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Joakim oía el ulular del vendaval sobre el inmenso tejado del establo. Sintió la fuerza del viento a través de las vigas de madera y el amianto, aunque él se hallaba fuera de su alcance.

Unos minutos antes había subido por la escalera hasta la habitación del altillo.

Allí todo era tranquilidad. El alto techo inclinado producía el efecto de que se entraba en una capilla.

Las pilas de la linterna casi se habían agotado, pero aun así, podía distinguir los antiguos bancos de iglesia en la penumbra. Y todos los viejos objetos que había sobre ellos.

En aquella habitación se rogaba por las almas de aquellos que habían muerto en Åludden, allí se reunían por Navidad.

Joakim lo sabía. ¿Acudirían aquella noche o la siguiente? No importaba, se quedaría allí y esperaría a Katrine.

Recorrió despacio el estrecho pasillo entre los bancos y observó las pertenencias de los muertos.

Se detuvo junto al primer banco y alumbró la chaqueta vaquera pulcramente doblada.

La había dejado donde la encontró: apenas se había atrevido a tocarla. Se había llevado a la cama el libro escrito por Mirja Rambe, y había empezado a leerlo, pero no quería guardar la chaqueta de Ethel dentro de casa. Tenía miedo de que Livia comenzara a soñar de nuevo con su tía.

Alargó la mano y tocó el desgastado tejido vaquero, como si el tacto le pudiera dar respuesta a todas sus preguntas.

Al coger una de las mangas, algo crujió y cayó al suelo.

Se trataba de un pequeño papel.

Se agachó, lo recogió, y vio una sola frase. A la débil luz de la linterna, Joakim leyó el texto completo, escrito con fuerza sobre el papel:

PROCURA QUE LA

PUTA DROGADICTA

DESAPAREZCA

Retrocedió despacio con la nota en la mano.

La puta drogadicta.

Leyó las seis palabras del trozo de papel y comprendió que no era un mensaje para Ethel. Iba dirigido a Katrine y a él mismo.

Procura que la puta drogadicta desaparezca.

Aunque Joakim nunca lo había visto.

El papel no tenía manchas de humedad y la tinta era negra y clara, así que la nota no estaba en la chaqueta cuando Ethel cayó al agua.

Comprendió que había sido colocado allí más tarde. Seguramente, Katrine lo había puesto tras recibir la chaqueta de la madre de Joakim.

Recordó las tardes en que su hermana les gritaba en la calle, frente a Äppelvillan. A veces, él había visto cómo se apartaban las cortinas de la casa del vecino. Cómo observaban a Ethel unos ojos con rostros asustados.

Un papel con una exhortación de los vecinos. Lo más probable era que Katrine la hubiera encontrado un día en el buzón cuando estaba sola en casa; la habría leído y habría comprendido que la situación no podía prolongarse. Los vecinos de la calle ya estaban hartos de gritos, que se repetían noche tras noche.

Todos estaban hartos de Ethel. Había que hacer algo.

Joakim estaba agotado, y se dejó caer sobre el banco, junto a la chaqueta de su hermana. Siguió con la mirada fija en el papel que sostenía en la mano, hasta que oyó un débil crujido a través del viento.

El sonido procedía de la abertura en el suelo.

Había alguien en el establo.