27

Henrik sabía que la policía lo buscaba. Hacía una semana que un agente le había dejado dos mensajes en el contestador y lo había citado a declarar en la comisaría.

Había pasado de ir.

Esa situación no podía durar mucho, pero necesitaba tiempo para borrar las pruebas de su carrera como ladrón. Lo primero era, por supuesto, deshacerse de la mercancía robada que tenía en el cobertizo.

—No puedo guardarla más tiempo —le dijo a Tommy por teléfono—. Tenéis que venir y ocuparos de ella.

—De acuerdo… —Tommy no sonaba preocupado en absoluto—. Nos pasaremos el lunes con el coche. A las tres.

—¿Traeréis el dinero?

—Claro —dijo el otro—, tranquilo.

El lunes era la víspera de Nochebuena. Henrik trabajó en Marnäs, pero cuando acabó a las dos, se fue directo al cobertizo de Enslunda.

Mientras iba por la carretera de la costa oyó que el servicio meteorológico pronosticaba una gran nevada para la tarde y fuertes vientos en Öland y Gotland; también advertía de una tormenta en el Báltico. Pero el tiempo aún era bueno y el cielo azul. Unas nubes grises se acercaban a la isla por el este, pero Henrik pronto volvería a casa, a Borgholm.

Como de costumbre, los cobertizos estaban desiertos. Al llegar al suyo, Henrik dio media vuelta y condujo marcha atrás el último tramo, hasta la barca de plástico que se encontraba sobre un remolque. La semana anterior Camilla y él habían estado allí. La joven había querido entrar a ver el cobertizo, pero él había logrado impedírselo. En cambio, habían sacado la barca del agua y le habían quitado el motor fueraborda. No habían conseguido cubrir el casco con una lona, pero ahora Henrik lo haría.

Al caminar por la hierba aspiró el aroma de algas que flotaba en el aire y por un instante pensó en su abuelo muerto; luego alzó el enganche del remolque para asegurarlo al coche.

La idea de quedarse parte de la mercancía robada se le ocurrió poco después, cuando se encontraba en el cobertizo, mirando todo lo que habían acumulado durante el otoño. En total habría un centenar de artículos grandes y pequeños, antiguos y modernos. Henrik no se había fijado en todos, y seguro que los hermanos tampoco.

Su barca no estaba registrada en ninguna parte, la policía no podía saber que tenía una. La dejaría aparcada en la zona industrial de Borgholm y cuando quisiera iría haciendo viajes con ella para recoger los objetos robados.

Henrik se decidió. Cogió unos viejos jarrones de piedra caliza que quizá valieran unas quinientas coronas en una tienda de antigüedades, y se los llevó a la barca.

Empezó a nevar; copos como plumones caían florando y se despositaban suavemente en el suelo.

Con cuidado, colocó los jarrones en el pañol del asiento de proa. Luego regresó al cobertizo y cogió una caja de whisky añejo.

Al final, en la barca había una docena de artículos ocultos entre los asientos. Estaba abarrotada de mercancía robada. Fue al cobertizo a buscar una lona verde, cubrió el casco de proa a popa y a continuación lo ató con una larga cuerda de nailon.

Listo.

Los copos habían seguido cayendo sin parar y habían formado una fina capa blanca en el suelo.

Cuando Henrik fue a cerrar con llave el cobertizo, un sordo zumbido se superpuso al rumor del viento. Volvió la cabeza.

Entre los árboles vio acercarse un coche por la carretera, una furgoneta negra.

Eran los Serelius, que poco después frenaron en la rotonda, junto al remolque.

Las puertas del coche se abrieron y se cerraron de un portazo.

—¡Hola, Henrik!

Los hermanos se acercaron a él a través de la nevada, ambos sonreían. Iban preparados para el frío, con anoraks negros, botas y gorras de cazador forradas de piel.

Tommy llevaba además unas grandes gafas de esquiar, como si estuviera de vacaciones en la montaña. El viejo Máuser colgaba de su hombro.

Estaba bajo los efectos de alguna sustancia, Henrik lo notó a pesar de los cristales de espejo que ocultaban sus ojos. Como de costumbre, tenía arañazos en el cuello y le temblaba el mentón. Eso no era buena señal.

—Así que ha llegado la hora —dijo Tommy—. La hora de felicitarnos la Navidad.

Al ver que Henrik no respondía, soltó una carcajada.

—No, no solo eso…, también tenemos que recoger las cosas.

—Las cosas —repitió Freddy.

—El botín.

—¿Y el dinero?

—Sí, claro. Nos lo repartiremos como hermanos. —Tommy seguía sonriendo—. ¿Acaso crees que somos unos ladrones?

Era un chiste muy manido, pero Henrik sonrió tenso y se dio cuenta de que, en realidad, no habían hablado de cómo repartirían el botín.

Vio que Freddy se encaminaba al cobertizo y abría la puerta de par en par. Luego desapareció en la oscuridad del interior, pero reapareció enseguida con un televisor entre los brazos.

—Sí, eso fue lo que dijimos —asintió Henrik—. Como hermanos.

Tommy pasó junto a él y se encaminó hacia el remolque de la barca.

—Por fin me he decidido a llevar la barca a casa —dijo Henrik—. ¿Qué vais a hacer, os marcharéis?

—Sí…, volveremos a Copenhague. Pero primero iremos a la casa de los faros. —Tommy señaló hacia el norte con la mano—. A buscar la colección de cuadros. ¿Vienes con nosotros?

Él negó con la cabeza. Vio que Freddy había colocado el televisor en el coche y había regresado al cobertizo.

—No, no tengo tiempo —contestó—. Como te he dicho, me voy a llevar la barca a casa.

—Sí, sí —replicó Tommy, y estudió el remolque—. ¿Dónde la vas a dejar durante el invierno?

—En Borgholm…, detrás de un garaje.

Tommy tiró de la cuerda que sujetaba la lona y preguntó:

—¿Y allí no te la quitarán?

—Está vallado.

El pulso de Henrik se aceleró. Debería haber usado más cuerdas y haber atado la lona con más fuerza. Para desviar la atención de Tommy empezó a hablar de nuevo.

—¿Sabes qué vi por aquí este otoño?

—No.

Tommy negó con la cabeza, pero no apartaba la vista del remolque.

—Fue en octubre —explicó Henrik—, cuando vine a vaciar la barca… Vi una fueraborda; tuvo que venir del norte. Atracó en los faros de Åludden. Había un tipo a proa, y luego encontraron a esa mujer ahogada justo en el mismo lugar. He pensado mucho en eso.

Hablaba demasiado y demasiado rápido. Pero ahora por fin Tommy giró la cabeza.

—¿De quién hablas?

—De ella, de la mujer de la casa —contestó—. Katrine Westin; trabajé para ella este verano.

—Åludden es adonde vamos —dijo Tommy—, ¿así que presenciaste un asesinato?

—No, vi una fueraborda —precisó él—. Pero fue extraño…, y después la encontraron muerta.

—Joder —exclamó Tommy, sin sonar especialmente sorprendido—. ¿Se lo contaste a alguien?

—¿A quién? ¿A la policía?

—No, claro. Habrían empezado a preguntar qué hacías aquí. Quizá habrían inspeccionado el cobertizo y te habrían detenido.

—Nos habrían detenido —puntualizó él.

Tommy miró de nuevo la barca.

—Freddy me ha contado una historia cuando veníamos de camino —dijo—. Era bastante divertida.

—¿Qué?

—Se trataba de un chico y una chica. Estaban de vacaciones en Estados Unidos y conducían por el país, y en un área de descanso se toparon con una mofeta. Nunca han visto ninguna y les parece una preciosidad. La chica quiere llevársela a Suecia, pero el chico cree que en la aduana no dejan pasar animales salvajes. Así que ella propone meterse la mofeta en las bragas. «Sí, es una buena idea», dice el chico. «Pero ¿qué hacemos con el hedor?».

Tommy se rascó el cuello e hizo una pausa antes de continuar:

—«Nada», responde la chica. «La mofeta también apesta».

Se rio para sí. Luego se dio la vuelta y agarró la lona.

—La mofeta también apesta —repitió.

—Espera un momento… —comenzó Henrik.

Pero Tommy tiró de la lona con fuerza. Apenas consiguió levantar un poco la tensa cuerda, pero fue suficiente para dejar al descubierto gran parte de la mercancía robada.

—¡Vaya! —exclamó, y bajó la vista hacia los artículos de la barca. Luego señaló el suelo—. Deberías haber borrado las huellas en la nieve, Henke… Has corrido como un loco entre la barca y el cobertizo.

Él negó con la cabeza.

—He cogido algunas cosas…

—¿Algunas? —repitió Tommy, y se encaminó hacia él.

Henrik dio un paso atrás.

—¿Y? —preguntó—. He trabajado mucho. He planeado todos los asaltos, y vosotros solo…

—Henke —lo interrumpió—, hablas demasiado.

—¿Yo hablo demasiado? Puedes…

Pero Tommy no lo escuchó, le dio un puñetazo en el estómago, un golpe duro, y Henrik retrocedió tambaleándose. Tenía una piedra detrás; se sentó pesadamente en ella y bajó la mirada.

El anorak tenía una raja. Un delgado corte recorría el tejido hacia su ombligo.

Tommy hurgó con rapidez en los bolsillos del anorak de Henrik y sacó las llaves del coche.

—No te muevas…, si lo haces te vuelvo a rajar.

Henrik no se movió. Tenía el estómago encogido.

El dolor le llegaba en oleadas; de pronto se inclinó y vomitó entre las piernas.

Tommy se apartó un par de pasos, se recolocó el fusil sobre el hombro y se guardó el afilado destornillador en el bolsillo trasero.

Henrik tosió con dificultad y alzó la vista hacia él.

—Tommy…

Pero este se limitó a negar con la cabeza.

—¿Crees realmente que nos llamamos Tommy y Freddy? Esos son nuestros nombres artísticos.

A Henrik se le habían acabado las palabras. También las fuerzas. Continuó sentado en la piedra en silencio.

Mientras, Freddy había seguido cargando la mercancía robada en la furgoneta. Al fin cerró la puerta trasera.

—¡Listo!

—Bien. —Tommy enderezó la espalda, se rascó la mejilla y miró a Henrik—. Tendrás que coger el autobús de vuelta…, o lo que pase por aquí. ¿Un carro de caballos?

Él no respondió. Siguió sentado en la piedra y observó a los dos hermanos. Freddy se sentó sin prisa tras el volante de la furgoneta mientras Tommy se acomodaba en el Saab de Henrik.

Le estaban robando el coche y la barca, y él solo podía mirar.

Los vio alejarse por la carretera de la costa.

Al fin se apartó la mano del estómago y miró. La raja de su anorak se había teñido de rojo.

Sin embargo, no sangraba mucho, apenas un hilillo. Una vez había donado sangre y le sacaron medio litro. Aquella pérdida no era nada.

Un poco de dolor de estómago, una pequeña conmoción y un vómito. No corría ningún peligro.

Al fin consiguió ponerse de pie. La sangre le palpitaba en la herida al mismo ritmo de las olas que rompían en la playa, pero podía caminar. Seguramente no le había tocado los intestinos ni el hígado.

Había empezado a soplar un viento frío del mar. Henrik recordó que su abuelo había muerto allí solo un día de invierno, pero luego alejó ese pensamiento.

Apretándose el abdomen con la mano se encaminó hacia el cobertizo. La puerta estaba entreabierta, y se detuvo en el umbral.

Toda la mercancía robada había desaparecido. El único consuelo era que Tommy y Freddy también se habían llevado la vieja lámpara. Quizá ahora serían ellos los que oyeran el golpeteo.

Caminando con dificultad, cruzó el umbral y se dirigió al banco de carpintero de su abuelo.

Allí estaba la vieja hacha de madera de Algot, pequeña pero fiable. Y la alargada y delgada guadaña se hallaba en un rincón. Cogió ambas herramientas y salió despacio a la nieve.

El candado se había caído al suelo y Henrik no lo encontró. Lo único que pudo hacer fue cerrar la puerta.

Luego echó a andar, alejándose del camino y los cobertizos y se dirigió al prado junto a la playa.

Caminó hacia el norte por la costa, con la cabeza agachada; avanzaba en diagonal al vendaval. El gorro de lana y el anorak forrado lo protegían, pero le escocían la nariz y los ojos.

Henrik se olvidó del frío, solo caminaba.

Los hermanos Serelius, o como se llamaran, lo habían agredido y le habían robado la barca. Y habían hablado de ir a Åludden.

En ese caso, Henrik los encontraría.