Justo cuando Tilda había dejado de pensar en Martin Ahlquist noche y día sonó el teléfono en la diminuta cocina. Pensó que sería Gerlof y descolgó sin malos presentimientos.
Se trataba de Martin.
—Solo quería saber cómo estabas. Si todo va bien.
Ella guardó silencio; su dolor de barriga regresó al instante. Miró los muelles desiertos del puerto.
—Bien —dijo al cabo de un rato.
—¿Bien o solo regular?
—Bien.
—¿Quieres que vaya a verte? —preguntó él.
—No.
—¿Ya no te sientes sola en el norte de Öland?
—Sí, pero me mantengo ocupada.
—Bien.
La conversación no fue desagradable, pero sí breve. Al final, Martin le preguntó si podía llamarla alguna vez, y ella dijo que sí en voz muy baja.
La herida, en alguna parte entre su corazón y su estómago, comenzó a sangrar de nuevo.
«No es Martin quien ha llamado sino sus hormonas —pensó—. Solo está caliente y echa de menos alejarse de su mujer, no soporta la vida cotidiana…».
Lo peor era que, pese a todo, ella deseaba verlo. A poder ser, aquella misma noche. Era enfermizo.
Tenía que haberle enviado la carta a su esposa hacía mucho tiempo, pero aún cargaba con ella en el bolso como si fuera un ladrillo.
Tilda trabajaba mucho. Trabajaba sin cesar para no pensar en Martin.
Por las tardes, se quedaba varias horas preparando las conferencias de tráfico y ciudadanía que impartía en escuelas y empresas. Y en cuanto se lo permitían las charlas, las patrullas a pie y el papeleo, salía a la carretera con el coche de policía.
Un martes por la tarde, mientras circulaba por la desierta carretera de la costa, frenó al ver los dos faros de Åludden. Pero no se detuvo, sino que continuó hasta la casa vecina, donde vivía una familia de granjeros. Recordaba que se llamaban Carlsson. Les había hecho una única visita la larga y difícil noche que sucedió al accidente mortal de Katrine Westin, cuando el marido se había derrumbado en el recibidor de la granja.
Al llamar a la puerta, la mujer, Maria Carlsson, la reconoció al instante.
—No, no hemos visto mucho a Joakim este otoño —dijo cuando estuvieron sentadas a la mesa de la cocina—. No es que nos llevemos mal, pero él se mantiene apartado. Pero sus hijos juegan mucho con nuestro Andreas.
—¿Cómo era Katrine, su mujer? —preguntó Tilda—. ¿Quedaban con ella cuando vivía sola con los niños?
—Vino a tomar café un par de veces…, pero creo que estaba muy ocupada en la finca. Y nosotros también tenemos mucho trabajo.
—¿Sabe si recibía visitas?
—¿Visitas? —repitió Maria—. Vinieron algunos obreros a finales de verano.
—¿Llegó alguien en barco? —preguntó Tilda—. A Åludden.
La mujer se pasó la mano por el flequillo e hizo memoria.
—No, no que yo recuerde. De todos modos, desde aquí no habría visto nada.
Señaló por la ventana hacia el nordeste, y Tilda vio que los faros quedaban ocultos tras el enorme establo del lado opuesto del patio.
—Pero ¿no han oído alguna vez el motor de un barco? —insistió—. ¿El sonido de un motor?
Maria negó con la cabeza.
—A veces, cuando no hace viento, se oyen pasar los barcos, pero no suelo fijarme en estas cosas…
Cuando Tilda salió al jardín se detuvo junto al coche y echó una mirada hacia el sur. Distinguió un grupo de cobertizos rojos a lo lejos, en el cabo más cercano, pero no se veía una alma.
Y ningún barco surcaba las aguas.
Se sentó de nuevo en el coche y comprendió que era hora de cerrar aquella investigación: en realidad, nunca se había abierto.
Cuando regresó a la comisaría, guardó la carpeta con sus anotaciones sobre Katrine Westin en el archivador que ponía «NO PRIORITARIO».
Sobre la mesa tenía tres grandes pilas de papeles y media docena de tazas de café sucias. En cambio, la mesa de Hans Majner, al otro lado de la sala, estaba impoluta. A veces sentía el impulso de dejarle un montón de informes de tráfico, pero se controlaba.
Por las tardes, Tilda se quitaba el uniforme, se metía en su pequeño Ford y conducía por los alrededores para ver la isla, al mismo tiempo que escuchaba las grabaciones de Gerlof. En la mayoría de los casos sonaban bien; el micrófono captaba claramente las voces de los dos, y Tilda se dio cuenta de que él se había acostumbrado a hablar cada vez que se veían.
Fue durante uno de esos paseos cuando por fin encontró la furgoneta de la que Edla Gustafsson le había hablado.
Estaba en Borgholm. Dio unas vueltas por las calles y luego continuó hacia el sur, pasando por el puente hasta Kalmar. Allí había más calles, aparcamientos más grandes, y condujo despacio, pasando por delante de cientos de vehículos sin ver una sola furgoneta oscura. Era desesperante.
Media hora después, al oír por la radio local que esa tarde había carreras de trotones, abandonó el centro y condujo en dirección al hipódromo de Kalmar. La pista vallada estaba iluminada con enormes focos. Allí dentro se jugaba y perdía dinero, pero Tilda se quedó en el Ford y condujo despacio a través de las hileras de coches aparcados.
De pronto frenó en seco.
Había pasado por delante de una furgoneta. Tenía rotulado «FONTANERÍA KALMAR» a ambos lados, y era negra.
Apuntó la matrícula y puso la marcha atrás y aparcó en una plaza libre, un poco más allá. Luego llamó a la central de la policía regional y pidió que comprobaran la matrícula. Le dijeron que pertenecía a un hombre de cuarenta y siete años, sin antecedentes penales, que vivía en un pueblo a las afueras de Helsingborg. La furgoneta no tenía multas de tráfico, pero había sido dada de baja en agosto.
«Vaya», pensó Tilda. También pidió que verificaran la empresa, Fontanería Kalmar, pero no parecía haber ninguna registrada con ese nombre.
Apagó el motor del coche y se quedó esperando.
—Sí, Ragnar practicaba con frecuencia la pesca furtiva en Åludden —decía la voz de Gerlof en los auriculares—. A veces se metía en zonas de pesca ajenas, pero él lo negaba, claro…
Después de cincuenta minutos, el público empezó a salir. Dos jóvenes atléticos, de unos veinticinco años, se detuvieron junto a la furgoneta negra.
Tilda se quitó los auriculares y se enderezó.
Uno de los chicos era más alto y más ancho que el otro, pero desde allí no podía verles bien la cara. Cuando entraron en la furgoneta, Tilda entornó los ojos y clavó la mirada en la oscuridad del aparcamiento, y deseó haber llevado unos prismáticos.
¿Eran ladrones de casas? Difícil saberlo.
«Son albañiles corrientes, amiguita», oyó la segura voz de Martin resonar en su cabeza, pero lo ignoró.
Los jóvenes salieron del aparcamiento. Tilda arrancó el coche y metió la primera.
La furgoneta abandonó la pista de acceso al hipódromo y entró en la autovía, luego continuó hasta Kalmar. Ella los seguía a unos metros de distancia.
Al fin, llegaron a un edificio alto, a pocas manzanas del hospital. La furgoneta redujo la velocidad y se detuvo junto a la acera. Los dos jóvenes se bajaron y desaparecieron por una puerta.
Tilda permaneció sentada y esperó. Medio minuto después, vio encenderse las luces de un par de ventanas del segundo piso.
Anotó la dirección. Si eran los ladrones de casas, por lo menos ahora sabía dónde vivían. Por supuesto, lo mejor sería entrar en el apartamento y buscar la mercancía robada, pero lo único que tenía era el testimonio de la vieja Edla, que aseguraba que la furgoneta de los chicos había estado en Öland, y no era suficiente.
—He dejado de investigar la muerte de Katrine Westin —dijo Tilda mientras tomaba café con Gerlof, dos noches después.
—El asesinato, querrás decir.
—No fue un asesinato.
—Sí que lo fue —replicó él.
Tilda no dijo nada, solo suspiró y sacó su grabadora de la bolsa.
—Podríamos hacer una última…
Pero Gerlof la interrumpió:
—Una vez, vi cómo casi matan a un hombre sin que nadie lo tocara.
—¿Sí?
Puso la grabadora sobre la mesa, pero no la encendió.
—Fue en Timmmernabben, unos años antes de la guerra —prosiguió él—. Dos barcas de carga de piedras navegaban una al lado de la otra, en perfecta armonía. Pero en una de ellas iba un segundo de Byxelkrok y en la otra un grumete de Degerhamn. Se enzarzaron en una pelea por algo, y se chillaban desde la borda. Al final, uno de ellos le escupió al otro… y entonces la situación se puso seria. Empezaron a tirarse piedras, hasta que el de Degerhamn se subió a la borda para saltar a la otra barca. Pero no llegó muy lejos, pues su adversario se enfrentó a él con un bichero.
Gerlof hizo una pausa, bebió un poco de café y prosiguió:
—Los bicheros de hoy día son frágiles objetos de plástico, pero aquel era un auténtico palo de madera con un gran gancho de hierro en la punta. Así que, cuando el luchador se subió a la borda, la camisa se le enganchó al bichero y se quedó suspendido en el aire. Luego, cayó como una piedra al agua entre las barcas, con la camisa aún prendida en el bichero. Y no podía salir a la superficie, porque el otro lo mantenía debajo del agua. —Miró a Tilda—. Le ocurrió casi lo mismo que a esos pobres a los que ahogaban con palos en la ciénaga.
—¿Y sobrevivió?
—Sí. Los demás detuvimos la pelea y lo sacamos del agua. Pero sobrevivió de milagro.
Tilda miró la grabadora. Debería haberla encendido.
Gerlof se agachó y revolvió algo debajo de la mesa.
—Pensé en esa pelea cuando pedí ver la ropa de Katrine Westin —dijo—. Y ya la he analizado.
Sacó una prenda de vestir de la bolsa de papel. Era un jersey de algodón con capucha.
—El asesino llegó a Åludden en barca —explicó Gerlof—. Atracó junto al muelle de piedra, donde esperaba Katrine Westin…, y ella se quedó allí, lo que indica que debía de confiar en él. Quien fuera, tenía un bichero en las manos, cosa que es normal, ya que se utiliza para atracar. Pero un bichero antiguo, un palo largo con un gancho de hierro, con el que atrapó la capucha del jersey y tiró de la mujer hacia el agua. Luego la retuvo en el fondo hasta que todo terminó.
Gerlof extendió el jersey sobre la mesa, y Tilda vio que la capucha estaba rota. Algo afilado había agujereado el tejido gris.