Invierno de 1961
Fui yo quien descubrió el gran altillo del heno en el establo, pero convencí a Markus para que subiera conmigo y lo exploramos juntos. Fue mi primer amor y quizá también el mejor.
Pero duró muy poco.
MIRJA RAMBE
Las tardes de otoño e invierno, Markus y yo nos movemos a escondidas con un quinqué, entre cuerdas y cadenas, y abrimos baúles y miramos antiguos documentos del faro.
Parece una chatarrería, pero en el altillo hay cosas fantásticas: infinidad de recuerdos de la historia centenaria de la casa. Todo lo que cada familia y cada farero han dejado tras sí en Åludden parece terminar, tarde o temprano, en el establo, y acaba olvidado.
Al cabo de unas semanas, subimos todas las mantas que pudimos encontrar y construimos una pequeña tienda de campaña con ellas. Hurtamos pan, vino y cigarrillos y empezamos a hacer picnics allí arriba, a pesar del frío que hacía, para olvidar el triste día a día.
Le muestro a Markus la pared del fondo, con los nombres grabados de los muertos. Reseguimos las letras con los dedos y fantaseo, llena de emoción, sobre las tragedias que han ocurrido en Åludden a lo largo de los años.
Grabamos nuestros nombres en el suelo del altillo, muy cerca el uno del otro.
Pasan tres picnics antes de que se atreva a besarme en la boca. No le permito hacer mucho más —aún me angustia el recuerdo del viejo médico—, pero vivo varias semanas con sus besos.
Y puedo pintar a Markus abiertamente.
De repente, la casa ya no es el fin del mundo sino el centro del universo, y empiezo a creer que Markus y yo podemos hacer lo que queramos, viajar a donde deseemos. Pasamos el largo invierno juntos.
El mar está frío y el verano se demora mucho en llegar, como de costumbre en la isla, pero a finales de mayo el sol brilla y calienta los prados de nuevo. También es entonces cuando Markus se dispone a partir: no conmigo, sino solo. Ha sido llamado a filas y debe cumplir un año de servicio militar en el continente.
Prometemos escribirnos. Muchas cartas.
Después de que haga la maleta, lo acompaño a la estación de tren de Marnäs. Esperamos de pie en silencio, junto a otros isleños. El tren de Öland dejará de funcionar ese año, y en la sala de espera reina un ambiente sombrío.
Markus se ha marchado, pero Ragnar Davidsson sigue atracando su barca en Åludden y se acerca a nuestra casa.
Él y yo solemos discutir de arte, aunque el nivel es bastante bajo. Todo empieza un día en que, al entrar en el recibidor, descubro que la puerta de la habitación del medio está abierta. Al mirar dentro veo a Davidsson de pie. Observa los oscuros cuadros que cubren las paredes.
Al parecer, hasta ahora no se había fijado en la gran colección de arte de Torun, y no le gusta. Niega con la cabeza.
—¿Qué te parece? —le pregunto.
—Todo es negro y gris —contesta—. Solo una mezcla de colores oscuros.
—Así es la nevasca de noche —digo.
—Pues parece… mierda —replica él.
—También se puede interpretar de una forma simbólica —intento explicarle—. Es una nevasca nocturna, pero al mismo tiempo representa el alma…, el alma de una mujer atormentada.
Davidsson niega con la cabeza.
—Mierda —dice de nuevo.
Al parecer, no ha leído a Simone de Beauvoir. Yo tampoco, claro, pero por lo menos he oído hablar de ella.
En un último intento de defender a Torun, digo:
—Un día valdrán mucho dinero.
Davidsson gira la cabeza y me mira como si estuviera loca. Luego pasa por mi lado y se va de la casa.
Cuando entro en mi habitación veo a mi madre sentada junto a la ventana y enseguida me doy cuenta de que ha escuchado toda la conversación. A pesar de que está casi ciega, mira con fijeza por la ventana.
Intento distraerla con otras cosas, pero niega con la cabeza.
—Ragnar tiene razón —dice—. Todo es una basura.
Desde que Markus se fue he dejado de subir al altillo. Me recuerda demasiado a él, y me resulta demasiado solitario.
Pero nos escribimos, claro. Yo soy la que más escribe: envío varias largas cartas como respuesta a una suya corta.
Las cartas de Markus tratan sobre todo de maniobras militares, y no llegan con mucha frecuencia. Por el contrario, yo relleno hoja tras hoja con mis sueños y planes. ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Cuándo le darán permiso? ¿Cuándo se licenciará?
No lo sabe con seguridad, pero me promete que nos veremos pronto.
Empiezo a comprender que tengo que irme de Åludden, coger el ferry hacia el continente y hacia Markus. Pero ¿cómo podría dejar a Torun? No es posible.