Henrik Jansson avanzaba a duras penas en la ventisca. Luchando contra un viento ensordecedor, agachaba la cabeza contra el pecho y apenas tenía idea de dónde se encontraba.
Supuso que habría llegado al prado junto a la playa, al sur de los faros de Åludden, aunque no podía verlos. La nieve le arañaba los ojos.
«Idiota». Tendría que haberse quedado en casa. Era lo que siempre hacía cuando había nevasca.
Un fin de semana de enero, cuando tenía siete años, fue de visita a casa de sus abuelos y tuvo una pesadilla: soñó que una manada de rugientes leones se paseaba por la habitación.
Al despertarse al día siguiente, los leones habían desaparecido y toda la casa estaba en silencio. Pero al salir de la cama y mirar fuera, vio que el suelo entre los edificios estaba cubierto de nieve blanca y centelleante.
—Esta noche hemos tenido nevasca —dijo el abuelo Algot.
La ondeante capa de nieve casi llegaba al alféizar de la ventana, y Henrik no había podido abrir la puerta de la casa.
—Abuelo, ¿cómo se sabe que es una nevasca?
—Nunca se sabe cuándo llegará —había contestado Algot—, pero cuando lo hace, uno sabe que está aquí.
Y Henrik lo supo allí, en la playa del Báltico. Aquello era una nevasca. El vendaval anterior había sido solo un aviso.
El viento hacía oscilar la guadaña y le molestaba. Se vio obligado a abandonarla en la nieve, pero conservó el hacha. Dio tres pasos sobre el suelo helado, se acurrucó y descansó. Luego dio tres pasos más.
Al cabo de un rato, se vio obligado a descansar cada dos pasos.
Las olas, cada vez más altas, rompían la delgada capa de hielo de la playa. Henrik escuchaba el creciente ruido sordo, pero ya no podía ver el mar: no podía ver nada en ninguna dirección.
El dolor de la herida se había atenuado. Quizá el viento helado calmaba la hemorragia, pero al mismo tiempo sentía como si, lentamente, todo su cuerpo se adormeciera.
Comenzaba a perder la conciencia: a veces la sentía tan lejos que parecía flotar junto a su cuerpo.
Henrik pensó en Katrine, la mujer que se había ahogado en Åludden. Se había sentido a gusto acuchillando y arreglando los suelos con ella. Era bajita y rubia, como Camilla.
Camilla.
Recordó el calor de su cuerpo cuando estaban en la cama. Pero ese pensamiento se esfumó enseguida con el viento.
Era demasiado tarde para retroceder hasta el cobertizo de Enslunda, y ya ni siquiera sabía dónde se encontraba. ¿Y dónde estaban los jodidos faros? Miró de soslayo para evitar el viento, y a lo lejos vislumbró una débil luz titilante.
Inspira, avanza, espira.
Poco después, llegó un fuerte estruendo desde el mar que lo detuvo en mitad de un paso. El viento arreciaba, aunque pareciese imposible.
Henrik cayó de rodillas y el hacha se hundió en la nieve, pero la recogió haciendo un gran esfuerzo y consiguió guardarla, la empuñadura primero, en el interior de su anorak. La tenía reservada para los hermanos Serelius y no podía perderla.
Gateó rumbo al norte, o en la dirección que él consideraba el norte. No podía hacer nada más; si se detenía a descansar en la tormenta, no tardaría en morir.
«Los ladrones merecen que los azoten —casi podía oír decir a su abuelo—. Solo sirven como fertilizante y comida para peces».
Henrik negó con la cabeza.
No, el abuelo Algot siempre había podido confiar en él. A los únicos que había engañado habían sido su profesor, algunos amigos, sus padres y John, el jefe de la empresa. Y a los propietarios de las casas. Y a Camilla, claro, a ella le había mentido bastante cuando vivían juntos y al final acabó cansándose de él.
Un destornillador en la barriga, quizá eso era lo que se merecía.
De repente, algo lo golpeó por detrás. Henrik se asustó antes de comprender que solo eran largas cañas sacudidas por el viento.
Se detuvo, cerró los ojos y se acurrucó en la ventisca. Si se relajaba y dejaba de luchar pronto se quedaría entumecido por completo, el estómago y el resto del cuerpo.
¿La muerte era fría o caliente? ¿O templada?
En algún lugar de su cabeza estaban los hermanos Serelius y su amplia sonrisa. Eso lo animó a proseguir la marcha.