Invierno de 1960

Ese año, el verano fue inusitadamente lluvioso en Öland, y nuestro segundo invierno en Åludden fue peor que el primero. Mucho más frío, y con mucha más nieve. Durante enero y febrero, según recuerdo, la escuela de Marnäs estuvo cerrada los lunes, pues las máquinas quitanieves no tenían tiempo de limpiar las carreteras tras las nevadas del fin de semana.

MIRJA RAMBE

Mi madre, Torun, continúa pintando, a pesar de que su vista no se ha recuperado tras el día de la tormenta de nieve. Apenas ve y ya no puede leer.

Las gafas no le son de gran ayuda. En Borgholm encontramos una lámpara halógena montada en un trípode. Tiene una luz blanca resplandeciente, y cuando la encendemos nuestras dos oscuras habitaciones parecen un estudio de cine. En medio de ese resplandor solar, mi madre se sienta y pinta con las gamas más oscuras que puede mezclar.

Las espátulas y los pinceles de Torun borronean, como ratas estresadas, los tensos lienzos. Mi madre pinta la nevasca en la que se perdió el invierno pasado, y acerca tanto el rostro al lienzo que tiene la punta de la nariz continuamente ennegrecida. Fija la mirada en las negras sombras crecientes: yo creo que, mientras pinta, siente que aún se encuentra fuera, entre los muertos de las charcas de la ciénaga.

Cubre con pintura lienzo tras lienzo, pero como no hay nadie que quiera comprar o siquiera exponer los cuadros, guarda las telas enrolladas en un cuarto vacío y seco, junto a la cocina.

Yo también pinto mucho, cuando sobran papel y colores, sin embargo, el ambiente en la casa del fin del mundo sigue siendo sombrío. Nunca tenemos dinero, y Torun no ve lo suficiente como para seguir limpiando casas.

A principios de noviembre, mi madre cumple cuarenta y nueve años. Lo celebra sola con una botella de vino tinto y empieza a decir que su vida se ha acabado.

La mía parece no haber empezado.

Tengo dieciocho años, he terminado la escuela y me he hecho cargo de algunos trabajos de limpieza de Torun a la espera de tiempos mejores. Me he perdido los años cincuenta por completo. Al final de la década, llegan a mis manos unos viejos números del Bildjournalen, y por ellos me entero de que, aparte de la muerte de Stalin y del miedo a la bomba atómica, ha sido la época de los jóvenes con calcetines blancos cortos, guateques y rock and roll: pero en el campo no había nada de eso. Nuestra radio era vieja y lo máximo que emitía era una mezcla de voces fantasmales y chasquidos. Tras la dulce temporada de playa, la vida en la costa se transforma en nueve meses de oscuridad, viento, largos caminos embarrados, ropa mojada y constantes pies helados.

Este año, el único consuelo es Markus.

Markus Landkvist ha llegado de Borgholm ese mismo otoño y se ha mudado a una pequeña habitación en Åludden. Markus tiene diecinueve años, uno más que yo, y trabaja como ayudante en las granjas de la comarca, a la espera de hacer el servicio militar.

No es mi primer amor, pero significa un claro paso adelante. Mis enamoramientos anteriores habían consistido en quedarme mirando fijamente a algún chico al otro lado del patio, confiando en que se acercara y me tirara del pelo.

Markus es alto y rubio y el más guapo de la región, por lo menos eso pienso yo.

—¿Sabías que Åludden está embrujada? —le pregunto al encontrarnos por primera vez en la cocina.

—¿Qué?

No demuestra el menor miedo o siquiera interés, pero ahora que he empezado me veo obligada a continuar:

—Los muertos viven en el establo —digo—. Susurran a través de las paredes.

—Es solo el viento —dice él.

No es exactamente amor a primera vista, pero empezamos a relacionarnos. Yo soy muy habladora, y Markus callado. Aunque creo que le gusto. Lo dibujo en mi imaginación antes de dormirme y empiezo a soñar con escaparme de la finca con él.

En mi opinión, Markus y yo somos los únicos de Åludden que tienen un futuro por delante. Torun se ha rendido, y los ancianos de la casa parecen contentos de trabajar durante el día y sentarse a cotillear por las tardes.

A veces, beben aguardiente destilado en la cocina con Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas. Oigo sus risas por la ventana.

En Åludden, todos nos movemos dentro de nuestro propio círculo, y ese invierno descubro el altillo del establo. Apenas hay heno, pero está abarrotado de cosas abandonadas, y casi todas las semanas me dedico a explorarlo. Hay infinidad de rastros de las antiguas familias y fareros de la casa; es casi como un museo con utensilios de barcos, cajas de madera, pilas de viejas cartas marinas y cuadernos de bitácora. Aparto las cosas para avanzar entre tesoros y basura, y al fin alcanzo la pared al otro lado del altillo.

Allí descubro todos los nombres grabados:

CAROLINA 1868

PETTER 1900

GRETA 1943

Y muchos más. Casi cada tablón tiene por lo menos un nombre grabado.

Leo y me quedo fascinada por todos los que han vivido y muerto en Åludden. Es como si me acompañaran.

Mi principal objetivo es conseguir que Markus venga conmigo al altillo.