van camino de Gotland. El viento y las olas se las han llevado.

Se llena el vaso y lo levanta.

Podría avisarle, pero no digo nada. Solo miro mientras bebe: tres buenos tragos que casi vacían el vaso.

Entonces se sienta a la mesa, chasca la lengua y dice:

—Bueno, pequeña Mirja…, ¿qué te apetece hacer ahora?